Comentario: Miedo daba a priori este all-star de bajistas. Con el único acompañamiento de teclados y batería (discretos, además, durante todo el concierto), escuchar a tres de los más destacados representantes de un instrumento cuya función principal no es, ni de lejos, la de solista, presagiaba un peligroso trío de monólogos con atlética competición incluída. No nos engañemos, la actuación de SMV en la madrileña discoteca Joy Eslava no pasará a los anales de la historia del arte improvisado, pero dejó un buen sabor de boca más allá de la curiosidad técnica. Al menos echaron pocas carreras e intentaron hacer música, y eso ya era más de lo que algunos esperaban.
En un ambiente más propio de conciertos de rock, y como no podía ser de otra forma, todo empezó con una estruendosa nota grave acompañada de un fogonazo de luz. Los primeros veinte minutos sí obedecieron a los temores iniciales: las intervenciones pirotécnicas se sucedieron en forma de master class. Por fortuna sólo se trató de una tarjeta de presentación por parte de los tres mosqueteros del bajo eléctrico. Después apareció Victor Wooten con su número a bajo solo y heló la sangre a los asistentes. Con un concepto melódico muy superior al de sus compañeros (especialmente en lo relativo al uso de dinámicas) y un derroche técnico insuperable, el Flecktone fue el más empeñado en dotar de cohesión al producto.
Era curioso observar la historia viva del bajo eléctrico encarnada en tres artistas pertenecientes a tres generaciones diferentes. El abuelo, Stanley Clarke, inventó parte de lo que hoy en día constituye el lenguaje y algunos de los recursos habituales del instrumento. En la cita madrileña fue el más previsible de los tres. Marcus Miller, en el centro del escenario, marcó parte del camino a seguir en los años ochenta. Sobre las tablas demostró capacidad de liderazgo, pegada, empatía con el público y un sonido increíble por lo potente y lo preciso. Victor Wooten, el más joven, no ha inventado nada más allá de pequeñas aportaciones técnicas (su uso del pulgar haciendo slap en ambos sentidos, por ejemplo), pero demostró con creces ser el más completo. A su sonido cálido y compensado añadió el uso de pedal de distorsión.
En un espectáculo bien diseñado, todo el mundo respetó el espacio de los demás, asumiendo su rol en cada tema y afrontando encendidos diálogos en momentos concretos. Miller sopló su clarinete bajo en “Tutu” y Clarke dejó anonadado al público con su contrabajo en una rápida sucesión de líneas, pseudo-acordes y rasgueos guitarrísticos para cuya ejecución se ayudó de la escasa distancia del mástil a las cuerdas. Suyo fue el obligado bis; como no podía ser de otra forma, “School Days” cerró la actuación a modo de jam session con gran derroche de técnica e imaginación por parte de las tres figuras. Buen show, tan predecible como bien organizado, y buena respuesta popular.