Comentario: Muchas veces
los programadores de festivales y clubes pecan de comedidos.
Creyendo esgrimir argumentos simples (simplistas, en realidad)
según los cuales hay una relación directa entre
la dulzura de la música y el
número de asistentes a la sala, edulcoran las programaciones hasta límites insospechados. Eso no es,
por fortuna, problema en el
Johnny,
como se ha demostrado en ocasiones anteriores. Esta vez la
recompensa ha consistido en una grada casi abarrotada para ver
un homenaje al icono del free jazz Albert Ayler. Casi nada.
El honor correspondía a Marc Ribot y su Unidad Espiritual
("Spiritual Unity"), cuarteto que cuenta con la presencia
de Henry Grimes, ni más ni menos que contrabajista del
propio Albert Ayler. La propuesta garantizaba sinceridad y vitalidad
a partes iguales, y así fue. Enzarzados en una interpretación
inicial de más de media hora, los músicos mezclaban
majestuosidad con melancolía en los pasajes lentos, gracias
a la estridencia con que Ribot arrancaba notas de su guitarra,
a la poco ortodoxa técnica de arco alemán de Grimes
y al dramatismo derivado de las frases de Roy Campbell. Los
momentos rápidos eran más fácilmente identificables
con el concepto de free jazz de Ornette Coleman, pero el sonido
Ayler surgía especialmente en los aparentemente desorganizados
fragmentos de fanfarria, definidos por el contraste entre misticismo
y festividad.
Chad Taylor era el batería perfecto para la ocasión,
atribuyéndose la difícil labor de dar cohesión
a los discursos de sus compañeros, para lo que hizo uso
de numerosos elementos percusivos con los que subrayar los pasajes
más intimistas. En momentos más ruidosos llegó
a apoyarse en ritmos de rock, aunque nunca recurrió
al artificio. Ribot a veces improvisaba en el mismo contexto
que su sección rítmica, en otras ocasiones doblaba
o subdividía el tiempo creando dos niveles distintos,
o bien se atrevía directamente con motivos polirrítmicos.
Siempre sentado, el de Nueva Jersey utilizó tanto el
sonido limpio de sus cuerdas como la distorsión, ayudándose
de los acoples de su amplificador y hasta de un
e-bow con el
que obtenía timbres chillones que acentuaban la intensidad
de sus intervenciones. Roy Campbell, en un papel completamente
distinto, buscaba constantemente la línea melódica
imposible, dejándose llevar por sus compañeros
y añadiendo tensiones al conjunto, mientras Henry Grimes
alternaba arco y pizzicato en sus frenéticos acompañamientos,
demostrando una intuición fuera de serie. Era curioso
escuchar a los cuatro músicos entregados al mismo proyecto
artístico, si bien representando cuatro roles diferentes
directamente asociados a sus cuatro personalidades musicales.
El espíritu de Albert Ayler parecía apropiarse
del escenario del Johnny por momentos. Campbell aportaba
misterio al fiscorno, especialmente en un devaneo casi sin acompañamiento
donde utilizó referencias melódicas de tintes
flamencos. Con su pequeña trompeta de bolsillo,
el californiano evocó sonoridades lejanas, como de otro
mundo, sustentado en un acompañamiento de timbres étnicos.
Ribot extraía música de su guitarra sin importarle
la legitimidad de la técnica utilizada, y cuando el concierto
comenzaba a resultar demasiado denso, llegó a su fin.
El bis de rigor y la despedida de los cuatro
jazzmen
engalanada por los aplausos del respetable. Buena tarde
para amantes del jazz, la música y la expresión
artística en general. Y lo mejor de todo: aún
quedan otros tres conciertos en este XXV Festival del San Juan
Evangelista.