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..: ILDEFONSO RODRÍGUEZ: EL JAZZ EN LA BOCA

   
 

 


El jazz en la boca
Autores:
Ildefonso Rodríguez
Edita: Editorial Dos Soles
Colección: DosSoles - Crítica
ISBN: 976-84-96606-14-2
http://dossoles.es/

Textos seleccionados por José Francisco "Pachi" Tapiz.
Reproducidos con el permiso de Editorial Dos Soles y de su autor Ildefonso Rodríguez


   

La escolástica

Escribe Ortega y Gasset en su prólogo a El collar de la paloma: “todo escolasticismo es la degradación de un saber en mera terminología”. Por tanto, la Escolástica está condenada, de antemano, a tratar no con las palabras (menos aún con las voces y las miradas a las cosas), sino con los términos; palabras sin nuez, sin tensión con el mundo.

Gran parte de la poesía y del jazz y de las artes actuales son escolásticas, pues son genéricas. Palabras, imágenes, fraseo, respiraciones, sólo son efectos; son términos de un cuerpo poético y musical hipercodificado, palabras vaciadas y articuladas en una formas cuya música originaria ya está perdida sin remedio.

Formas y música de un tiempo ido. ¿Qué rimas, qué medidas y ritmos nos llegan hoy? ¿Cómo han de adaptarse al oído las músicas tradicionales? Quienes quieran entrar allí, en lo que parece ido sin remedio pero sigue creciendo ymuriendo, los que quieran hacerse con un cuerpo del pasado, deberán adiestrase en las tensiones a las que serán sometidos. Églogas, silvas, polifonías, y el ruido de la calle y un lamento de Archie Sheep, que aún está vivo.

(Y toda la vida, también la del poeta más églogo y sonetero, con el fondo de otras lenguas incomprensibles, fondos de mestizaje, híbridos, entrecruzamientos: en canciones, películas, anuncios luminosos. Como si viviéramos a la sombra de las pirámides: la canción que canta el amo, no la baila el esclavo).


Don Cherry

Balanceaba un cuerpo de alambre por el escenario, era un Batumi. En el color del rostro se marcaba la sombra de la enfermedad, aunque tal vez sólo fuera un efecto de su espíritu delicado. Vestía como el chico listo de la tribu, el que supo sacarle más regalos al explorador bigotudo: collares de espejitos, pantalón de rayas bajo el delantal atávico, su buen sombrero de copa: el negrito de los tebeos. Y era el músico de todas las músicas cuando empuñaba su reducido instrumento y parecía estar sacando el sonido del puño. Tocaba la corneta del pregonero más universal que he conocido, nos convocaba a una fiesta suave, lenta, inaplazable para la felicidad.


Don Cherry. Segunda toma

La canción que nos aclara
Aquella alegría: el padre al hijo
Reconoce por la luna creciente de la uña
La canción que más quisimos

lo reconocible
unas manos en la guitarra africana que él nunca había previsto
y por una hora el trompetista ebrio
(no era capaz de amansar los labios no hizo sonar su instrumento)
Nos unió con lo desconocido
en remolino

(era Don Cherry y así me lo contaron).


Melodías errantes

El poema es un campo de fuerzas, campo magnético, la energía encandilando, hasta prender en un habla. El gesto de la mano al escribir, rápida e inevitable, mano automática.

Aparecen recurrencias: timbre, aliteraciones, algún verso vaciado en un metro reconocible; llegan las palabras moduladas en la repetición. Ahí, pararse y comparar: son los espacios en el fraseo del jazz, tiempo fijado en un fondo estable.

Lo que emerge: una tensión entre el espesor y superficie, impenetrabilidad y evidencia. La belleza, cualquiera que sea, convulsa o serena, funciona como una bisagra.

La bisagra de la extrañeza; así es el efecto del pulso en vivo; así fue siempre la primera vez: con Art Blakey, con Dexter Gordon, con Archie Shepp: tanto vaivén que llegaba a ser irreconocible, desmentía todas las normas, no era sólo masaje. Era un ritmo tan poderoso que daba miedo, uno se sentía succionado por el remolino, el baile de la gran peonza, el círculo giratorio de aquel ritmo en vivo.

La misma velocidad y energía en la escritura y en el lector, su intérprete musical. Dinámica y soplo, respiración. Sin contenido previo ni seguridad alguna. La intención provocaba desplazamientos y simetrías. La belleza como proceso: el juego del control y el descontrol.

La superficie del poema presenta un barniz oloroso, fue batida, maleada, empavonada; una superficie de latón que se cimbrea y chasca.

Es, también, una retícula o red ideal (en algunos poemas es un patrón, como los que aparecen en las revistas de costura). La red ha de estar tensa, para que se comumique la vibración, que con un roce vibre sonando. Simploké, ligazón, magnetismo. Lo que llamaron los griegos Palíntonos armonié . No valen cabos sueltos ni rotos en la red cuando se echa al agua.

Igual que los nervios musicales del improvisador.

