"El saxofón es el gran piporro musical que se fuma
soplando por fuera. A los tocadores de saxofón había que preguntarles: ¿Se
traga usted la música? Claro que ellos nos contestarían: ‘El que se la traga
es usted’." La arrebatadora prosa de Ramón Gómez de la Serna describe
con ingenio y gran fuerza evocadora una música que, en los años veinte y
treinta del pasado siglo, era la verdadera banda sonora de la época, música
popular por excelencia, como lo fue el rock and roll en los años
cincuenta y sesenta. El jazz, que combinaba el carácter folclórico con la
complejidad armónica y rítmica, fue recibido en Europa como un soplo de aire
fresco por cierta intelectualidad sumamente abierta a las nuevas propuestas.
Sin embargo, no debemos engañarnos: pese al entusiasmo que
por él profesaban personalidades tan destacadas como Igor Stravinsky o el
propio Gómez de la Serna, en Europa el jazz -y la música negra en general- fue
en gran medida objeto de numerosos malentendidos (1). En aquella época, el jazz
era contemplado en el viejo continente como un universo exótico dotado de un
misterioso atractivo, visión generadora de tópicos que tardaron largo tiempo
en desaparecer. Es necesario tener en cuenta que por aquel entonces, los
ejemplos de jazz que lograban cruzar el charco eran muy escasos: en su mayoría
se limitaba a grupos que realizaban la gira en verano de los casinos (Santander,
San Sebastián o Biarritz) y a algunos conciertos que se organizaban en grandes
ciudades como París o Londres. Por ello, no es de extrañar que la figura de
Josephine Baker (y La revue nègre, que la dio a conocer) se asociase con
el jazz cuando guardaba muy poca relación con él. Lo que no quita que
existiesen ejemplos de pintores que supieron plasmar de modo notable el jazz en
sus obras, caso de Fernand Léger, Piet Mondrian con sus Broadway
Boogie-Woogie (1942-43), Paul Colin y su Tumulte noir (1927) -aunque
cayera en el exotismo- o Henri Matisse, con su serie de 20 grabados Jazz
(1942-43).
No ocurría lo mismo en la tierra que lo vio nacer, Estados
Unidos, donde los prejuicios raciales tardaron mucho en permitir una verdadera
apreciación de esta música por parte de la élite culta. Allí era considerada
como un género popular, primero exclusivamente negro -los discos llevaban
entonces la etiqueta de "race records" (2)- y más tarde, en los años
treinta, como música de baile, consumida tanto por negros como por blancos
aunque, claro está, cada uno en su "rincón". Los intelectuales
estadounidenses blancos (la diferenciación racial puede parecer excesiva pero
es fundamental) mostraban, no ya desconocimiento, sino verdadero desdén por una
música que estaba asociada con la época de la esclavitud. La excepción puede
encontrarse en escritores como Francis Scott-Fitzgerald cuyas obras Relatos
de la era del Jazz (1922) o El Gran Gatsby (1925) tienen como telón
de fondo la música negro-americana, pero guardando una distancia
"prudencial" con esa "otra" realidad. También cabe citar a
compositores de música sinfónica como Aaron Copland, Charles Ives y George
Gershwin que integraron en sus obras elementos de los distintos folclores
estadounidenses, tal y como hicieron los románticos y posrománticos europeos
con las tradiciones del viejo continente. El caso de Gershwin es especialmente
interesante, puesto que no sólo compuso obras sinfónicas o clásicas (3) sino
que produjo asimismo una enorme cantidad de canciones populares que han sido
retomadas innumerables veces por los músicos de jazz, en lo que puede
considerarse un fenómeno de "ida y vuelta" (4). El cine, nuevo medio
de expresión artística, trataba a los músicos negros poco menos que como
bufones y su presencia no dejó de ser testimonial (5).
Pero en aquella época existía una incipiente
intelectualidad negra que sí promovió, utilizó y dignificó la herencia
cultural de su raza. Ya a finales del siglo XIX, Paul Laurence Dunbar fue uno de
los primeros poetas en inspirarse de los espirituales y de los blues. Y en los
años veinte, a consecuencia de la importante emigración de población negra a
Nueva York, nació el movimiento del "Renacimiento de Harlem". Con la
participación de Estados Unidos en la I Guerra Mundial, la necesidad de mano de
obra en las grandes capitales del Norte industrial se incrementó de forma
considerable, lo que provocó la llegada masiva de negros procedentes del
depauperado Sur. Así, se calcula que hacia 1923 más de 300.000 habían
emigrado a Nueva York, de los cuales más de la mitad se establecieron en el
distrito de Harlem. Entre ellos había algunos con un buen nivel de estudios e
inquietudes culturales y políticas que, visto que les estaban vedadas las
posibilidades de divulgar sus obras, decidieron organizarse por su cuenta:
surgieron de este modo periódicos como The Crisis y Opportunity,
pequeñas editoriales así como teatros y centros culturales que hoy
calificaríamos como "alternativos".
