Nueva York sabe a jazz.
Ya no queda en pie ninguno de los míticos
clubes de la calle 52, Harlem se ha convertido
en un parque temático para turistas
y el número de tiendas de discos
ha descendido notablemente en los últimos
años. Aun así uno no puede
dejar de pensar en John Coltrane al pasear
por Central Park West o entrar en la estación
Grand Central, recordar a Miles Davis al
contemplar la Juilliard School Of Music
donde estudió (o, al menos, estuvo
inscrito) o rememorar las melodías
de Duke Ellington y Billy Strayhorn al tomar
el A-Train.
Dos semanas no dan para demasiado, especialmente
si uno quiere visitar las atracciones
principales de una ciudad inagotable.
No obstante tuve la oportunidad de vivir
una serie de experiencias jazzísticas
que me gustaría compartir con nuestros
lectores. Clave de fa, cuatro por cuatro,
y con mucho swing: one, two, one,
two, three, four...
29 de julio. Margaret Grebowicz
(55 Bar)
Tras degustar por la mañana del
domingo unos gospels de marcado
sabor comercial con más turistas
que feligreses, comencé mi peregrinaje
jazzístico en el 55 Bar, diminuto
local del West Village por cuyas tablas
(las mismas que pisan los clientes; no
hay escenario propiamente dicho) han desfilado
nombres como Mike Stern o Hiram Bullock.
La primera sesión, a las seis de
la tarde, corría a cargo de Margaret
Grebowicz, cantante de origen polaco que
contaba con muy buena prensa. Seré
sincero: mi interés se centraba
en sus acompañantes, el guitarrista
Ben Monder y el batería Mark Ferber.
Tamaña fue mi sorpresa al ver llegar a Ben Monder
guitarra, amplificador y pedales en mano tan solo quince
minutos antes del comienzo del concierto y acompañado
por el saxofonista Ole Mathiesen. El camarero le preguntó
por Mark Ferber y Monder le respondió que no venía,
que le sustituían por un saxofón. Diez minutos
después de la hora de comienzo oficial, la cantante
aún no había aparecido. Finalmente llegó,
entregó las partituras a ambos instrumentistas y
empezó a cantar ante el paciente público.
Y yo que pensaba que estas cosas solo pasaban en Madrid.
Musicalmente se notó la poca preparación
del show. La Grebowicz cantaba
con los ojos cerrados y muy poca voz,
como una especie de Astrud Gilberto desganada.
Desafinó muchísimas notas
y contó con la suerte de tener
al lado a un crack como Ben Monder,
que se encargó del ritmo, la armonía,
la línea de bajo y la forma de
los temas sin esfuerzo aparente. Mandó
con decisión y supo contar una
historia distinta en cada uno de sus solos.
Mientras tanto Ole Mathiesen buscaba,
con poca suerte, el momento de intervenir.
El repertorio: temas de Jobim, algún
estándar, pop y una mal parada
versión de Pat Metheny.
Por fortuna acabé el día
con una sonrisa tras ver un poco de música
de Nueva Orleáns: la Creole Cooking
Jazz Band abordando canciones poco conocidas
en Arthur’s Tavern.
30 de julio. Pat Metheny
Unity Band (Bergen PAC, Englewood – Nueva Jersey)
“Venimos de dar treinta conciertos
en Europa. Hemos tocado con frío,
con calor, bajo la lluvia, enfrente de
cientos de italianos disparando sus cámaras
con flash… Estar aquí
al otro lado del río Hudson es
como estar en casa”. Vaya, y yo
que pensaba que a Pat Metheny donde más
le gusta tocar es en Europa (eso dice
cuando actúa por estos lares).
Por fortuna ese comentario fue lo único
desacertado de una noche memorable. Con
Chris Potter a los saxos, Antonio Sánchez
a la batería y el joven Ben Williams
al contrabajo, Metheny presentaba su nueva
Unity Band en Englewood, Nueva Jersey,
a escasos cientos de metros del mítico
estudio donde Rudy Van Gelder grabó
tantas joyas en los años sesenta.
Fue curioso constatar la diferencia entre
el público local y el español.
En contra de lo que cabría pensar,
la audiencia americana fue más
calurosa y espontánea de lo que
suele ser el aficionado nacional, cada
día más entregado a la observación
silenciosa y al juicio intelectual post-concierto.
