Suena el piano de Francy Boland, con quien tantas
veces tocó, y el oído no puede esperar más.
Las primeras notas de “When We Were One” se incrustan
en el alma, abriendo camino a las demás. El sonido redondo
y pleno del gigante inunda la habitación. Eddie Davis le
ha dejado solo en este tema; al fin y al cabo, aquí no hay
ninguna batalla que librar. Por el parche de la caja se deslizan
las escobillas de Kenny Clarke, otro autoexiliado y viejo amigo,
cuya banda (coliderada por Boland) encontró en Johnny Griffin
a un solista incombustible.
El gigante empieza su solo. La melodía se
vuelve urgente y adquiere esa velocidad que tan famoso le hizo.
Muchas veces a lo largo de su carrera explicó su histerismo
instrumental, su incontinencia cuando se trata de tocar música.
“Siento que quiero explotar”, dijo en una ocasión,
y no es difícil de creer. Su entrada en la historia se produjo
como un huracán. En pocos años grabó algunos
de sus mejores discos, dándolo todo hasta el extremo, hasta,
en cierta manera, quedarse seco. Nunca fue lo mismo después
de aquellos primeros años. ¿Qué más
da? Griffin se fue a vivir a Europa, como tantos otros, y llenó
sus escenarios de solos memorables, de bop y blues
de calidad, de música que no era ni necesitaba ser trascendente.
¿Qué más da que el gigante no fuese comparable
a un Coltrane, un Rollins o un Gordon? ¿A quién le
importa? En esto del jazz, sólo hay que llevarse el saxo
a la boca y tocar.
Llega el solo de Boland y el gigante se calla.
La tensión disminuye. Griffin y los pianistas, o más
bien, “EL” pianista. Quién iba a decir que aquel
tipo, que sobrepasaba por poco el metro y medio, llenaría
el hueco de Coltrane en el cuarteto de Monk con tanta solvencia.
Miles Davis decía en su autobiografía que sólo
tres saxofonistas sonaron bien con Monk: Coltrane, Rollins y Rouse.
El viejo Miles olvidó injustamente a Griffin porque, de hecho,
pocos sonaron tan bien con Monk como él. Aquellas noches
de agosto del 58 en el Five Spot vieron al gigante elevarse al cielo
y, de paso, entrar para siempre en la historia del jazz. Griffin
tiene discos fantásticos: sus cuartetos para Blue Note con
Wynton Kelly y Sonny Clark, su glorioso y atrevido mano a mano con
Coltrane y Mobley, su paso por los Jazz Messengers, su eterna alianza
con el bueno de “Lockjaw” o su fantástica colaboración
con Wes Montgomery, pero nada es comparable a sus grabaciones con
Monk.
El gigante vuelve al tema con una entrada escalofriante,
delicada. La cosa se acaba y, aunque uno lo ve venir, el cuerpo
se opone. El apodado “pequeño gigante” ya no
está y, para ser justos, creo que va siento hora de llamarle
sólo “el gigante”, como se ha hecho en esta humilde
despedida. Nunca fue ni será tan bueno como otros, ni probablemente
pretendió serlo. Todos conocemos sus puntos fuertes y sus
carencias, pero esos detalles han dejado de importar. Griffin se
va para depositarse en ese olimpo en el que no hay mejores ni peores.
Simplemente está habitado por los grandes, por los pedazos
de historia que construyen la mitología de la gran música
negra.
En algún lugar, donde sea, el gigante toca
un standard a toda pastilla y Max Roach, desde la batería,
le sigue diciendo que baje el ritmo. Pero no creo que pueda ser.
Demasiada música dentro para un tipo tan pequeño.
Tendrá que seguir tocando, devorando el instrumento hasta
explotar.
(Escucha recomendada: “When We Were One”
(Tough Tenors Again ’n’ Again, MPS, 1970)