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CAPÍTULO 2
LA CAJA DE CARTÓN
Sigo los pasos de otra persona. Hace más de treinta años, una mujer llamada Linda Kuehl quiso escribir un libro sobre Billie Holiday. Para ello entrevistó a más de 150 personas que habían conocido a Billie en algún momento de su corta vida. Linda Kuehl estaba interesada tanto en los grandes nombres como en los personajes menores si tenían una historia que contar.
Con el tiempo llegó a tener dos cajas de zapatos llenas de cintas, cada una de ellas cuidadosamente rotulada y numerada. A continuación empezó el lento proceso de convertir todas esas palabras en material escrito. Ponía en marcha el magnetófono, escuchaba una frase, detenía el magnetófono, transcribía lo que se había dicho y vuelta a empezar. Adelante y atrás, adelante y atrás, hasta acumular centenares de páginas, una confusa montaña de voces. Además de las entrevistas, Linda Kuehl también había recopilado todo material a su alcance: recortes de periódicos, documentos legales, historiales médicos, archivos policiales, actas de juicios, liquidaciones de regalías y todas las fotos y cartas que estaban dispuestas a ceder las personas con las que había hablado. Llegó incluso a acopiar listas de la compra, postales y unas cuantas anotaciones etílicas que conservaba Alice Vrbsky, secretaria y ayudante de Billie durante los últimos años de su vida:[1]
75 vatios (2)
bombillas de 60
Pan
2 pastillas de Lux
12 huevos
1 estol grande
4 papel ijiénico [sic]
1/2 jamón
1 comet
un pollo asado no demasiado pequeño
La editorial neoyorquina Harper & Row accedió a publicar el libro, y durante años Linda Kuehl trabajó en él. Sin embargo parece que nunca pudo pasar de los primeros capítulos, que escribía y reescribía sin cesar como si buscara la llave que abriese la puerta e hiciera encajar las restantes piezas.
El 9 de agosto de 1977, Frances McCullough, la editora de Linda Kuehl en Harper & Row, le explicó por carta que el libro no funcionaba, que era un «batiburrillo en el que el lector se pierde con facilidad». Decía que posiblemente encontraría otro editor que confiara en la obra y que, «si eso sucede, créeme que estaré encantada». Y añadía «si esto es doloroso para mí, para ti debe de ser terrible».
Linda Kuehl fue a Dial Press y siguió luchando para darle forma a su manuscrito inacabado. En enero de 1979, tenía previsto acudir a un concierto de Count Basie en Washington y, «a pesar de una brutal tormenta de nieve y de los embrollos de tráfico que había en la costa noreste», viajó en tren desde Nueva York. Llegó «bastante nerviosa» pocos minutos antes de que empezara la actuación, desapareció y no se presentó a la recepción prevista para después del concierto. Parece que regresó al hotel, escribió una nota y saltó por la ventana de su habitación del tercer piso. Algunos transeúntes la vieron sentada en el alféizar antes de saltar.[2] Su familia guardó los documentos sobre Billie Holiday hasta los años noventa, cuando los vendió a un coleccionista privado.
Éste me permitió amablemente consultar sus archivos. Me enseñó montones de carpetas repletas de hojas sueltas. La propia Linda Kuehl u otra persona había juntado todo aquel material de cualquier manera. Los fragmentos de varios capítulos inacabados, sepultados bajo las correcciones hechas a mano, descansaban junto a las transcripciones de las comparecencias de Billie en el juzgado y sus informes médicos; las cartas formales de los editores y de las discográficas compartían espacio con misivas mucho más informales de amigos y amantes. Había listas de direcciones o de fechas y episodios importantes en la vida de Billie, pero los datos eran dudosos o incompletos y aparecían cubiertos por signos de interrogación.
Supongo que, de haber sido yo otra persona, habría intentado poner algo de orden en aquel caos, pero el orden nunca he destacado entre mis virtudes y no habría sabido por dónde empezar, así que me limité a ojear los papeles conforme iban saliendo y a copiar todo aquello que me parecía especialmente interesante o relevante confiando en que jamás sabría lo que me había perdido. Antes de marcharme de Nueva York recogí también una caja de cartón con las transcripciones mecanografiadas de las entrevistas que Linda Kuehl había hecho. Eran otro desbarajuste, con bastantes páginas perdidas o repetidas. Alguna entrevista incluso había desaparecido por completo.
