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"De hecho, el verdadero profesor sólo
enseña a aprender"
(Martin Heidegger, ¿A qué se llama pensar?)
A diferencia de muchos músicos
profesionales contemporáneos de jazz, mi educación
musical dista mucho de ser académica. Allá por la
década de los 80 viajé a EE UU con la idea clara de
pasar unos años en la Berklee School of Music. Visité
aquel santuario de la educación jazzística, vi aquellas
masas de estudiantes, los fríos pasillos y sus incontables
cubículos de ensayo, y también toqué con varios
grupos. En resumen, aquel ambiente industrial me hizo desistir,
y huí para nunca regresar. Para entonces ya me había
dado cuenta de que el jazz que yo amo tiene poco que ver con aventuras
académicas, tiene alma, es iracundo, a veces hasta furioso,
pero siempre poético. Supongo que ya había comprendido
que, si bien la furia, la ira y la poesía se pueden analizar,
no se pueden enseñar. Aun así pasaron unos cuantos
años antes de que me diera cuenta de que el jazz es una forma
de espíritu más que de mero conocimiento. Si acaso,
el jazz está más próximo a la religión
que a la física, las matemáticas o la historia del
arte. Consiste en ensayar, pero no importa cuánto se ensaye,
que siempre se obtiene muy poco a cambio. Es la sumisión
absoluta. No tiene nada que ver con la investigación lógica
o racional. De hecho, es un asalto contra la racionalidad y una
rendición completa a la belleza. No me llevó mucho
tiempo comprender que, dado que el jazz es el amor al propio proceso
de creación musical, me sería más provechoso
acostarme con mi saxo que llevármelo a la universidad.
Aun así, he de admitir que tocar jazz exige una considerable
base de conocimientos. Requiere la revisión e interiorización
de unos amplios principios teóricos, armónicos y rítmicos
antes de que uno pueda producir su primera frase jazzística,
por simple que ésta sea. Dicho esto, aún creo que
el factor crucial para que brote la musiK es más la interiorización
que los conocimientos académicos. La interiorización
se logra cuando se deja de lado el pensamiento consciente, y se
logra de forma completa cuando uno se convierte en un mero canal
a través del cual la musiK brota por sí misma.
Entonces, ¿cómo se puede incorporar esta necesidad
de interiorización al mundo académico? ¿Es
realmente posible? La formación académica de jazz,
como cualquier otra actividad académica, apunta en dirección
contraria, a la ampliación de la capacidad intelectual de
uno.
Cuando trato de explicar mis propios
conocimientos musicales, el problema no es sólo que no son
formales, sino que soy incapaz de explicar en qué consisten
exactamente, dónde están almacenados o cómo
se aplican en la práctica. Con cierta frecuencia me encuentro
algo confuso justo antes de salir a tocar, temo perderme sobre el
escenario o que se me olvide todo, los acordes, el swing, mis melodías,
mis frases, mis horas de práctica. De alguna manera parece
que siempre me las arreglo para ser rescatado por un atisbo de inspiración,
pero mi temor está siempre ahí, y ojalá siga
ahí mientras me queden fuerzas para llevarme el saxo a la
boca. Este temor, y especialmente su resolución, es precisamente
el núcleo excitante de mi carrera jazzística.
He de asumir que a lo largo de los años he logrado interiorizar
unos cuantos principios musicales básicos. He logrado incorporar
algunas de las características sonoras, armónicas
y rítmicas del jazz y de otros estilos musicales, pero es
importante señalar que lo he aprendido casi todo “practicando
el oficio”. A lo largo de los años he tenido ocasión
de tocar con grandes músicos de jazz. En general trato siempre
de rodearme de gente mucho más dotada que yo. Hace tiempo
me impuse una regla según la cual he de tocar con músicos
mucho más avanzados que yo. Mirando hacia atrás, puedo
decir que ésa ha sido mi forma de aprender este arte. En
términos prácticos, esto me lleva a la conclusión
de que seguiré siendo un alumno mientras siga tratando de
alcanzar a otros. Sostengo también que la esencia de la experiencia
jazzística reside exactamente en ser un “eterno estudiante”,
en la voluntad de encontrar y redefinir nuevos mundos y nuevas expresiones.
El jazz es una verdadera noción de fluidez, de rechazo del
estancamiento. Está enraizado en la voluntad de aprender
y en la tendencia a aburrirse con facilidad.
De vez en cuando me piden que tome parte en programas académicos
de jazz, que dirija un taller, un curso o que imparta una clase
magistral. Si he de ser sincero, es algo que me encanta. Siempre
trato de incluir actividades académicas en mi agenda. No
porque tenga algo que decir, sino más bien por lo contrario.
De hecho tengo bastante poco que decir. Y aun así, creo que
es importante salir a la palestra y decir muy poco. El silencio
es inspiración. En vez de proporcionar conocimientos técnicos
o instrumentales a mis alumnos, prefiero situarles en el mismo centro
de su propia búsqueda musical, tratar de enseñarles
cómo y dónde han de buscar la inspiración.
