Comentario: La primera gran noche del Festival de Vitoria se cerraba con un candidato, a priori, a concierto del festival (y eso que unos minutos antes el cuarteto de Wayne Shorter había situado el listón a niveles estratosféricos). Contemplar a una figura histórica como Herbie Hancock con una banda que daba miedo y tras haber ganado dos Grammies aventuraba una buena noche de música. La figura del pianista en el centro del escenario sobre su Steinway gran cola era impresionante, más aún gracias a su acusado sentido del show, que le forzó a utilizar el micrófono ya desde antes de que la música comenzara a sonar (y de forma bastante innecesaria a medida el concierto avanzaba).
Los buenos augurios se confirmaron con el primer tema, el instrumental “Actual Proof”, con un solo de Hancock lleno de desarrollos motívicos de tres notas rítmicamente desplazadas marca de la casa. La sección rítmica conformada por Vinnie Colaiuta y Dave Holland (desaprovechado al bajo eléctrico) afincaba el sonido de la banda con suma precisión. Fue un espejismo. Para interpretar “River” (tema que da título al último trabajo del pianista) aparecieron sobre el escenario las dos cantantes, una rubia (Sonya Kitchell) y una negra (Amy Keys), de evidente atractivo físico. Y encima saben cantar (el comentario sexista y de mal gusto no es mío, lo hizo el propio Herbie Hancock al presentarlas). Musicalmente el cambio de contexto fue radical. ¿Mejor? ¿Peor? Para gustos los colores, se podría pensar. La incógnita quedó resuelta en la interpretación de “All I Want”. Sonya Kitchell se empeñó en forzar un registro grave à la Diana Krall, pero sin afinar. No llegaba a las notas, se alejaba el micrófono en la tesitura más aguda (como hacían los malos cantantes de heavy metal de los años ochenta) y llegó a emitir un sonoro gallo. Daba pena ver a esa sección rítmica de ensueño acompañando semejante farsa.
El repertorio avanzaba con temas de River: The Joni Letters y el anterior Possibilities, con Herbie gustándose al micrófono y Lionel Loueke más que defendiéndose en contexto bluesero con guitarra eléctrica con distorsión. El de Benín se sumó al espectáculo utilizando recursos pirotécnicos como el tapping, y a la música aportando “Seven Teens”, un complejo instrumental en 17/4 donde sí se aprovechó el nivel de los músicos. En este caso lo curioso fue el contraste entre la naturalidad con que improvisaba el saxofonista Chris Potter (habituado a las métricas extrañas en el quinteto de Dave Holland) y las dificultades con que navegó Hancock en su solo, apoyándose continuamente en su mano izquierda, tirando de patrones y sin dejar de contar.
Por fortuna llegó el momento de la noche, aquel que valió por todo el concierto, y que con suerte quedará por mucho tiempo en la retina de los asistentes: Dave Holland a contrabajo solo. Cuántas veces habremos disfrutado de su magia en directo, y nunca deja de avanzar ni de sorprendernos. El inglés llevó al extremo sus habituales exploraciones modales, sin tocar de memoria, sin tirar de licks aprendidos, asumiendo riesgos, hablando a través de su instrumento e introduciendo en su discurso fraseos de tinte flamenco, a buen seguro influenciado por sus recientes experiencias con el grupo de Pepe Habichuela. Holland utilizó con intención y sentimiento la técnica de slide para conducir líneas melódicas, y demostró ser todo un maestro, un músico superlativo que no se duerme en los laureles. A pesar de lo que le rodeaba esa noche.
Tras el subidón el bajón, a modo de exploración impresionista a piano solo, para adentrarnos en la parte final del concierto, donde el despropósito y la falta de riesgo llegaron a cotas inimaginables. El “Footprints” de Wayne Shorter (más de uno esperaba que el saxofonista se uniera a la banda de Hancock; con un poco de suerte huyó despavorido tras acabar su propio concierto) careció de interés, más allá de lo que cada solista aportaba en su propia intervención y de la riqueza rítmica de Colaiuta y Holland (que superpuso figuras en 4/4 sobre el 3/4 del tema). Incluso Potter y Hancock no consiguieron entrar a la melodía a la vez. Amy Keys volvió al escenario para cantar “A Song For You” y Lionel Loueke tuvo su momento de gloria, cantando y tocando su Godin de cuerdas de nylon mientras aprovechaba las posibilidades del pedal de loop (algo a lo que nos tiene más que acostumbrados Richard Bona, y que ya utilizara Jaco Pastorius a finales de los setenta). Para finalizar, ni más ni menos que un tópico “Cantaloupe Island” donde Hancock parecía imitar a los que llevan treinta años imitándole. Al desperdicio de contemplar a Colaiuta y Holland en semejante contexto se sumaron los problemas técnicos del micrófono de Chris Potter. A todo esto tanto el grueso del concierto como esta parte final encantó al público (al que se quedó sentado, que gran parte ya había desertado y otros muchos estábamos cerca de la salida, por lo que pudiera pasar).
Los ilusos que aún pensábamos en un bis potente tuvimos que ver a Hancock con el teclado colgado del cuello interpretando “Chameleon”, haciendo bailar al (se supone) respetable y cosechando éxito de público, que no de música. Lamentable espectáculo el de uno de los grandes de la historia del jazz que se está dedicando a vivir de las rentas y la aclamación popular, algo desagradablemente habitual en los últimos tiempos. Es el momento de reivindicar la escena neyorquina, a las nuevas bandas de jazz europeo o a los clásicos que siguen mirando hacia delante, que por fortuna haberlos haylos.