Los espectadores de Englewood se movían
rítmicamente según sentían
la música; aplaudían en
mitad de los temas si alguna frase les
había llegado al corazón;
ovacionaban al grupo en pie entre tema
y tema, no solo al final del concierto;
incluso vi signos de euforia más
típicos de un espectáculo
de heavy metal que de un show
jazzístico. Por otro lado algunos
asistentes demostraron una escasa falta
de educación, entrando y saliendo
continuamente del recinto y tirando vasos
de plástico vacíos que rodaban
entre las butacas del auditorio.
En lo musical cabe decir que a estas
alturas el directo de la Unity Band supera
con creces al CD, ya de por sí
formidable. El grupo ha crecido como tal
desde los primeros conciertos en Europa,
solventando problemas, mostrando mayor
conocimiento personal y llevando la música
hacia nuevos niveles (los que desea el
ultraperfeccionista Metheny). A pesar
de que el guitarrista lleva la voz cantante
la banda hizo honor a su nombre: los cuatro
músicos aparecían en primer
y segundo plano según lo requería
la situación. Hubo solos para todos
y la jerarquía fue menor que en
casi todos los proyectos anteriores de
Pat. No es de extrañar: Antonio
Sánchez piensa con su mismo cerebro,
Chris Potter se encuentra prácticamente
a su nivel y Ben Williams cuenta con una
insolencia juvenil muy bien medida.
El repertorio cubrió el disco
casi por completo (faltó “Then
And Now”, posiblemente el tema más
flojo), incorporando guiños a los
otros dos saxofonistas que grabaron anteriormente
en trabajos de Pat Metheny: Michael Brecker
(“Two Folk Songs: 1st”, de
80/81) y Ornette Coleman (“Police
People”, de Song X. Twentieth
Anniversary). Potter no salió
mal parado en la obligada comparación
con el primero, si bien Brecker era demasiado
Brecker. Para hacer ameno un concierto
de dos horas y media, Pat acometió
dúos con sus compañeros:
“All The Things You Are” con
Potter, “(Go) Get It” con
Sánchez y “Turnaround”,
el más aplaudido, con un Ben Williams
que está llamado a hacer cosas
grandes en el mundo del jazz. Los cuatro
estuvieron formidables, creando arte a
raudales y disfrutando como niños.
“Roof Dogs” y “Breakdealer”,
las composiciones más espectaculares
del disco, también lo fueron en
directo.
En este punto debo hacer mención
al quinto elemento de la banda: el Orchestrion.
El CD del mismo nombre ha sido uno de
los proyectos más infravalorados
en la carrera de un Metheny capaz de reinventar
su forma de escribir pasados los cincuenta
años de edad; de entregarse a las
texturas y a las formas repetitivas más
que a los largos desarrollos armónicos
a los que nos tenía acostumbrados;
de buscar ángulos interválicos
más allá de sus melodías
abrasileñadas de los años
ochenta; de combinar una extensísima
paleta de timbres acústicos para
crear nuevas sonoridades imposibles de
reproducir con un grupo de tamaño
medio. El Orchestrion ha dado alas a un
Pat Metheny consciente de sus posibilidades;
en la pasada gira con Larry Grenadier
y Bill Stewart ya amplió el rango
expresivo del “instrumento”,
y este verano lo está usando con
finalidades puramente jazzísticas.
Me explico: el Orchestrion de Englewood
carecía de pianos, guitarras, marimbas,
bajo y guitar-bots. En principio
se trataba de una versión reducida
con algunas percusiones, botellas sopladas,
un xilófono y la adición
de un acordeón. Pero en “Signals
(Orchestrion Sketch)” el aparato
no reproducía partes de una partitura
previamente escrita. Todo lo que tocó
el Orchestrión salió de
la guitarra de Pat. Todo fue secuenciado
y loopeado en el momento, con
una precisión suprema. Resulta
difícil entender que “Signals”
llegase casi a los veinte minutos de interpretación
sin acabar siendo monótono. La
respuesta se encuentra en las funcionalidades
del Orchestrion: Metheny no solo podía
alterar el tempo en mitad del tema sin
que la afinación del sistema se
viera afectada; también podía
cambiar en tiempo real la armonía,
es decir, los acordes que estaban sonando.