Durante aproximadamente un año puse todo mi empeño en construir el armazón de una biografía a partir de esos materiales. Como ya había hecho Linda Kuehl, preparé listas con los, a mi entender, episodios más importantes de la vida de Billie y empecé a escribir capítulos titulados, por ejemplo, «Una infancia en Baltimore» o «Harlem en los años treinta». Posteriormente agrupé las entrevistas e intenté meter todas esas voces en las jaulas que les había construido. Aquello, sin embargo, no hizo sino acabar con la vitalidad y la pasión que convertía aquellas páginas en un material tan interesante. El resultado era insulso y uniforme: sólo había logrado que cada una de las voces se disolviera en la siguiente. Fue entonces cuando decidí que el libro debía ser un documental en el que la gente pudiera contar libremente sus historias sobre Billie, y que no importaba si éstas no casaban o si a veces parecía que se estaba hablando de mujeres distintas.
Aquí tienen la vida de Billie Holiday vista con los ojos de diferentes personas que la conocieron. Empiezo por los amigos que andaban con ella cuando era una cría en Baltimore: Freddie Green, Mary «Pony» Kane, Skinny «Rim» Davenport, Wee Wee Hill, «Sleepy» Dean y una mujer llamada Christine Scout, interna en el reformatorio al que fue a parar Billie cuando fue declarada «menor sin las atenciones ni la custodia adecuadas». Acabo a finales de los años cincuenta con el abogado Earle Zaidins, que vivió en el hotelucho donde se alojó Billie durante un tiempo y que la conoció cuando ambos paseaban de noche a sus perros. Y con Alice Vrbsky, la mujer de las listas de la compra. Entre medias hablan muchos más.
Tomo unas cuantas hojas grapadas por la esquina superior izquierda y veo una mancha naranja allá donde el metal oxidado empieza a comerse el papel. En la cabecera figuran la fecha de la entrevista, el número de la cinta y el nombre de la persona que habla, y de vez en cuando aparecen correcciones o notas añadidas a mano en la letra más bien bulbosa de Linda Kuehl.
Algunas entrevistas incluyen apuntes sobre las circunstancias de la reunión —«en un Cadillac Eldorado marrón»—, el atuendo del entrevistado —«un traje rojo chillón y un sombrero de cowboy blanco»— o su estado —«temblaba y no dejaba de sudar a causa de la cocaína»—. Pero estas descripciones no son frecuentes. Las voces carecen en general de cara o vestido y, a menos que se trate de una figura conocida del universo jazzístico, sus palabras flotan en el aire sin anclajes que las devuelvan a tierra firme.
He escuchado algunas de las cintas originales. La calidad de las grabaciones es, por lo general, muy pobre y en algunos casos cuesta descifrar lo que se dice. El vocerío de un bar por la noche se yuxtapone al tintineo más cercano e íntimo de los vasos sobre una mesa, al crujir del celofán en un paquete de cigarrillos o a la tos de alguien próximo al micrófono. O bien la entrevista transcurre en un coche, y entonces el trajín de la calle envuelve al vehículo; o en un domicilio particular donde se oyen portazos, ladridos y gritos pidiendo silencio a niños que irrumpen con escándalo. No pocos entrevistados eran ancianos, y por lo tanto frágiles y olvidadizos; otros estaban borrachos o colocados.
Es curioso cómo trabaja la mente. Por lo general desconocemos nuestros propios pensamientos hasta el momento en que transformamos en palabras esa criatura amorfa que son nuestras ideas; no sabemos qué recordamos hasta que abrimos las puertas de la memoria; echamos la vista atrás y nos detenemos en un punto que no logramos dibujar claramente, y entonces, como un disco rayado, seguimos buscando ese nombre ausente o aquel episodio que no podemos revivir.
Pero es evidente que Linda Kuehl era una entrevistadora sensacional, y jamás parecía tener prisa o querer conducir las ideas de la gente a un punto concreto. Por eso, aunque de entrada parezca extraño, los recuerdos no tardan en aflorar, y el pasado asoma y cobra fuerza por todos los rincones. Y en cuanto la charla empieza a fluir, todo tipo de recuerdos y emociones emergen de la nada y echan a volar como globos imprevistos.
Aparte de ser una persona paciente, afable y poco impresionable, Linda Kuehl era también una mujer bella y coqueta, y a la gente le encantaba charlar con ella. Muchos de los hombres entrevistados no se andaban por las ramas —cuando preguntó al trompetista Roy Eldridge si ensayaba antes de tocar con Billie, éste le respondió: «¿Por qué iba a hacerlo? ¿Tendría que ensayar antes de hacerte el amor?»—, y es evidente que unos cuantos, entre ellos Carl Drinkard, pianista de Billie y compañero de andanzas con la heroína, el contrabajista (y también yonqui) John Simmons y el compositor Arthur Herzog, se enamoraron de ella de un modo u otro.[3] Aun así, Linda siempre tenía a punto la pregunta idónea, y era tal su conocimiento de las fechas y las circunstancias que la gente se sentía feliz hablando con ella. Cuando conocí en 2003 a Bobby Tucker, el pianista de Billie, éste guardaba un recuerdo muy afectuoso de Linda: lo visitó en tres ocasiones y siempre lo escuchó con atención.