Entre los escritores adscritos al "Renacimiento de
Harlem" destacan el poeta y escritor Claude McKay (autor de una importante
novela Home to Harlem, 1928) y el poeta Langston Hughes, que en sus obras
describió la vida de los barrios marginales, sin trampa ni cartón, lo que le
valió la crítica de la burguesía negra que prefería un retrato más
"respetable" de los miembros de su raza. A lo que Hughes respondió:
"Dejemos que el estrépito de los grupos de jazz negros y el rugido de la
voz de Bessie Smith cantando blues penetre en los cerrados oídos de los
cuasi-intelectuales negros hasta que logren escuchar y, tal vez,
comprender". Entre sus obras cabe citar The Weary Blues (Los
blues tristes, 1926), que reúne sus primeros poemas, de notable fuerza
expresiva y fuertemente enraizados en la tradición musical afroamericana.
Dentro de este movimiento también hay que reseñar a pintores como William H.
Johnson (Swing Low, Sweet Chariot o Jitterburg Dancers, 1941-42),
Loïs Mailou Jones (Les fétiches, 1938) y Aaron Douglas quienes,
combinando el modernismo y el cubismo con fuertes influencias africanas,
retrataron el devenir de su entorno.
Los años cuarenta supusieron un punto de inflexión en la
historia del jazz. La aparición del be-bop, que amplió los límites armónicos
y supuso un importante cambio en la acentuación rítmica, marcó el inicio de
la transformación del jazz de un género de baile, popular, a una música
culta. Sin embargo, se trató de un cambio progresivo. Durante los años
cincuenta y la primera mitad de los sesenta el jazz siguió siendo una música
mayoritaria, aunque perdió poco a poco esa posición en favor del rhythm and
blues primero y, posteriormente, del rock and roll.
Este cambio de "status" permitió que se
multiplicasen los intercambios y el cruce de influencias entre el jazz y las
demás disciplinas artísticas. Entre los primeros defensores de las nuevas
tendencias del jazz figuraban los escritores de la "generación beat".
Tanto Jack Kerouac, como Neal Cassidy y Allen Ginsberg reflejaron en sus textos
su devoción por esta música y transmitieron este interés a un importante
número de universitarios. Dos de las novelas de Kerouac, Los subterráneos
(1958) y la célebre En el camino (1948), tienen al jazz y a sus
músicos como uno de sus ingredientes esenciales.
Garitos cargados de humo y de alcohol, hermosas mujeres fatales,
hampones y almas bohemias: la geografía del jazz ha sido recorrida abundantes
veces por la novela y el cine negros, los cuales, a su vez, han fomentado la
idealización de este mito. Por citar tan sólo algunos ejemplos, los libros de
Chester Himes (El gran sueño dorado, 1959), Walter Mosley (Blues de
los sueños rotos, 1996) o James Ellroy (Jazz Blanco, 1992, La
Dalia Negra, 1987 o L.A. Confidencial, 1990), están cargados de
referencias al jazz y a la música negra.
El cine ha multiplicado aún más las referencias al jazz
(algo evidente al poder contar con el soporte sonoro), si bien las más veces
utilizadas como mero elemento decorativo. Pocas son las películas que hayan
tomado el jazz como tema central y lo hayan tratado con justicia: Bird
(Clint Eastwood, 1988), retrato notable, aunque un tanto tremendista, de la vida
de Charlie Parker, y Alrededor de medianoche (Bertrand Tavernier, 1988),
que narra la relación entre un saxofonista americano (excelentemente
interpretado por el músico Dexter Gordon) y un admirador francés, figuran
entre las más logradas (6). Capítulo aparte merecen las bandas sonoras con
presencia del jazz, pero la abundancia de ejemplos es tal (7) que se sale de los
propósitos del presente artículo.
La participación de Estados Unidos en la II Guerra Mundial
multiplicó la difusión del jazz en Europa. El Estado Mayor norteamericano
promovió la grabación de los célebres "V-discs" (Victory Discs) y
las giras de músicos de jazz para mantener alta la moral de las tropas. De este
modo, esta música se extendió con rapidez, primero en Francia, Gran Bretaña,
Bélgica y Holanda y, más tarde, en otros países. Tras el conflicto, ya se
había creado un activo núcleo de aficionados que impulsó la creación de
revistas, la organización de conciertos y la distribución de discos. Todo ello
redundó en un mayor presencia del jazz en las demás artes y en una
apreciación más fidedigna (8).
