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Introducción
Reproducido con el permiso de Alba Editorial
UNA MAÑANA
DE DICIEMBRE DE 1999, entre copos de nieve y la fiebre de fin de
milenio, me disponía a entrar en un edificio achaparrado,
casi sin ventanas, de la Décima Avenida. En el toldo se podía
leer: «Sony Music Studios». En su interior, a lo largo
de un pasillo tenuemente iluminado y decorado con pósters
de rockeros y raperos, los portones con ventanillas de ojo de buey
daban a los estudios exquisitamente equipados: unas grandes consolas
con matrices de luces rojas y blancas junto a los estantes con los
equipos de sonido más modernos. Me iba cruzando con miembros
del personal absortos en su trabajo.
Las pocas veces que había
visitado ese lugar siempre me había sentido igual: esta colmena
de alta tecnología, un monumento a la superioridad tecnológica
global de Sony, me parecía, de alguna manera, provisional.
Tenía la sensación de que un mero descuido al apagar
un interruptor podía sumir aquel complejo en las tinieblas.
Tal vez eran los signos de reforma constante, las puertas de entrada
plastificadas, que le daban un aire transitorio, o quizá
eran los pósters del pasillo, que habían cambiado
cada vez que yo iba de visita. No me sorprendió cuando me
enteré que Sony Music había construido sus estudios
en lo que había sido un almacén de la Twentieth Century-Fox
Movietone. Ahí donde se habían almacenado montones
de latas polvorientas de películas de crónicas semanales
de las gracias y desgracias del mundo se erigían ahora cuatro
pisos con estudios de grabación dotados con lo más
moderno: la nueva tecnología surgiendo, cual ave fénix,
de las cenizas de la antigua.
Cuatro meses antes había escrito
un artículo en el New York Times sobre la obra maestra de
la melancolía de Miles Davis, Kind Of Blue, con motivo del
40º aniversario de su aparición. Ahora se me brindaba
la rara oportunidad de escuchar las cintas completas del máster
de las dos sesiones que constituyeron el álbum. Sony Music,
la empresa asociada a Columbia Records, que publicó Kind Of Blue y fue el sello discográfico de Miles durante casi
toda su carrera, no solía permitir el acceso a sus archivos
subterráneos del norte del estado de Nueva York para escuchar
carretes máster.
Cuando se trata de grabaciones enormemente
valiosas, irreemplazables, de cuarenta años de antigüedad,
se llega a tener en cuenta el rozamiento y desgaste de la cinta.
Para un fan del jazz como yo la ocasión me producía
una extraña sensación de evento único e histórico,
como si fuera a asistir a la exhumación de una tumba egipcia.
El recepcionista me mandó
a la habitación 305. En ella había equipo para la
reproducción de sonido; había incluso un tocadiscos
con una base de piedra y una palanca de velocidad de 78 revoluciones;
la habitación estaba abarrotada de carretes, discos de vinilo
de diversos formatos y objetos varios. Sentado en su butaca, me
esperaba un ingeniero especialista en formatos de audio de todas
las épocas. Estaba convencido de que ahí se encontraban
todos los artilugios inventados hasta la fecha capaces de captar
información de audio: desde los cilindros de cera hasta el
último disco digital activado por ordenador. Todo podía
resucitar en forma sonora.
El técnico colocó con
delicadeza el carrete marrón rojizo, una cinta de media pulgada,
en la grabadora fabricada especialmente para reproducir cintas de
archivo de tres pistas. Se detuvo un momento y me preguntó
si estaba listo. (¿Listo? Llevaba semanas excitado esperando
este momento.) Apretó el botón de «play».
La cinta se escurrió por entre
los cabezales y oí la voz de Miles Davis y de su productor,
Irving Townsend, el sonido reconocible al instante de la trompeta
de Miles, el tenor de John Coltrane, el alto de Cannonball Adderley,
y a los otros músicos. Oí cómo ensayaban sus
riffs [frase de dos o cuatro compases que se repite. N. del T.]
armonizados y empecé a acostumbrarme al ritmo del proceso
de grabación. Algunos técnicos que sabían que
ese día íbamos a escuchar los másters se acercaron
y se sentaron en una silla sin hacer ruido, o se quedaron de pie
en un rincón escuchando.