Así, en la práctica la propia lección debería
ser una búsqueda iniciada conjuntamente por profesor y alumno.
Desde el punto de vista de un profesor, enseñar significa
en primer lugar repasar la propia comprensión de las cosas,
revisar e incluso cuestionar las propias opiniones y prejuicios.
No obstante, aunque a algunos les suene extraño o incluso
escandaloso, sinceramente creo que los fundamentos de la música
se pueden resumir en ocho o diez lecciones intensivas. Creo que
ser músico no es algo inalcanzable, y el hecho de que yo
lo haya conseguido significa que cualquiera puede. Pero, ¿qué
implica ser un músico? ¿Qué quiere decir "llegar
a ser músico"? En mi opinión hoy en día
en EE UU la respuesta es bastante clara: ser músico quiere
decir ganarse la vida como músico. Yo sería aun menos
restrictivo. Para mí, ser músico implica poder expresarse
uno mismo a través de la música. Esto es lo que era
el jazz en sus días de gloria, una voz única y personal
explorada por la América negra. Por tanto, ser músico
implica ser uno mismo. Puede sonar muy simple, pero de hecho esa
es la tarea más difícil de llevar a cabo. Es mucho
más fácil ser otra persona (un clon) que uno mismo.
Así las cosas, creo que la formación académica
de jazz debería centrarse en dos áreas principales:
1. En enseñar al futuro músico de jazz a buscar
su propio sonido.
2. En instruir al joven músico para escuchar a los demás.
Para averiguar quién eres, primero has de estar seguro de
quién no eres.
Yo tuve suerte y encaré estas cuestiones muy al principio
de mi carrera, porque tuve un profesor excepcional, un profesor
lo bastante valiente como para dejarme claro que la música
es simple. En total no recibí más de diez clases intensivas.
Esto pasó hace 23 años, cuando vivía en Jerusalén.
Curiosamente, desde entonces aún practico los mismos principios
básicos que aprendí de él hace tantos años.
Cuando llegó el momento de buscar mi propio camino, al despedirnos,
mi maestro me advirtió de que no regresara hasta que estuviese
preparado para una lección. Debo admitir que aún no
lo estoy. A estas alturas he asumido que nunca estaré preparado,
y que ésa es posiblemente la lección más importante,
admitir que la musiK está siempre más allá
del horizonte, que es una búsqueda infinita, como el castigo
de Sísifo: nunca llegarás a tu destino, y hasta puede
que nunca llegues a ninguna parte. Las sorpresas sólo llegan
cuando no esperas que ocurra nada.
La primera vez le vi fue por la televisión, el día
que aterrizó en Israel, el mismo día que había
emigrado de la Unión Soviética. No es que entonces
yo supiera nada sobre jazz, pero era lo bastante listo como para
darme cuenta de que nunca había visto nada como aquel hombrecillo
tocando su enorme saxo. Entonces yo tenía diecisiete años.
Aunque tenía un clarinete francés, la música
no me entusiasmaba particularmente. Mis amigos y yo escuchábamos
a los Beatles, a Queen y algunos grupos británicos de punk.
De alguna forma sabía que me gustaba el jazz, pero sin saber
en qué consistía. Supongo que en aquel momento estaba
"de moda" decir que te gustaba el jazz, y yo era lo bastante
ordinario como para ser parte del rebaño. Me sonaban Benny
Goodman y Artie Shaw, por los discos de la colección de mi
viejo, pero el jazz moderno era totalmente ajeno a mis oídos.
Entonces, aquella misma noche, delante de la tele, hacia la medianoche,
Boris Gamer, un músico anarquista, un nuevo inmigrante de
origen soviético, me dejó sin aliento. Me enganchó
para siempre.
Veinticinco minutos más tarde, ya acostado, estaba completamente
convencido de mi destino como músico de jazz. A la mañana
siguiente, en vez de malgastar un día más en la escuela,
me encaminé a la mayor tienda de discos de Jerusalén,
y me gasté todo el dinero que tenía encima en Charlie
Parker y Dizzy Gillespie. Me compré todos los discos de Bird
y Dizzy y me los llevé corriendo a casa y los puse. Era música
rápida, furiosa y gloriosa. Quería ser un pájaro.
Quería volar como un pájaro, como Bird. Aquella música
salvaje tuvo un efecto claramente mágico sobre mí.
Pocos días más tarde, el viernes, cogí mi clarinete
y me fui al inigualable Pargod, el único club de jazz de
todo Jerusalén, un antiguo baño turco reconvertido
en club. Me había enterado de que todos los viernes por la
tarde había una jam session que empezaba hacia las dos de
la tarde y terminaba con el inicio del Sabbath. Para las dos menos
cinco yo ya estaba allí, y cuál sería mi asombro
cuando, nada más cruzar el umbral, vi al ruso recién
inmigrado, el mismo que vi por la tele, ya en medio del escenario
sobrevolando los acordes sin cuartel. Me senté bajo su tenor
para absorber todo lo que fuera a decir. Cuando la sesión
terminó no perdí el tiempo, me dirigí hacia
él tan pronto como abandonó el escenario y le pedí
que fuera mi profesor.
