Comentario: “No es
más chulo porque no entrena”. Señores, he
aquí a alguien que a buen seguro sí entrena: James
Carter. Embutido en un vistoso traje blanco de cuadros, con
una fotografía suya proyectada al fondo del escenario
y tras casi media hora de retraso el excelente saxofonista hizo
acto de presencia junto a sus compañeros Gerard Gibbs
y un excelente Eli Fountain que sustituía al anunciado
Leonard King.
El precioso tenor plateado de Carter arrancó las primeras
notas del Rouge de John Lewis, ofreciendo una excepcional
demostración de técnica al servicio del swing,
la intención y el buen gusto. El de Detroit demostró
un dominio del sistema respiratorio que dejó completamente
anonadado al público asistente, además de un
profundo conocimiento del lenguaje jazzístico. Conocimiento
que también se hizo notar en el organista Gerard Gibbs,
todo un maestro en el difícil arte del Hammond B-3.
Tras la ortodoxia inicial, la balada Misterio sirvió
para presentar el lado macarra del saxofonista, profiriendo
todo tipo de sonidos percusivos, esta vez al soprano. El largo
desarrollo de los temas permitía realizar largos solos
y un sinfín de interludios. En este caso Carter utilizó
el tradicional sistema de pregunta y respuesta con el organista
para que su saxo dialogara con naturalidad. Uno de los momentos
álgidos de la noche sucedió cuando sostuvo una
nota ininterrumpidamente durante varios minutos mientras los
acordes se iban sucediendo a su alrededor. El líder
demostraba un dominio insultante de sus vientos, abarcando
una amplísima tesitura y encontrando sonidos más
allá de lo habitual.
El problema es que lo bueno deja de serlo cuando se abusa
de ello, y a partir de ese momento el concierto comenzó
a ser musicalmente predecible y a basarse en demasiada medida
en los artificios técnicos y las divertidas concesiones
a la galería. El Walking the Dog de Joe McDuff tocado
en shuffle vino precedido de otra introducción en la
que el soprano emitía sonidos guturales, a modo de
conversación entre humanos, y Carter estuvo peleando
durante todo su solo con la lengüeta de, esta vez, su
saxo alto. En cierto momento decidió arrancar dicha
lengüeta y tirarla al suelo con descaro. Poco elegante
el detalle del músico, que aprovechaba los solos de
sus compañeros para limpiar las impurezas de sus vientos
¡con un billete de dólar! Como veníamos
diciendo, más chulo no podía ser. La música
seguía discurriendo entre los solos melódicos
y trabajados de Gibbs y el soberbio trabajo de Eli Fountain,
que escuchaba a sus compañeros como nadie y era capaz
de variar entre un sutil acompañamiento en las baladas
y el groove más rockero en los temas más cercanos
al funk de los setenta (que los hubo).
Pero para entonces Carter estaba más pendiente de
cómo complacer al respetable con sus macarradas que
de hacer música. Soplidos sin obtener sonido, armónicos,
ruidos, bocados. Todo lo que hiciera falta con tal de tener
contenta a la parroquia. Ateniéndonos al término
anglosajón, James Carter estuvo mucho más cerca
del papel de entretenedor (“entertainer”) que
del de artista. Y fue una pena. Casi dos horas de concierto
donde la calidad brotó a borbotones, pero que sin duda
podían haber dado más nueces y mucho menos ruido.