Comentario: Hablando de
expresión artística todo es relativo. Lo que
bajo un prisma concreto puede apasionar desde otra postura
resultará vacío y aburrido. Pasión y
crítica pueden coexistir sin provocar contradicción
alguna, y eso fue precisamente lo que ocurrió en el
primer concierto de la agradable noche serrana.
La luz natural dio paso a los focos del amplio escenario,
primeros testigos de la aparición de los dos trajeados
pianistas. A la izquierda el pequeño Kenny Barron,
a la derecha el voluminoso Mulgrew Miller. Una breve introducción
y los primeros acordes del Yesterdays de Jerome Kern, You
Don't Know What Love Is, etcétera. Estándar
tras estándar el dúo hacía patente un
dominio técnico apabullante, un profundo conocimiento
de las raíces del jazz, un tiempo perfecto. La interpretación
recordaba en muchos momentos al disco Confirmation, que el
propio Kenny Barron grabara hace algo más de una década
también a dos pianos, pero en este caso con Barry Harris.
Sólo que, a pesar de la inestimable presencia de sección
rítmica, Confirmation era más incendiario y
decidido (siendo un disco de concepto clásico). Y ahí
fue donde radicó lo objetable de la actuación:
la falta de riesgo.
Tras el derroche de swing de los primeros temas el concierto
se sumió en una fase de repetición y convencionalismo
revisionista que pesó en exceso sobre la elegancia
y delicadeza de los ejecutantes, el inteligente uso de dinámicas
en la exposición de las melodías y el enorme
entendimiento entre los dos maestros. Técnicamente
rozaron la perfección en varios momentos. Alternaban
acompañamiento en acordes con líneas de bajo
con gran naturalidad, y el uso de un lenguaje tan común
a ambos provocó que los dos pianos se convirtieran
en una sola entidad llena de expresividad. Pero, avanzado
el espectáculo, en ciertos momentos la música
parecía más una brillante amenización
que un intencionado concierto de jazz.
Mientras curiosamente el veterano Barron ofrecía algo
más de atrevimiento, Mulgrew Miller llevó sus
improvisaciones por un camino puramente académico,
abusando en exceso de progresiones y otros recursos habituales.
No obstante el público presente pareció disfrutar
de lo lindo, aplaudiendo con bastante entrega las evoluciones
de ambos músicos. El punto álgido, en el monkiano
bis, aderezado poco antes de llegar a la melodía final
con un patrón latino que hizo las delicias de los asistentes.
Arriesgado o no, no cabe duda que el concierto derrochó
calidad y, sobre todo, preparó los ánimos para
las barbaridades que llegarían tan sólo unos
minutos más tarde por obra y gracia de Michael Brecker
y su Quindectet.
Arturo Mora Rioja