En los primeros conciertos en el Viejo
Continente se pudo escuchar a Chris Potter
algo perdido en su improvisación
sobre “Signals”. Eso se debía
a que Metheny variaba la armonía
sobre la marcha y sin avisar, esperando
que sus compañeros agudizaran su
oído para saber en qué sección
cordal se iban a adentrar en cada momento.
Semanas de conciertos han dado su fruto:
en Nueva Jersey los cuatro músicos
y la orquesta mecánica sonaron
como uno, dando cabida no solo a bellos
solos, sino a un concepto global de improvisación.
Si alguien tenía alguna duda acerca
del papel del Orchestrion (muchos pensaban
que se limitaba a reproducir música
grabada), Metheny clarifica en actos,
que no en palabras, que se trata, simplemente,
de un instrumento con el que tocar jazz,
de una extensión del músico
que lo maneja. El Orchestrion es el sueño
de muchos de los que lo critican y, sin
duda, una mirada al futuro que ha llegado
con demasiada antelación.
En cualquier caso el concierto fue todo
un éxito con dos bises incluídos:
“The Good Life” (también
de Song X: Twentieth Anniversary)
y el “Are You Going With Me?”
que revolucionó el mundo de la
guitarra en 1981 y que contó con
la presencia de un Orchestrion que, esta
vez sí, se sabía la partitura.
Por cierto: es la primera vez que veo
a Chris Potter usar la flauta travesera.
Gracias a ella simuló el solo de
sintetizador de Lyle Mays en la versión
original del tema.
1 de agosto. Porgy And Bess
(Teatro Richard Rodgers)
Nunca había presenciado el Porgy
And Bess de los hermanos Gershwin,
ni en su versión operística
ni en la de musical. Por suerte estaba
en cartel en el Richard Rodgers Theatre,
en Broadway.
Poco se puede comentar sobre la representación.
La producción fue fabulosa, los
cantantes y actores rayaron a un altísimo
nivel y la emoción embargó
a los presentes. A modo de musical con
algunas voces de ópera, un libreto
trufado de standards (“Summertime”,
“It Ain’t Necessarily So”)
fluyó con soltura. A destacar la
actuación de los dos protagonistas,
Alicia Hall Moran (esposa de Jason Moran)
como Bess y Norm Lewis como Porgy.
Un truco para presenciar espectáculos
de Broadway: no compren las entradas con
antelación, preséntense
en el teatro y charlen con el taquillero.
No se imaginan los descuentos que pueden
conseguir.
4 de agosto. Lou Donaldson
Quartet (Jazz Standard)
Una de las “tareas” que me
propuse llevar a cabo en mi viaje neoyorquino
fue la de comprar algunos discos de Lou
Donaldson. Tamaña fue mi sorpresa
cuando vi que el veterano saxofonista
actuaba en el Jazz Standard, un club bello
y cómodo con una excelente atención
al cliente. Donaldson se presentaba en
cuarteto sin contrabajo, con órgano,
guitarra y batería.
“Hoy vamos a tocar jazz de verdad
[straight ahead jazz]. Nada de
fusión, nada de confusión,
nada de Kenny G ni de Najee ni de Spyro
Gyra”. Más claro el agua.
A pesar de herir mi corazoncito fusionero,
el bueno de Lou Donaldson dio una lección
de jazz, blues, bebop y
humor. Presentó un repertorio sencillo
sobre el papel, pero abordado con un oficio
y un lenguaje al alcance de muy pocos.
Homenajeó a Louis Armstrong (interpretando
“What A Wonderful World” e
incluso permitiéndose cantar la
frase final), criticó a Miles Davis
(“vamos a hacer un tema de los que
tocaba Miles antes de que dejara de hacer
jazz. Lo siento, Miles” [se trataba
de “Bye Bye Blackbird”]) y
llenó el ambiente de ese sabor
antiguo que manaba de su saxo alto. Especial
mención para Pat Bianchi, un organista
en alza.
Casualidades del destino: al final del
set el grupo quiso fotografiarse
con el también organista Reuben
Wilson, que se acercó a verles,
y me pidieron entrar al camerino para
disparar la cámara. Les puse una
condición: que también me
fotografiaran con ellos.
5 de agosto. Brian Blade
& The Fellowship Band (Village Vanguard).