¿Qué podía yo
oír o intuir que me revelara el secreto de ese día
de primavera en que Davis reunió a su famoso sexteto (Coltrane,
Adderley, Bill Evans, Paul Chambers y Jimmy Cobb con el pianista
Wynton Kelly sustituyendo a Evans en un tema) en una antigua iglesia
en el sur de Manhattan? Me asaltaban mil preguntas, estaba ansioso
por saber cosas. ¿Cómo se comunicaba la banda mientras
creaban aquella música inmortal? Ésa ¿era la
voz de Coltrane, o la de Adderley? ¿Cómo se prepararon,
si es que lo hicieron? ¿Cómo era Miles en el estudio?
¿Por qué se acaba esta toma? Me enteré de que
todo lo que quedaba como prueba de la creación del disco
eran los tres carretes del máster, algunos carretes de blanco
y negro, y los vagos recuerdos del batería, de un fotógrafo
y un técnico ayudante que estaban en el estudio de la calle
30 Este aquel día de 1959. La escasez de material relacionado
con el evento no hizo más que aumentar la mística
del disco e intensificó mi deseo de descubrir cualquier cosa
que arrojara luz sobre lo que parecía un momento del pasado
sombrío y espectral.
Cuando empezó a sonar la primera
toma completa de «Freddie Freeloader» dejé el
bolígrafo y me concentré en la música. En el
momento en que empieza el solo de Coltrane ya me sentía transportado
a un mundo austero y crepuscular que requería silencio y
contemplación. Conocía perfectamente el álbum
ya que lo había escuchado con atención durante años
pero el encanto de esa música no había menguado ni
un ápice: seguía teniendo el poder de transmitir paz
a su alrededor.
Kind Of Blue es el disco más
importante de su era, sin limitarnos al género del jazz,
y todavía se considera como un monumento a la modernidad,
cuarenta años después de haberse grabado. La introducción
de piano y contrabajo, de una calidad vaporosa, es universalmente
reconocida. Tanto aficionados a la música clásica
como rockeros empedernidos alaban su sutileza, su simplicidad y
su profundidad emocional. Es un disco que se deja a los amigos,
que se regala al novio o a la novia. Se han vendido millones de
ejemplares del álbum. Es el más vendido del catálogo
de Miles Davis, y el más vendido de todos las clásicos
del jazz de la historia. Curiosamente, gran parte de estas ventas
se han producido en los últimos cinco años, y no son
sólo los viejos fans que reemplazan el vinilo gastado: Kind Of Blue es una obra que se perpetúa a sí misma y sigue
ejerciendo su hechizo sobre una generación más joven,
más acostumbrada a la estética del alto volumen y
los ritmos frenéticos del rock y del rap.
No cabe duda de que la figura misteriosa
del personaje de Miles redobló el atractivo del álbum.
Distante, elegante, siempre inspirado, e intransigente tanto en
el arte como en la vida, Davis fue, y sigue siendo, un héroe
para los aficionados al jazz, para los afroamericanos y para la
comunidad musical internacional. Bob Dylan ha declarado: «Miles
Davis representa lo que yo entiendo por cool». «Me gustaba
verlo tocar en pequeños clubs; cuando hacía el solo
daba la espalda al público, y después salía
del escenario con la trompeta, dejaba al grupo tocando, y volvía
al final para cerrar el tema.»
Desde su muerte, en 1991, la leyenda
de Davis no ha hecho más que magnificarse. Pero incluso en
vida, Kind Of Blue era considerado por una gran mayoría como
su obra maestra más característica. La gente que tiene
un solo disco de Miles –o un solo disco de jazz– resulta
que, la mayoría de las veces, es Kind Of Blue.
Incluso hace veinticinco años, tal como cuenta el guitarrista
de jazz John Scofield, el álbum ya era moneda común:
Me acuerdo una vez, en la Berklee
School [of Music, de Boston], a principios de los setenta, que
estaba en casa de un amigo que era bajista, y no tenía
Kind Of Blue. Eran las dos de la madrugada, pero se fue a casa
del vecino y preguntó si lo tenía, sin siquiera
conocerlo, dando por supuesto que lo tendría, y efectivamente,
fue así. Era como Sergeant Pepper.