Desde entonces, la presencia del jazz en las artes plásticas
ha sido muy abundante, no sólo en "persona" sino también en
"espíritu": la improvisación del jazz puede claramente relacionarse
con el action painting de Jackson Pollock, cuya pintura White Light
figura en la portada del disco Free Jazz (1960, Atlantic) de Ornette
Coleman, manifiesto del jazz de vanguardia de los años sesenta. La utilización
de obras pictóricas en discos de jazz es bastante frecuente: para no abrumar
con multitud de ejemplos tan sólo citaremos a Leonard Fujita (Time Out
de Dave Brubeck, 1959 Columbia) o a Andy Warhol, a quien el sello Blue Note
encargó la ilustración de diversos discos (The Congregation, 1957, de
Johnny Griffin, Introducing Kenny Burrell, 1956, o Blue Lights,
1958, de Kenny Burrell). Blue Note se significó precisamente por la
importancia que daba a su línea gráfica. Los diseños de Reid Miles (con su
fantástica utilización de la tipografía) y las fotografías de Francis Wolff
han marcado una época y han sido objeto de numerosas imitaciones. Las
carátulas de discos de jazz han reflejado con bastante fidelidad las sucesivas
tendencias imperantes en el arte de vanguardia, a la vez que pueden contemplarse
como los espejos de la evolución de esta música.
En la actualidad, el jazz, al igual que la industria de la
música en general, sufre una crisis económica, que no creativa. Sin embargo,
la falta de una corriente principal que marque el camino puede hacer creer que
el jazz vive un mal momento. El jazz está hoy dividido en múltiples estilos,
muchos de ellos fronterizos con otras músicas, lo que hace que su relación con
otras formas artísticas sea bastante difusa. Lo que no impide que su impronta
se deje sentir en numerosos campos y que se haya asentado como un elemento
fundamental de la cultura del siglo XXI.
1. La cita que abre este texto proviene del capítulo que
Gómez de la Serna dedica al "Jazzbandismo" en su célebre obra Ismos
(1930). En dicho apartado, Ramón demuestra una falta de conocimiento bastante
clara de esta música (lo que no ocurre con los demás temas abordados),
señalando a Jack Hylton, un mediocre pianista y director de orquesta inglés,
como "uno de los mejores jazz de Norteamérica" (sic).
2. "Race", "raza", era el eufemismo que
se utilizaba para "negro".
3. De ellas, las más célebres y con mayores elementos
negros son Rhapsody in Blue (1924) y la ópera Porgy & Bess
(1935).
4. Mención aparte merece Scott Joplin compositor negro,
célebre por sus ragtimes (todos recordarán la banda sonora de la
película El golpe, 1973) pero también autor de un ballet y dos óperas
(The Guest of Honor, 1903, y Treemonisha, 1911).
5. Paradigma de ello es la primera película sonora, El
cantor de jazz (Alan Crosland, 1927), protagonizada por un blanco con la
cara pintada de negro, a modo de los minstrels (artistas itinerantes) del
siglo XIX:
6. Los ejemplos son, claro está, mucho más abundantes en el
cine documental. Citaremos tan sólo los siguientes: Jammin’ the Blues (Gjon
Mili, 1944), Jazz on a Summer’s Day (Bert Stern, 1958), Let’s Get
Lost (Bruce Weber, 1989, dedicado a Chet Baker) y Straight, No Chaser (Charlotte
Zwerin, 1989) maravilloso retrato de Thelonious Monk.
7. En su edición de 1981, el libro Jazz in the Movies. A
Guide to Jazz Musicians citaba más de 2.500 ejemplos, pese a que hacía
referencia, en gran medida, únicamente a las obras producidas o conocidas en
Estados Unidos. Sí merece la pena citar algunas películas con bandas
sonoras originales de jazz, como Ascensor para el cadalso (1957, Louis
Malle) con música de Miles Davis, Anatomía de un asesinato (1959, Otto
Preminger) a cargo de Duke Ellington, Shadows (John Casavettes, 1961) con
improvisaciones de Charles Mingus o la maravillosa música compuesta por Ornette
Coleman para Chappaqua y cuyo director Conrad Rooks prefirió sustituir
por una nueva a cargo de Ravi Shankar.
8. Los artículos de Boris Vian publicados en la revista Jazz
Hot (reunidos en Escritos sobre jazz) son ejemplares al respecto y
han creado escuela. Pero el jazz está presente en la mayoría de sus obras, con
constantes guiños y referencias, de las cuales destacaremos su novela La
espuma de los días (1947). Tampoco podemos olvidar a Julio Cortázar,
argentino exiliado en París, en especial por su célebre novela Rayuela
(1963) y su magnífico cuento El perseguidor (1959) donde retrata a
Charlie Parker.