Comentario: “Mujeres en el jazz”. Esa innecesaria manía del festival de jazz de Vitoria de unificar (muchas veces de cualquier manera) los programas dobles puede volverse muy desagradable. Epígrafes como “la noche electrónica”, “50 años de bossa-nova” o el justificadamente comercial “noche Verve” dan un aire de parque temático al festival cuyo beneficio es difícil de demostrar. Aun así, el hecho de subtitular un cartel compuesto por dos mujeres liderando sus grupos como “mujeres en el jazz” es de un reduccionismo lamentable, sin contar con la perniciosa imagen de la mujer en el jazz que proyecta. No me cabe duda que no hay ninguna intencionalidad maliciosa por parte del festival, pero el hecho es que a estas alturas no es necesario plantear esta etiqueta; que un par de mujeres se dediquen al jazz e incluso lideren sus propios grupos no es un acontecimiento, sino algo completamente habitual, y así debe ser tratado.
El programa doble del jueves 17 era muy interesante, a pesar
de lo diferente de ambas propuestas. En primer lugar actuó
la Maria Schneider Orchestra (denominada “Big Band”
en el programa), que prometía uno de los grandes conciertos
del festival. Esto no es casualidad si tenemos en cuenta que
presentaba su última grabación, Sky Blue,
que es indudablemente uno de los mejores discos de 2007 y
una de las mejores grabaciones orquestales que ha visto el
jazz en décadas.
Con una formación que quitaba el hipo, la Schneider
y los suyos salieron a matar, sofisticadamente, pero sin dar
tregua al espectador. Desde el hímnico “The Pretty
Road” (que abre también Sky Blue), con
una Ingrid Jensen soberbia aguantando una intervención
solista de casi diez minutos sin pestañear, hasta el
cierre del concierto con “Rich’s Piece”
(protagonizada por el siempre interesante Rich Perry), la
orquesta mantuvo al público en un trance intenso y
subyugador.
Aunque la intervención del acordeonista Toninho Ferragutti
no fue todo lo afortunada que uno quisiera, cualquier momento
de duda quedó reducido por unas composiciones y arreglos
maravillosos que envolvían y elevaban los fantásticos
solos de Scott Robinson (al barítono, con un tono sedoso
a la Mulligan), Ben Monder (que quedó ligeramente
tapado por la orquesta, debido a la ecualización de
su guitarra), y sobre todo los absolutamente fantásticos
Steve Wilson, Frank Kimbrough y Donny McCaslin.
Maria Schneider, con su pluma prodigiosa y su dirección
delicadamente firme, nos regaló a todos una noche inolvidable;
algo más de una hora de absoluta delicatesen acústica
imposible de explicar con palabras.
La veterana Cassandra Wilson fue la encargada de cerrar la noche, decisión tomada, probablemente, en base a la inseguridad comercial que transmitia la Schneider. En cualquier caso, Wilson se enfrentaba a una tarea dura ya que, a pesar de la entrega del público vitoriano, la cantante ha dejado un ligero halo de aburrimiento tras de sí en más de un concierto.
Su último disco, Loverly, es una de las mejores
grabaciones de una carrera a caballo entre lo ecléctico
y lo errático, marcada por la búsqueda de algo
no muy definido entre la realización artística
y el éxito comercial. Por si fuera poco, el pianista
que la acompaña en Loverly es ni más
ni menos que Jason Moran, figura que devora el interés
del oyente por momentos y que parece irremplazable a la hora
de enfrentarse al directo.
Así que, con una actitud, carácter y planteamiento
musical muy diferente al de su última actuación
en el festival (en 2005), Cassandra Wilson subió al
escenario arropada por una banda aparentemente menos consistente
que entonces. A pesar de la presencia de Reginald Veal y Herlin
Riley, rítmica sólida donde las haya, la falta
de una figura de tanto peso como Brandon Ross y la imposible
sustitución de Moran auguraban un concierto fallido.
El recurrente “Caravan” dio el pistoletazo de
salida y la cosa parecía funcionar más o menos.
Marvin Sewell, director musical del grupo de Wilson desde
hace años, se veía perjudicado por un sonido
rasposo y un tanto descontrolado, y la voz de Cassandra estaba
tan bien como siempre. Y ahí estaba el problema: como
siempre. Ni mejor ni peor.
Pero de entre aquella música, entretenida pero intrascendente, emergían unas notas chispeantes que animaban el oído. Tras un “St. James Infirmary” y un “Black Orpheus” muy interesantes, la sospecha se confirmó. El pianista, que llevaba la cruz de cubrir el puesto de Moran, hizo una intro antes de “Sweet Lorraine” que quitaba el sentido. ¿Quién demonios es ese tipo? ¡Pero si es un crío!
Aquel joven de Nueva Orleans se llama Jonathan Baptiste, y
toca con una facilidad y un gusto insultantes. Como muchos
de los pianistas de su ciudad, viene de la tradición
clásica americana y puede evocar a Teddy Wilson y a
Erroll Garner en una sola frase, pasando por la técnica
y la modernidad neoclásica de un (para él clásico,
en cierto modo) Marcus Roberts.
A partir de ese momento, casi no escuchamos nada más.
Solo un buen concierto de Cassandra Wilson con un gran pianista
que dará mucho que hablar. Todo lo demás bien,
buen repertorio, bien interpretado, afrontado con gracia y
aderezado por la maravillosa voz de la líder. Pero
fantástico, lo que es fantástico: Jonathan Baptiste.
Tomen nota.
© 2008 Yahvé M. de la Cavada