Boris estaba viviendo con su esposa y dos críos muy pequeños
en un diminuto piso de un solo dormitorio, de los construidos por
el gobierno israelí para los inmigrantes soviéticos.
Me llevaba un par de horas llegar hasta su casa. Una vez allí
Boris me asaba vivo. Era extremadamente exigente y duro. Sobra decir
que no había conexión lingüística entre
nosotros: él no hablaba nada que no fuera ruso, y yo estaba
profundamente sumido en mi etapa hebraica. Aun así se las
arregló para enseñarme, porque la enseñanza
hunde sus raíces en el deseo de aprender, tanto por parte
del estudiante como del profesor.
Boris me dejó bien claro que la enseñanza consiste
en hacer accesibles las prácticas de aprendizaje. En vez
de centrarse en el procesado de conocimientos, trataba de presentar
un método distinto de adquisición de conocimientos.
Probablemente comprendía que educar es enseñar a aprender.
De la misma manera, ser educado es saber cómo aprender. De
Boris aprendí que el sonido es la base de cualquier futura
expresión musical. También aprendí que si quieres
tocar rápido, más vale que sepas primero cómo
tocar lento, y que la progresión como músico es un
auténtico ejercicio de auto observación. Uno debe
ser capaz de identificar los propios puntos débiles. Una
vez identificados, se debe dedicar toda la energía a combatirlos.
Ésta era una idea muy inusual para mí. Habiendo nacido
en Israel, una sociedad judía chovinista y supremacista,
se me había educado para diseñar mecanismos con los
que ocultar mis puntos débiles. Por primera vez en mi vida
se me pedía que me enfrentara a mí mismo, que reconociera
el hecho de que estoy lejos de alcanzar la grandeza. Me di cuenta
de que nunca llegaría a ser perfecto. No me había
dado cuenta hasta hace poco de que esta revelación fue un
punto de inflexión fundamental en mi vida. Un saxofonista
anarquista de Letonia fue el que me mostró la musiK de la
América negra, el que me hizo darme cuenta de que hay todo
un mundo de cosas por aprender.
De vez en cuando me preguntan desde los medios de izquierdas cómo
me las arreglo para expresar abiertamente mis ideas radicales sobre
el conflicto árabe-israelí, ideas que tienen sentido
en el contexto del discurso occidental pero que apenas son expresadas
por mis compatriotas. Creo que la singular experiencia que tuve
con Boris Gamer en el momento en que me iba a convertir en un israelí
intelectualmente anquilosado tuvo un efecto tremendo en mí.
Sacudió mi confianza, abrió mi mente y liberó
mi corazón.
Poco después me encontré apoyando a mis vecinos palestinos
con mi saxofón. No me llevó mucho tiempo darme cuenta
de que mi gente son en realidad mis enemigos. Ahora sé que
no era por casualidad. El jazz es una pregunta abierta, y fue Boris
el que me descubrió la posibilidad de cuestionarme las cosas.
Durante muchos años nunca pensé en Boris en términos
filosóficos. Le consideré como un gran saxofonista,
como un núcleo de inspiración y un gran profesor.
Al fin y al cabo, tuvo un papel fundamental en mi vida, me convirtió
en saxofonista, y eso basta para que le esté eternamente
agradecido. Años más tarde, mientras cursaba estudios
de postgrado en el Reino Unido, crucé mis pasos con otro
gran profesor. Su nombre era Martin Heidegger. Gracias a él
me di cuenta del impacto que había tenido Boris en mi vida.
Según Heidegger, "enseñar es más difícil
que aprender, porque enseñar requiere lo siguiente: dejar
aprender. El verdadero profesor no deja que se aprenda más
que eso: a aprender. Con frecuencia su conducta suele causar la
impresión de que no aprendemos nada de él, si entendemos
por 'aprendizaje' la mera provisión de información
útil. El profesor se halla solo por delante de sus alumnos,
en el sentido de que ha de aprender aun más que aquellos,
ha de aprender a dejarles que aprendan... el profesor se siente
menos seguro sobre el suelo que pisa, que sus alumnos sobre el que
pisan ellos" (M. Heidegger, ¿A qué se llama
pensar?). Heidegger articuló de forma inmejorable esta
idea. Enseñar consiste en facilitar, no información,
sino la afinidad para procesar información; enseñar
es impartir a alguien la habilidad de pensar. Tanto Heidegger como
Gamer sabían que enseñar es convertir al alumno en
un investigador independiente, enseñar es hacer que el alumno
se convierta en un ser libre (en la medida en que se puede llegar
a ser libre). Enseñar jazz es transformar al alumno en un
ser expresivo. En vez de transmitir conocimientos técnicos,
enseñar musiK es el método de desarrollo
de un sonido y una técnica personales. Enseñar jazz
es mostrar el camino que lleva a la belleza. Pero entonces corresponde
al alumno mostrar en qué consiste la belleza.
Traducción de Fernando Ortiz de Urbina
© Gilad Atzmon,
2004
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