El principio de individuación es exigente: un músico, como un animal o una piedra, se distingue de todos los demás por algo que no es sólo un timbre especial, un carácter rítmico, los sentidos de su fraseo. Es un excipiente, no puede ser definido al completo.

El poema sólo por alusión relativa es Literatura. Como el jazz, es una forma que busca la vida en su singularidad y su integración en lo colectivo.

Formas que entran en la metamorfosis: la mano del músico toca la melodía más fatigada por la repetición, algunas con mucho azúcar sentimental, y la trasforma en la frase reciente, en giro inesperado. Condición de estas artes: cada cual toca a su modo sus cosas queridas.

La música del poema: libre y rigurosa como la comba de una frase en el canto gregoriano, el trazo del improvisador, un mantra personal.


El engaño más fácil

Un artista siempre está dispuesto a tragarse el engaño más burdo, si le viene sanozado con sabor a elogio. En cierta novela de Stevenson, un gaitero habilísimo se encuentra con un mozo que está tocando su gaita lleno de torpeza. Sucede en medio del brezal, el páramo escocés. El gran gaitero, un fugitivo,necesita la ayuda del torpe y se la gana con elogios; va convenciéndole de la originalidad inimitable de su arte, todos los errores de musicalidad y ejecución se vuelven en las palabras del hábil señales y descubrimientos del genio, origen de un nuevo arte de la gaita nunca antes oído.

El mozo bebía las palabras de falso aprovechado; cada vez que dentro de él crecía una sospecha, una objeción, el otro se la disolvía, hinchando más la mentira que el torpe se tragaba bocados.

Tantas veces he vivido esta escena, desdoblado, diciéndome el diálogo insidioso: ¿y si esto que parece una falta fuese un hallazgo? ¡Qué peligro! Hay que salir de la paramera, ir a la correspondencia, al intercambio, verificaciones en otros oídos. Con la ayuda de la amistad.


Segunda toma

Si me pidiesen que describiera la música de aquel instrumento soñado, respondería: era como ésta que suena ahora. ¿Por qué? Porque sueña, porque es.


¿Quién teme a Butch Morris?

Estuvimos sentados ante los atriles blancos, a las órdenes del hombre que ejercía una magia natural; tenía sus cariños y asperezas, era feroz y delicado.

“Mírame, tienes que mirarme sin parar. ¿A dónde estabas mirando?”.

Lo intimidante no es el autoritarismo puro, que sería muy fácil de rebatir en una situación no impuesta, construida a base de asentimientos voluntarios (nada impediría, decir no y dar un portazo). Lo difícil de aceptares la mezcla de rigor, ceño, miradas duras, ydelicadezas (de pronto, le brotaba la risa): ahí se iba alzando una figura bien conocida, familiar: la figura del maestro.

Porque todo se iniciaba con un balanceo corporal, un modo de aproximarse que se mecía en una gestualidadrítmica: ni una sola de sus órdenes era brusca.

“No estamos aquí para hacer jazz, ni música clásica, ni músicas folclóricas. Es todo eso y es otra cosa”.

Al segundo día, ya era posible cierto relajo, seguías con los ojos clavados en aquel hombre, pero los oídos se relajaban, traían sus imágenes. Empezaban juegos muy antiguos, una bandada de pájaros, de niños y niñas que jugaban a esconderse y encontrarse, a hacerse burla, a ponerse caras.

“No me tengáis miedo, no me tengáis miedo”. Y a continuación : “Vamos a pasárnoslo bien. Si no, esto no funciona”.

Al tercer día, la libertad de cada cual para dar su propio sentido a las órdenes, para improvisar el sentido de las señales. Porque ya sabías lo que se esperaba de ti : que hicieras música.

A medida que iba creciendo aquello, era más fuerte su evidencia: que la improvisación puede ser una composición instantánea.

Un testimonio del neurólogo Oliver Sacks: “Comprobamos el poder de la música para organizar, y para hacerlo con eficacia (¡además de con gozo!) cuando fallan las formas abstractas o esquemáticas de organización. De hecho, ycomo cabría esperar, esto es bien previsible, precisamente, cuando no resulta eficaz ninguna otra forma de organización.

La órdenes venían de unas manos, unos brazos, una varita golpeada contra la pared, de su gnomon milesio. De un cuerpo y una mirada que se iban haciendo familiares. De ahí brotaba el sonido individual, y en sí mismo era colectivo.

“¿A dónde estabas mirando?”

Su sistema de seguridades, sus creencias; habló en contra del minimalismo reductor, no ensalzó el oído absoluto.“Yo no tengo oído absoluto, no es necesario. Pero toca eso que acabas de oír”.

Las señales era visuales en el sentido más estricto, porque levantaban una visión interior asociada al oído. Se alzaba una música descriptiva, impresionista. Otra cosa sería preguntarse por las impresiones y las visiones que aquella música desvelaba.