Sin embargo, y por más que la información y las anécdotas abundan en muchas de ellas, las entrevistas son complejas y enrevesadas, y las historias emergen sólo de manera fragmentaria. Tuve que poner mucho de mi parte para lograr que de todo lo que se había dicho saliera una secuencia coherente, para separar todas las voces narrativas antes de poder volver a unirlas. Y aunque he tenido que reformular sus palabras, nunca he puesto en boca de esa gente cosas que no dijeron, ni he añadido detalles que no estuvieran en las cintas. También queda claro cuándo hago una cita directa y cuándo parafraseo.
Tomemos el ejemplo de Jimmy Fletcher, el agente de estupefacientes negro que intervino en el arresto de Billie Holiday en 1947. Conforme leía su entrevista iba advirtiendo que tal vez no había contado nunca aquella historia hasta entonces, y que le costaba mucho encontrar las palabras sin emocionarse. Había visto a Billie en varias ocasiones, habían charlado, habían bailado; él había disfrutado de su compañía y en cierto modo incluso se había enamorado de ella. Sabía que la habían escogido para hacer una detención de campanillas y lamentaba que le hubieran encargado aquel caso, lamentaba no haber podido acabar con todo aquello antes de que sucediera. A medida que avanza ese relato vacilante y complicado entendemos que aquel hombre se avergüenza de haberla traicionado y que lucha por dar forma con palabras a su vergüenza.
Muy diferentes son las historias de Carl Drinkard, que trabajó con Billie a finales de los años cincuenta y que a lo largo de unas cien páginas mecanografiadas devana una madeja de fanfarronadas y alucinaciones de drogadicto en las que no es fácil distinguir dónde acaba la realidad y dónde empieza la ficción; o las del pianista Jimmy Rowles, que afirma haberse emborrachado antes de hablar de Billie, y que sigue bebiendo mientras lo hace y se va exaltando a medida que la imagen de Lady Day se le hace más vívida hasta colarse en la habitación y presentarse frente a él.
En una entrevista concedida en el Storyville Club de Boston en abril de 1959, dos meses antes de su muerte, Billie dijo: «No tengo suplente. Cada vez que actúo me enfrento a todo lo que se ha escrito sobre mí. Tengo que luchar en el escenario para que la gente crea lo que le dicen sus oídos y vuelva a confiar en mí».
Un sinfín de mitos, habladurías y tergiversaciones rodearon a Billie como una niebla espesa durante toda su vida, y han seguido creciendo y multiplicándose desde entonces. Es obviamente imposible dilucidar una verdad absoluta sobre Billie, sobre cómo fue o cómo vivió, pero podemos escuchar las voces de la gente que la conoció, y ser después nosotros quienes decidamos qué es creíble y qué no.
Notas:
1. Cuando la entrevistó Norman Saks el 18 de febrero de 1985, Alice Vrbsky dijo, no sin añoranza, que, entre muchos otros recuerdos, había tenido una carta enviada por Billie desde Italia en noviembre de 1958, «que entregué a esa mujer que trabajaba en el libro y que nunca recuperé».
2. Debo la historia del último día de Linda Kuehl a J. R. Taylor, que la conoció a raíz del proyecto Jazz Oral History, al frente del cual estaba cuando dependía del Smithsonian Institute en los años setenta. Estuvo con ella en 1978 y volvió a verla brevemente la noche de su muerte. Supo de su suicidio por el baterista Jo Jones, con quien Linda había trabado amistad después de entrevistarlo en 1971 para el libro sobre Billie Holiday. Aparte de los problemas que tuviera para acabar el libro, desconozco qué otros factores pudieron influir en la decisión de quitarse la vida.
3. Carl Drinkard escribió a Linda Kuehl desde la cárcel para pedir ayuda con un problema legal y confesarle que la echaba de menos. John Simmons le mandaba cartas con el membrete de la Primera Iglesia del Nuevo Mundo, y la saludaba así: «Mi querida viajera». Afirmaba ser «muy optimista, y espero que vuelvas cuando te hayas resignado a aceptar lo que siento por ti. Sé que seremos buenos el uno con el otro». El compositor Arthur Herzog mantuvo una larga correspondencia con Linda entre 1971 y 1976. Cuando finalmente se conocieron, en 1976, le dijo que «no había pensado ni por un momento en amoríos», y le regaló un breve poema humorístico sobre «una dama encantadora llamada Linda» cuyos «bajos impulsos afloran cuando está alegre».
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