El Johnny no está solo. Lleno absoluto en el San
Juan para celebrar su cuadragésimo aniversario. Al
fondo del escenario un cartel decía, orgulloso: “Medalla
de Oro al mérito en las Bellas Artes 2010 al Club
de música y jazz San Juan Evangelista”. A la
entrada de la sala, recogida de firmas para que el Johnny
sea declarado Bien de Interés Cultural. Se respiraba
unión, se respiraba solidaridad, se respiraba exigencia.
Y se respiró buena, buenísima música.
Avishai Cohen es un jazzman que no necesita presentación.
Virtuoso del contrabajo y protegido de Chick Corea durante
años, sus proyectos en solitario han rayado siempre
a un altísimo nivel, especialmente desde que en ellos
figura el pianista Shai Maestro. Con eso y con todo el recibimiento
fue tan caluroso que Cohen no se lo podía creer.
Un largo y encendido aplauso rodeado de vítores dio
una bienvenida memorable a los tres músicos. Como
respuesta, se dejaron la piel en el escenario para conformar
un también memorable concierto.
La temática musical partía de Seven Seas,
la última grabación del trío. Jazz
acústico asentado en el folclore, con especial querencia
hacia la tradición sefardí. Música
rítmicamente compleja y melódicamente ingenua,
lo que le proporciona un atractivo especial. Fácil
de tararear, difícil de seguir con el pie. Es en
esas métricas excéntricas (el tema que da
título al CD, por ejemplo, está escrito en
siete por cuatro, de ahí el “seven” de
su título) y en los acentos rítmicos desplazados
donde los músicos se recrean y encuentran el sitio
para dirigir sus improvisaciones sin hacerlas evidentes
y sin dejar de sorprender. Es ahí donde los tres
maestros (el pianista, además, de apellido) hacen
gala de una técnica extraordinaria utilizada con
control, con dirección y con sentido. Es ahí
donde el público disfruta con naturalidad de una
expresión artística de altísimo nivel.
Es el jazz del siglo XXI que el San Juan Evangelista sigue
acercándonos concierto tras concierto.
Shai Maestro tocaba con precisión, estilo y pureza,
dejando patentes las diferencias entre distintas velocidades
y niveles de intensidad con claridad y exactitud. En sus
solos se recreaba en tesituras concretas del piano (sin
abusar de arpegios ni escalas), se adornaba con trémolos,
buscaba progresiones exóticas o citaba “A Love
Supreme” en distintos tonos con una sencillez pasmosa.
Amir Bresler parece ser el batería que Cohen llevaba
tiempo buscando. Se mueve como pez en el agua en el intrincado
tejido rítmico de sus composiciones, aporta y recoge
ideas, sabe callar cuando la ocasión lo requiere
y no es nada ruidoso.
De Avishai Cohen poco se puede decir que no esté
dicho ya. Subrayar, en todo caso, lo estratosférico
de su técnica y cómo el tiempo le ha hecho
crecer en madurez y en tablas escénicas. Además
de improvisar con sentido melódico a velocidades
endiabladas y mostrar una afinación prácticamente
perfecta (incluso en la octava más aguda de su instrumento),
Cohen supo empatizar con un público que, además,
le trató como a una estrella desde el principio.
Cantó con mesura, utilizó el contrabajo con
fines percusivos, mostró concentración y se
divirtió muchísimo.
Mediado el concierto Avishai invitó al escenario
a Sandra Carrasco, cantaora flamenca en cuyo CD de próxima
aparición colabora el contrabajista israelí.
Visiblemente nerviosa mientras esperaba su turno, se incorporó
al discurso del trío ofreciendo un cante por seguiriyas
adaptado a métrica ternaria (asesoramiento flamenco
a cargo de Juan José González. Gracias). El
experimento funcionó. La onubense impostó
una voz clara, limpia y bien afinada, pero muy profunda,
muy flamenca. Más aplausos.
El final del concierto rozó la apoteosis. El trío
seguía haciendo de las suyas sin decaer en recursos,
con conocimiento mutuo e inmediata capacidad de reacción
a las sugerencias de cada uno de sus miembros. Además
del obligado tema original, el primer bis incluyó
la dudosa versión a voz y contrabajo de “Alfonsina
y el mar” (muy aplaudida, no obstante, por el respetable)
y un “Vámonos p’al monte” de Eddie
Palmieri donde parte de los asistentes salieron a bailar,
animados por Cohen y sus muchachos. De segundo bis, una
insolente y divertida versión de “Bésame
mucho”.
Y como siempre suele pasar en el San Juan Evangelista (más,
incluso, esta vez), la sensación final fue de gusto,
de sobrecogimiento, de saberse parte de algo especial, de
algo indescriptible. No solo de una historia evidente (40
años, repito), sino del germen de una cultura que
sigue creciendo y que sigue siendo de todos. ¿Todavía
alguien duda que el Johnny es un Bien de Interés
Cultural? Concédanselo. Concédanselo ya.