Comentario: A veces uno
no sabe si la controversia que envuelve a ciertas figuras es
fidedigna o si sólo se trata de calculados embistes
comerciales. Keith Jarrett no aclaró demasiado al respecto
en su madrileña aparición por el Teatro Real. El pianista pisó las tablas calzándose unas gafas
de sol redondas a lo John Lennon y dedicó un buen rato
a la correcta colocación de su banqueta, ante el asombro
del público asistente. Por fortuna ésas fueron las únicas
excentricidades notables, quizá más dirigidas a alimentar
la leyenda que a escandalizar.
A partir de ahí sólo hubo música, y de
la buena. Las figuras majestuosas de los tres veteranos
jazzmen
llenaron con su presencia y su arte el enorme escenario del
Real, buscando continuamente la interacción, la melodía
y la belleza, y en muchos casos encontrándola. El maestro
Jarrett tocaba a veces sentado y a veces de pie, flexionado
sobre sus rodillas a modo de reverencia ante ese piano que tanto
le ha dado y con el que tanto nos ha dado. El septuagenario
Gary Peacock, contrabajista de sonido pastoso, demostró
una forma física envidiable, si bien fue el menos acertado
de los tres. En cuanto a Jack DeJohnette, su capacidad de escucha
y reacción impresionó como nunca. El de Chicago,
en sillín con respaldo, consiguió en varios momentos
trazar líneas paralelas a las de sus compañeros,
reaccionando de forma inmediata a los estímulos provinientes de aquellos.
Siempre en busca de la belleza, los tres músicos obviaron
procedimientos habituales en la interpretación jazzística.
Para ellos apenas hay nada preconcebido, la música surge
en el momento y fluye de forma natural. En el primer pase del
concierto se metieron al público en el bolsillo con un
animado "Billie's Bounce", si bien fue en las baladas
donde su acercamiento al detalle les hizo acreedores de ovaciones
más sentidas. En el segundo pase fue un memorable solo
de Peacock sobre "Someday My Prince Will Come" el
que levantó mayores aplausos. Lo peor de la noche fue,
sin duda, el sonido. Una pena que en un recinto de acústica
tan poderosa la amplificación estuviera tan poco compensada,
escuchándose en exceso la batería (de no haber estado DeJohnette
a las baquetas el concierto podría haberse vuelto insoportable).
El buen jazz presente, el hecho de estar frente a un trío
histórico, la sensación de exclusividad que otorga
el recinto del Real y el alto precio de las entradas propició
un final de escándalo, con un enfervorizado público
aplaudiendo en pie a sus ídolos. Hasta seis saludos
y tres bises, en los que el trío abarcó el camino
entre el be-bop y el minimalismo, cerraron una gran noche.
Jarrett deleitó con su técnica depurada y su capacidad
melódica, y el trío demostró una conjunción
envidiable. La controversia quedó en segundo plano
y la música triunfó. Como debe ser.