¡Albricias! Ni la crisis ni la indignación han podido con el Complujazz. Con precios más que populares (5 euros por concierto) y nuevamente en el Museo del Traje (con algo más de fresquito que el año pasado), el festival complutense ha presentado cuatro actuaciones de altura, divididas en dos conciertos. En el primero pudimos disfrutar de un modernismo, el de Javier Vercher, muy asentado en la tradición, y de un clasicismo, el del guitarrista Romane, que no quiere mirar adelante de forma deliberada.
Vercher es uno de los saxofonistas nacionales más prometedores. Residente en Nueva York desde hace años, ya ha colaborado con músicos de primer nivel, ya ha actuado en grandes festivales y ya cuenta con una importante producción discográfica. En esta ocasión venía en el siempre comprometido formato de trío sin piano, guitarra ni otro instrumento armónico que facilite la digestión, si bien la libertad estaba más que asegurada. A pesar de lo arriesgado del formato y de los continuos problemas de sonido en el escenario (una constante a lo largo de todo el ciclo), el show fue un éxito. Los tres músicos dominaban la forma de los temas, aunque la ocultaran al público explícitamente. De ese modo fomentaban la sorpresa y la impredictibilidad. Jorge Rossy se movía como pez en el agua, siendo más importante lo que no tocaba que lo que tocaba. Su batería sonaba rota, incompleta, con mucho silencio. Difícil tarea, por tanto, para el contrabajista Dee Jay Foster, que tuvo un papel central en el discurso del grupo. Su tiempo es soberbio y cohesionó a la banda con decisión y mucho oficio.
Empezaron con “Wish You Were Here”, tema que da título al último CD de Javier Vercher. “Puerto Príncipe” arrancó sin acompañamiento rítmico, aunque el saxofonista dejó claro desde las primeras notas que se trataba de un calipso. Las notas sueltas de contrabajo y batería conformaron una exposición a medio camino entre Sonny Rollins y Ornette Coleman, quizás los dos referentes más claros de esta formación. La música de Thelonious Monk se prestaba al contexto, de modo que el trío abordó el blues “Misterioso”, llevándolo de manera convencional, curiosamente, a mitad del tema. Nuevamente sorpresa, esta vez en el contraste con lo anteriormente escuchado. La banda utilizó muchos silencios en el “Soul Trane” de Tadd Dameron y se recreó en el swing rápido en “Ahí donde vive Joe”. Vercher aprovechó para comentar la próxima aparición de un CD junto al pianista David Kikoski, del que interpretaron la pieza “Form & Meaning”. Para acabar, el “When The Blues Will Leave” de Ornette Coleman. El sonido de Javier Vercher sigue evolucionando año tras año. Sus influencias, antes evidentes, ahora aparecen diluidas en una voz cada vez más personal. No se le debe perder la pista.
Tras lo abstracto lo concreto. Tras lo nuevo lo viejo. Romane es un guitarrista francés afincado en la tradición del jazz manouche y con Django Reinhardt como ídolo, luz y guía. Ese jazz agitanado, como decía un espectador, no es un punto de partida, es el principio y el fin de una propuesta basada en la fidelidad estilística, la improvisación hipermelódica y un virtuosismo aplastante. Romane tiene una chispa especial, un toque folclórico de artesano brillante que da valor a cada una de sus notas. No obstante gustó más Adrien Moignard, su joven acompañante, con técnica más depurada y sonido más claro (quizás la proximidad de su guitarra al micrófono, comparada con la distancia que separaba a este de la guitarra de Romane, tuviera algo que ver). Mientras Romane apenas levantaba la mano del mástil y omitía el uso del meñique, Moignard movía los cuatro dedos con endiablada soltura. Mientras el veterano líder basaba sus improvisaciones en frases bien medidas, su compañero regalaba torrentes de notas, intrincadas escalas sin fin entrelazadas con una técnica insultante. No obstante la revelación de la noche fue el contrabajista Marc-Michel Le Bévillon. Tan melódico como sus compañeros, intercambiaba fraseos con ellos en medio de sus solos, utilizaba prominentemente los registros agudos de su instrumento, elaboraba bellísimas improvisaciones con una afinación perfecta y no paraba de sonreir. Y es que la sonrisa y el guiño cómplice fueron componentes importantes. El jazz manouche es alegre, es una celebración, un disfrute. Así lo entendieron y así lo transmitieron. Y, cómo no, el fin de fiesta vino de la mano del “Nuages” de Django Reinhardt.
Lo dicho, todo un lujo seguir contando con el Complujazz, con buen nivel musical y afluencia de público, ese público cuya presencia es tan importante como la de los propios músicos. Quizás la mejor forma de dejar de estar indignado sea intentar construir algo. Construir vida, construir arte, construir música, construir jazz.