Con casi media hora de retraso y tras una incómoda cola comenzó el concierto de la Orquesta F.O.C.O. que cerraba la edición de 2009 del Festival Hurta Cordel. En el Patio 2 de La Casa Encendida, donde se organizó el recital, los protagonistas a priori fueron el frío y la pobre calidad de sonido que impedía la clara apreciación de los timbres de los instrumentos, que se escuchaban con sensación de lejanía, y también de las palabras de los poemas recitados.
Una pena, porque el espectáculo era digno de interés. A medio camino entre el jazz, la música clásica contemporánea y la libre improvisación sin más etiquetas, más de treinta artistas poblaron el escenario en un despliegue de imaginación y espontaneidad que contentó sobremanera a un público que, en algunos casos, repetía visita. No tan buenos fueron los augurios, no obstante, en el primer tema, una especie de escenografía de una pesadilla donde los músicos aún buscaban su sitio, las deficiencias de sonido eran más acuciantes y la ausencia de pulso rítmico hacía la música difícil de digerir. Acompañados de sucesiones de escenas abstractas en el telón trasero, cuatro bailarines se contorsioneaban inspirados por los sonidos, más que danzando haciendo gala de expresión corporal pura. Al final la pieza fue cobrando sentido estructural y explorando curiosas combinaciones tímbricas, para acabar con una obsesiva sucesión de tres notas. Especialmente impactante fue la interpretación de Pedro Mato al theremin, primitivo instrumento electrónico operado por la distancia de las manos del músico a un campo magnético. Su sonido propio de bandas sonoras de películas de terror estuvo bien complementado por el piano y la sección de cuerdas.
El segundo tema aportó fuego escénico, repitiendo compulsivamente un patrón en siete por cuatro, subrayando el trabajo de los cantantes y de cuatro músicos que no sólo destacaron en sus intervenciones individuales y en su conocimiento y desparpajo a la hora de enfrentarse a tamaña composición, sino también en su espontánea faceta de directores de sección dentro de la orquesta. Hablamos del contrabajista Baldo Martínez, su habitual guitarrista Antonio Bravo y los saxofonistas Chefa Alonso y Javier Paxariño. Este último aportó variados coloridos con distintos tipos de flauta. Una tercera pieza donde otro riff obsesivo servía de hilo conductor sirvió para que varios de los intérpretes se expresaran con libertad. Las combinaciones de instrumentos y los cambios de intensidad rompieron la monotonía. Parker dirigía a la banda desde una esquina y los bailarines seguían modelando sus cuerpos al servicio del material audiovisual que se desarrollaba tras ellos.
La propina vino como juego de llamada y respuesta con los asistentes, alguno de los cuales había traido instrumentos musicales, como había solicitado William Parker la noche anterior. A los típicos juegos de una, dos, tres o cuatro notas se sumaron ejercicios de mayor complejidad rítmica. Parker consiguió que el público cantara con naturalidad en una métrica teóricamente compleja: siete por cuatro. Todo ello gracias a un ejercicio que, según contó, le había enseñado Don Cherry: cantar sin interrupción las siete sílabas de la frase “Happy happy kangaroo”. Fin de fiesta merecido para un grupo original y atrevido, con calor en el escenario y en el público en una noche fría, muy fría.