En la Iglesia del jazz, Kind Of Blue
es como una reliquia sagrada. Los críticos lo adoran como
hito estilístico, como uno de los raros monumentos musicales
en la larga tradición del jazz, comparable a los Hot Fives
de Louis Armstrong o a los quintetos de bebop de Charlie Parker.
Los músicos reconocen su influencia y se han grabado centenares
de versiones de temas del álbum. El productor, compositor
y confidente de Davis, Quincy Jones, llega a afirmar que en un caso
hipotético en el que desapareciera de la capa de la tierra
todo rastro de la música de jazz bastaría con tener
Kind Of Blue para poder explicar el género.
Por si fuera poco, Kind Of Blue tiene
vida propia y prospera más allá de los confines de
la comunidad jazzística. Ha dejado de ser posesión
exclusiva de una subcultura musical para convertirse en música
en mayúsculas, una de las poquísimas grabaciones musicales
que nuestra cultura actual incluye en la categoría de las
«obras maestras». Muchos de sus admiradores se ven obligados
a buscar en el pasado de la historia de la música para encontrarle
parangón. El baterista Elvin Jones, al escuchar el disco,
siente la misma sublimidad intemporal y profundidad emotiva «que
en algunos movimientos de la Novena sinfonía de Beethoven,
o cuando escucho a Pablo Casals en obras para violoncelo solo».
«Es como escuchar Tosca», dice la pianista-cantante
Shirley Horn. «Es una obra que hace saltar las lágrimas.
Al menos a mí me ocurre.»
En el frenesí de fin de siglo
Kind Of Blue dejó claro su atractivo intemporal. Estuvo siempre
entre los primeros en un sinfín de encuestas sobre «Las
mejores obras del siglo» y en listas de éxitos del
estilo de «Los mejores cien discos». El cine de Hollywood
de los noventa lo utilizó como emblema indiscutible de «estar
en la onda». En En la línea de fuego [In the Line of
Fire] se nos muestra a Clint Eastwood como agente secreto, el típico
tipo duro y solitario, en casa, escuchando «All Blues».
En Pleasantville, un grupo de estudiantes de bachillerato de los
años cincuenta descubren el mundo escuchando «So What».
En Novia a la fuga [Runaway Bride] el personaje que encarna Julia
Roberts le regala un ejemplar en vinilo de Kind Of Blue a Richard
Gere.
Cuando empecé la investigación
para este libro, Sony Music estaba produciendo nuevas ediciones
de alta calidad de las grabaciones de Miles, y de jazz en general.
Una iniciativa muy loable si pensamos en la política de reediciones
salvajes que se había llevado a cabo en las últimas
décadas. Amablemente, pusieron a mi alcance toda la información,
fotografías y grabaciones de sus archivos y me facilitaron
el contacto con antiguos empleados. Localicé las hojas de
registro de las sesiones y las tapas de las cintas que incluían
los nombres de los técnicos de grabación que trabajaron
en Kind Of Blue, la mayoría de los cuales, al igual que los
miembros del sexteto, excepto Jimmy Cobb, ya no están entre
nosotros. Mis conversaciones con los técnicos de Columbia
de esa época me dieron una idea de lo que era trabajar en
el estudio de la calle 30, la antigua iglesia donde nació
el álbum. Desempolvé viejos archivos de la empresa
para ver qué habían hecho los departamentos de promoción
y márketing para poner por primera vez Kind Of Blue en el
mercado.
Para acercar al lector lo máximo
posible a lo que fue la creación del álbum he reproducido
la transcripción de los diálogos de las sesiones de
grabación en la parte central del libro. Las conversaciones
entrecortadas, los comienzos fallidos de tema o equivocaciones –que
se publican aquí por primera vez– ofrecen una visión
única de todo el trabajo preparatorio de esos dos días
en el estudio. Con la transcripción de las charlas uno puede
apreciar el irreprimible sentido del humor de Cannonball Adderley
y las bromas constantes que Miles le gasta a su productor. Ello
hará las delicias de los amantes de la música que
se creó en aquella circunstancias.