El cuerpo de la música, si es un cuerpo sano, se echa a andar como un animal fuerte y oscuro, con todos sus miembros a la vez. Esta imagen, que es sonora y es visual, tiene su raíz en el surrealismo de la naturaleza; un cuerpo está sano porque es automático, pero no maquinal; su vida es compleja, su organicidad brota de lo colectivo.

“Tengo toneladas de cartas enviadas por gente después de los conciertos; me cuentan las cosas que han visto, sus visiones, sentían que estaban dentro de un paisaje, un parche de cielo y, de repente, ahí mismo, un muro de ladrillos”.

Hay unos ejes fuertes en la música (en todas las artes): la imitación y el contraste, la tensión y la relajación. Sobre tales ejes se lanceaba el cuerpo colectivo de todos los que nos sentábamos ante los atriles blancos.

Sus gestos marcaban, tal como nos dijo una verdadera “cartografía para la improvisación”.

Los maestros siempre tienen algo de payasos, pues saben hacer verdadera y creíble la pantomima de la seriedad y de la risa. Ambas vienen juntas. Los jefes están rigidizados por la mueca perenne de su poder.

Todos nos sentíamos como llevados por una ola, el sonido comunal recorría un sendero y dejaba estelas.

Porque había una razón común, construida con el riesgo de cada cual, su balanza propia para pesar la libertad y la necesidad. Era la razón que nos mantenía allí, y para volver al día siguiente.

Por el contrario, sin la razón común, qué triste está aquel o aquella que, habiendo ido al baile, se encuentra el lugar desierto, se queda solo, pasan las horas y no acude nadie. Imagen de la mayor desolación, pues el baile es por naturaleza colectivo. (Otra cosa es la danza que se baila a solas para celebrar las fiestas siempre extrañas del Yo).

Ha escrito Nietzsche: “Lucha terrible entre la melodía y la armonía: ésta última irrumpió en el pueblo y propagó por todas partes el canto polifónico, de modo que el canto monódico acabó perdiéndose del todo. Con él se perdió a la vez la melodía.

La música coral dramática de los griegos es asimismo más reciente que el canto solista y, sin embargo, es algo por entero diferente del canto coral antes aludido: la música coral del drama era unísono, es decir, era la vez solista reforzada cincuenta voces. Los griegos no tuvieron nunca la vivencia de una lucha entre la melodía y la armonía”.

Íbamos oyendo y dejando oír, imaginábamos ya lo inesperado; cedían las convicciones heredadas, por respuesta a los estímulos y automatismos de la actividad colectiva; la contradicción de la que habla Nietzsche parecía superada: renunciábamos a lo propio, ciclos, formas cerradas, patrones, temática; había renunciación, y también ganancia desde el mismo hueco de cada instrumento: entrábamos en el flujo de los deseos compartidos, era nuestra ruma, macumba, vudú. Juntos corríamos el riesgo de un nuevo unísono desconcertante (canta una fadista, suena un koto japonés, dice sus palabras el poeta Víctor M. Díez; crece una música universal –la vieja utopía-, reaparecen los modelos naturales de la imitación y el contraste en un habla común. Cada forma cerrada, cada soneto que aún hoy se escriba, ignora la emergencia de semejante proceso).

El unísono desconcertante, ley de vida; como escribe Italo Svevo: “Pero la disonancia es el camino para el unísono”.

“Crear espacio, niveles, profundidad, ángulos”.

Como en la escritua surrealista, para que se provoque un estado musical colectivo e instantáneo son necesarias dos condiciones: el máximo de vigilancia y el máximo de sonambulismo. De hecho, en los momentos mejores de la orquesta, nos parecía entrar en un sueño. Con los ojos muy abiertos (sin dejarse mecer por esa oscuridad de ojos cerrados, tan grata al solita), con los ojos clavados en el maestro, seguíamos el rastro visible de un sueño. Al clausurarse la pieza, queríamos frotarnos los ojos para salir del sueño. La condición primera para que se produjese tal estado colectivo (alucinación auditiva de los músicos y los espectadores) era el extremado control que Butch Morris poseía de la situación. Un control, un rigor mesmérico.

Contra la globalización, que nos hará más pobres en nuestra aldea, la utopía de una Babel inteligible.

Sun Ra, un poco tombolero,aseguraba:”Mi música provoca ya de entrada una especie de miedo en los auditores, pues representa la felicidad y ellos no están acostumbrados todavía a ella”.

Tuvo un gesto que nos hizo recordar algo: antes de comenzar el ensayo se descalzó, se calzó unas zapatillas de andar por casa de suelos muy suaves. Era imposible no recordar algunas leyendas: Coltrane sin calcetines, Parker pisando descalzo el suelo de estudio de grabación.

“Lo que me interesa es limpiar los bordes; al empezar y al terminar”.

Se llevó el dedo a la sien y se despidió (las despedidas eran siempre inesperadas): “Hasta mañana, seguid pensando en todo esto”.

“Don’ t be afraid of me”

   
   
© 2007, Ildefonso Rodríguez (de la obra original)
© 2007, Editorial Dos Soles (de la edición en lengua castellana)