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Portada de
Just My Soul Responding de Brian Ward
Sobre la autenticidad
El principal criterio para incluir en este libro un estilo musical
o un intérprete en particular no es su mérito artístico,
sino el éxito comercial que haya alcanzado entre el público
negro, aunque ambos aspectos no sean, en absoluto, mutuamente excluyentes.
En consecuencia, a la música disco se le presta la atención
debida, pero no se trata ampliamente el Blues,
dado que la masiva popularidad de este estilo entre el público
negro ya había decaído hacia la segunda mitad de la
década de los 50. Tampoco se trata en profundidad el Jazz
moderno, estilo para el que muchos aficionados, activistas y aun
algunos músicos reclamaban el título de expresión
musical esencial de la pujante conciencia racial negra durante los
años de la lucha pro derechos civiles y el Black Power.
En realidad el Jazz había dejado de ser la principal
música popular para las masas negras, al menos desde el Swing
de los años treinta, e incluso sus defensores más
acérrimos admitían que en líneas generales,
como decía Lawrence Nahs, no llegó a “calar
en la comunidad negra” de la forma en que lo haría
el Rhythm and Blues. (1)
No deja de ser irónico, sin embargo, que este libro se base
en la idea de que un éxito comercial sostenido representa
una de las mejores garantías de que un estilo musical concreto
–o un punto de vista lírico, o un estilo de actuación
en público– tengan una verdadera relevancia social,
política o psicológica para la masa social negra.
En la historiografía de la esclavitud abundan los intentos
de reconstruir la conciencia negra del periodo de preguerras a partir
de lo que conocemos sobre la cultura popular de los esclavos, y
ha habido numerosos intentos de usar el Blues, el Jazz
y el Gospel para arrojar algo de luz sobre la vida espiritual
y material de los negros en el siglo XX. Aun así, los historiadores
de la realidad negra contemporánea y las relaciones interraciales
apenas han recurrido de ese mismo modo al Rhythm and
Blues, la forma musical que ha demostrado ser el producto
cultural negro más duradero y fehacientemente popular en
EE UU tras la Segunda Guerra Mundial.
Existe la convicción de que esos estilos anteriores de música
negra son, de alguna forma, más puros, más auténticos
que el Rhythm and Blues, que están menos
afectados por la sombra del todopoderoso aparato comercial que controla
la producción y el consumo de música; que, por lo
tanto, parecen ofrecer una visión más fidedigna de
la mentalidad del colectivo negro. Este libro ofrece una extensa
crítica a este punto de vista, en parte fundamentada sobre
el hecho de que el Jazz, el Blues y el Gospel
también eran productos culturales inextricablemente vinculados
a una industria del ocio con una orientación comercial, frecuentemente
explotadora. Tal como ha revelado el trabajo pionero de Ted Vincent
sobre la política, el comercio y la cultura negra de los
años treinta, los artistas y empresarios negros como W. C.
Handy, Lester Walton y Clarence Williams se hallaban al frente de
la iniciativa por crear una industria del ocio moderna y reconocible
a nivel nacional basada en el talento de los músicos de Jazz
y Blues. Cualquier análisis sobre la conciencia
de la comunidad negra que se apoye en algún estilo de su
música popular y no considere a ésta como producto
cultural y, a la vez, forma creativa de expresión individual
y colectiva, resulta extremadamente sospechoso (2).
De forma aun más crítica, este libro discrepa de
las falsas nociones de “pureza” y “autenticidad”
que perviven en la literatura popular y académica sobre la
música negra. Como señaló en su día
el poeta, periodista y crítico de Jazz negro Frank Marshall
Davis, “tanto en lo cultural como en lo ideológico,
somos una mezcolanza europea, africana e india, pero predominantemente
africana”. Como bien sabía Davis, la música
afroamericana siempre se ha caracterizado por su disposición
y su capacidad aparentemente ilimitada para fusionar influencias
diversas, a veces casi incompatibles, en una serie de estilos que
han reflejado y expresado las aspiraciones, conciencia y circunstancias
cambiantes de los negros de EE UU, una comunidad que ha sido diferenciada
en términos de clase, género y geografía, y
que se define doblemente por sus patrimonios americano, inherente,
y africano, más distante. (3)
De hecho, en el seno de una cultura estadounidense que es, según
la concisa definición de Albert Murray, “incontestablemente
mulata”, la música negra de EE UU es un típico
híbrido dinámico. Rica, compleja, inquieta, reinventándose
a sí misma sin cesar, en un contexto de múltiples
influencias y necesidades que se superponen, la música negra
ha sido siempre, en palabras de Imamu Amiri Baraka, una “misma
cosa cambiando” constantemente. (4)
No obstante todo esto, se mantiene la ferviente búsqueda
de alguna forma de música negra, mítica, sellada herméticamente
y “real”, libre de adulteraciones debidas a influencias
blancas y virgen de consideraciones comerciales. Esto es especialmente
notable en una forma relativamente tosca de afrocentrismo incapaz
de reconocer cualquier intercambio cultural entre razas sin reducirlo
a la mera explotación o expropiación de la creatividad
y el estilo negros por parte de los blancos, fenómeno del
cual sobran ejemplos, por supuesto. Lo que no deja de ser irónico,
no obstante, es que esta clase de esencialismo racial es lo que
devalúa la deslumbrante complejidad y la ecléctica
brillantez que han caracterizado las formas musicales afroamericanas,
favoreciendo, por el contrario, una búsqueda desesperada
de unas raíces y remanentes africanos, como si éstos
constituyeran los únicos criterios de evaluación de
la valía y la relevancia de la música afroamericana
contemporánea. Tal como el escritor negro Eddy Harris ha
apuntado, algunos adalides de la identidad y patrimonio negros parecen
“tener tan poco orgullo que tratarán de hallar sus
raíces en generaciones pasadas, en una tierra que nunca conocieron,
en gente que ya no son”. “En vez de lamentar la pérdida
de cierta pureza ancestral putativa”, Henry Louis Gates, Jr.
ha advertido sabiamente que tales críticos harían
bien en “reconocer qué es lo valioso, flexible, incluso
cohesivo en la naturaleza híbrida y variopinta de nuestra
modernidad” (5).
Notas:
[1] L. P. Nahs, “Black Musician in White America”,
Negro Digest (marzo 1967), pp. 56-7.
[2] T. Vincent, Keep Cool: the black artists who built the Jazz
age (Pluto, Londres 1995). Véase también L. Portis,
“The Cultural Dialect of the Blues”, Canadian Journal
of Political and Social Theory 9(3), otoño de 1995, pp. 23-36
[3] F. Marshall Davis (ed., con una introducción de J. E.
Tidwell), Livin’ The Blues: memoirs of a black journalist
and poet (University of Wisconsin Press, Madison 1993), p. 290
[4] A. Murray, Omni-Americans: some alternatives to the folklore
of white supremacy (Vintage, Nueva York 1983), p. 22. L. Jones (I.
A. Baraka), Black Music (Wm Morrow, Nueva York 1967), pp. 180-211.
[5] De forma reveladora, Harris señala que “no viajé
a África en busca de mis raíces, sino al sur de EE
UU, dado que es el sur, no África, el hogar de los negroamericanos,
y los negroamericanos, como raza, son esencialmente sureños”.
E. L. Harris, South of haunted dreams: a ride through slavery’s
old backyard (Simon & Schuster, Nueva York 1993), pp. 88, 36.
H. L. Gates Jr, Loose canons: notes on the culture wars (Oxford
University Press, Nueva York 1992), p. xvi.
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