En el curso de mi investigación
me encontré con varias sorpresas. Entre ellas, las notas
de Bill Evans comentando los temas del disco, manuscritas con claridad
aunque sin corregir; las fotografías del técnico Fred
Plaut, que habían permanecido inéditas, donde puede
verse la partitura con la estructura modal de una melodía.
También pude comprobar que la famosa foto de portada de Miles,
intensa y oscura, fue tomada en un concierto en directo, en el Apollo
Theater. Otra sorpresa fueron las entrevistas de radio, también
inéditas hasta la fecha, con Adderley y Evans, donde los
músicos se extienden en profundidad sobre Miles y sobre el
álbum y donde se nos revelan nuevas perspectivas de sus puntos
de vista que no aparecían en entrevistas publicadas con anterioridad.
Además de todos los nuevos
datos que mi investigación sobre Kind Of Blue me iba proporcionando,
me llamaban particularmente la atención los aspectos más
místicos del álbum. La leyenda de haber sido creado
prácticamente en una sola toma. La mixtura alquímica
de influencias de música clásica y popular. La interacción
entre la filosofía minimalista de Miles (el «menos
es más»), con los estilos de Evans, igualmente austero,
y el de los otros músicos, más volubles. El denuedo
de Miles llevado por un afán de búsqueda constante,
capaz de crear una obra maestra y pasar página en pos de
nuevos proyectos. Mi reto consistía en descubrir qué
había de cierto en la mitología de esta grabación.
¿Fue realmente el disco una improvisación sin planificación
previa? ¿Fue Miles quien compuso toda la música? ¿Cambió
el rumbo del jazz para siempre? Si es así ¿en qué
sentido?
Para hablar del álbum tal
como se merece era necesario que me situara imaginativamente en
el lugar y en el tiempo que lo vieron nacer. Hablé con todos
los músicos, productores y críticos que pude: los
que habían estado implicados en la creación del disco,
los que habían experimentado su influencia, o los que habían
analizado sus efectos. Llegué a realizar más de cincuenta
entrevistas para la confección del libro, que incluyen charlas
con jazzmen veteranos que conocieron o trabajaron con Miles, músicos
más jóvenes que crecieron escuchando su música,
productores, ejecutivos de la industria musical, pinchadiscos, escritores
y testigos del ambiente jazzístico de los años cincuenta.
Se dio prioridad a las personas que todavía vivían
y que estuvieron presentes en las dos sesiones de grabación
de Kind Of Blue: el baterista Jimmy Cobb, el fotógrafo Don
Hunstein y el técnico de sonido Bob Waller. Aunque algunos
músicos o productores declinaron su colaboración ante
el controvertido nombre de Miles, pues más de uno había
sido objeto de comentarios poco amables por parte del trompetista
en entrevistas, o en su autobiografía, lo cierto es que fueron
muchos los que aceptaron gustosos compartir recuerdos y observaciones.
Dediqué especial atención a aquellos que habían
trabajado con Miles en aquella época (1959), o poco después:
Jimmy Heath, Dave Brubeck, George Russell, John Lewis, Joe Zawinul
y Herbie Hancock; los productores George Avakian y Teo Macero, y
el ingeniero de sonido Frank Laico.
Algunos conceptuaban Kind Of Blue
como el sonido de la Nueva York de los años cincuenta; otros
como un punto álgido en la trayectoria artística de
Miles; otros como un producto más de éxito de un sello
discográfico en la cumbre de su imperio. A medida que iba
acumulando anécdotas la estructura del libro se reveló
por sí misma como un camino telescópico a la inversa:
empezando por la llegada de Miles a Nueva York, siguiendo con su
trayectoria musical hasta acercarse íntimamente, toma a toma,
a las dos sesiones de grabación del disco. A partir de ahí
el libro se abre de nuevo hacia fuera para rastrear la influencia
que ha ejercido el álbum. Los textos anejos (los llamados
«Interludios») ofrecen datos para acabar de contextualizar
la creación de la obra: el auge que experimentó en
aquellos años Columbia Records y el papel que desempeñó
en el éxito de Kind Of Blue; las singulares propiedades acústicas
que hacían de la música grabada en el estudio de la
calle 30 algo distintivo; el epónimo Freddie Freeloader.
Cuando hablé de mi proyecto
de escribir sobre la commemoración de Kind Of Blue, tanto
a músicos profesionales como a aficionados, la reacción
fue unánimemente positiva: «¿Sabes que es muy
buena idea?»; «¡Ya era hora!». Y al cabo
de un rato, casi sin preguntar nada, me brindaban un comentario
al respecto.
QUINCY JONES: «Amigo mío,
ésa será siempre mi música. Pongo Kind Of Blue cada día: es como mi zumo de naranja. Sigue sonando
como si se hubiera hecho ayer».
CHICK COREA: «Una cosa es
tocar un tema, o montar un repertorio, pero algo totalmente distinto
es crear prácticamente un nuevo lenguaje musical, que es
lo que se logró con Kind Of Blue».
GEORGE RUSSELL: «Kind Of Blue es uno de esos álbumes maravillosos que surgieron
de aquel período. El solo de Miles en “So What”
es uno de los más bellos que jamás se hayan interpretado».
Normalmente uno recuerda con claridad
desastres nacionales, traumas personales, o los primeros encuentros
románticos, pero muchos de los que entrevisté recordaban
perfectamente la primera vez que escucharon Kind Of Blue. Algunos
lo descubrieron cuando salió, en 1959: en una emisora nocturna
de radio de Cleveland; en una tienda de muebles de Wisconsin donde
se vendían discos; en directo en un club nocturno de Nueva
York, o en un festival al aire libre en Toronto; en un jukebox de
un antro de Harlem. Otros lo descubrieron en los años sesenta:
entre los elepés monoaurales que un vendedor simpático
con corbata floreada vendía por un dólar; de madrugada,
en una fiesta en Greenwich Village. Un conocido me confesó
que lo había escuchado por primera vez en una clase universitaria
sobre Zen.
Las propiedades afrodisíacas
de Kind Of Blue es algo que con frecuencia mencionaron los oyentes
en sus evocaciones, tanto hombres como mujeres, jóvenes y
no tan jóvenes. El veterano jazzista Ben Sidran recuerda:
«era claramente un gran disco para seducir. Cierro los ojos
y puedo recordar situaciones con chicas de las que ya ni recuerdo
el nombre». Anthony Kiedis, de Red Hot Chilli Peppers, al
preguntarle por su música favorita para pegarse el lote dijo:
«Para estar a gusto y relajado con alguien pongo Kind Of Blue».
Donald Fagen, de Steely Dan afirma: «Por la atmósfera
de trance que crea es como papel pintado con motivos sexuales. Fue
como el Barry White de su época». La ensayista y dramaturga
Pearl Cleage sucumbió al álbum en los años
setenta: «Debo confesar que pasé muchas tardes memorables
escribiendo notas pasionales de alto voltaje con las intrincadas
improvisaciones de Kind Of Blue cuando estaba dominada por la lascivia».
[Se refiere al doble significado de la palabra blue. N. del T.]
Por lo que a mí se refiere,
descubrí esta música a mediados de los setenta, cuando
un compañero del instituto sacó un disco con la funda
gastada de la colección de mi padre y me dijo: «Éste
es un clásico». Lo escuché: estaba rayado, y
pensé, mientras se me revelaba aquel mundo potente y atmósferico,
que mi padre debía de ponerlo a menudo. Aunque el sonido
me resultaba mucho más simple y melancólico que lo
que yo entendía por jazz en aquel entonces (la música
energética de big band), me identifiqué con él
de inmediato.
Si ya eres un fan del álbum
tal vez puedas recordar tu «primera vez». O pregúntale
al amigo que te introdujo en Kind Of Blue. Trae contigo estos recuerdos
en el mundo que estamos a punto de penetrar. Utiliza este libro
como un cuaderno de iniciación, una guía de audición,
una manera de entender que hay algo más que los meros cuarenta
minutos de música de jazz de alta calidad. Deja que el libro
te demuestre que a veces el que pasa más discretamente es
el que deja más huella.
© Ashley Kahn, 2000
© de la traducción: Victor Obiols
© de la edición española: Alba Editoria, s.l.u
Camps i Fabres, 3-11, 4º
08006 Barcelona
http://www.albaeditorial.es
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