A diferencia del Jazz Standard, el Village
Vanguard rezuma historia, pero el trato
al cliente es más tosco. Total,
siempre está lleno.
La ocasión servía en bandeja
a uno de los grupos más respetados
por los músicos de jazz: la Brian
Blade Fellowship Band. Si ver al batería
sonriendo, emocionándose y sin
dejar de inventar ya vale un concierto
por sí solo, escuchar el jazz de
cámara del grupo es toda una delicia.
En esta ocasión sin guitarra, la
batuta armónica correspondió
al pianista Jon Cowherd, concentrado hasta
el límite. Myron Walden y Melvin
Butler tejían el hilo melódico
con precisión y sentimiento. El
primero alternaba saxo alto y clarinete
bajo, el segundo tenor y soprano. Chris
Thomas dirigía al grupo desde atrás,
asentando el tiempo con su contrabajo
mientras Blade jugaba con desplazamientos
rítmicos.
Las baladas se encendían, los
pasajes líricos abrazaban a la
libre improvisación, los contrastes
se sucedían de forma desenfadada,
orgánica y naturalmente. Uno de
los mejores conciertos de mi estancia
neoyorquina, sin duda. Se me hizo corto.
6, 7 y 8 de agosto. Juliet
Annerino & Friends (varios lugares)
Una parte muy gratificante de mi trabajo
como bajista y contrabajista consiste
en organizar conciertos en Madrid para
músicos del otro lado del Atlántico.
En los últimos tres años
he tenido el placer de recibir a la cantante
de Chicago (residente en Los Ángeles)
Juliet Annerino. Suele pasar una o dos
semanas por aquí, que aprovechamos
para dar varios conciertos junto a otros
compañeros de la escena jazzística
local. Cuando Juliet se enteró
de que yo iba a ir a Nueva York, localizó
a un guitarrista (Nick Demopoulos, pedazo
de músico), organizó tres
actuaciones y tomó un avión
de costa a costa. Nick me dejó
un bajo eléctrico y el 6 de agosto
me encontré dando mi primer concierto
de jazz en Estados Unidos, en un local
del East Village de Manhattan.
La experiencia fue inolvidable, y nunca
estaré lo suficientemente agradecido
a Juliet y a Nick por su dedicación
y entrega. Por cierto, en el último
show tuvimos que “pasar
la gorra” entre el público
para ganar unos pocos dólares.
Esa costumbre aún no se estila
por estos lares, algunos dicen que afortunadamente.
Vista la situación del país
quizá sea el momento de replantearnos
nuestro “modelo de negocio”.
9 de julio. Earl Klugh (Blue
Note)
No lo puedo remediar (ni quiero). Me
crié escuchando jazz fusion.
Gracias a las melodías edulcoradas
de las estrellas del momento me adentré
posteriormente en las corrientes centrales
(y también en las extremas) del
jazz, pero siempre que escucho fusión
de los ochenta me emociono. Uno de los
discos que más me influyó
en la época fue el Collaboration
de George Benson y Earl Klugh. Imagínense
la sonrisa que esbocé cuando comprobé
que el último actuaba, durante
mi estancia americana, en el Blue Note.
Curiosamente la sala es más pequeña
e incómoda de lo que imaginaba.
Tampoco fue bueno el sonido, descompensado
entre la agresividad de la batería
y la guitarra acústica del líder,
muy por debajo del volumen del resto de
la banda. Sea como fuere, Klugh abrió
su actuación con “Brazilian
Stomp”, del disco mencionado. Qué
alegría.
El resto del show fue alternando
originales de los miembros de la banda
con alguna versión, como el “I
Say A Little Prayer” de Burt Bacharach.
Klugh me decepcionó un poco como
guitarrista. Ni pizca de virtuosismo.
A veces parecía estar luchando
con el instrumento, falló bastantes
notas y se equivocó en algunas
entradas. El héroe de la noche
fue Nelson Rangell, otro de esos saxofonistas
asociados a la fusión comercial.
Al alto, al soprano o a la flauta, su
sonido era amplio y contundente, su fraseo
claro y decidido. Lo mejor de la noche
fue escucharle silbando con una afinación
perfecta.
10 de julio. Al Foster/George
Mraz Quartet (Birdland)
Mi aventura finalizó en el Birdland,
la “esquina jazzística del
mundo”, una sala grande y confortable
que, a pesar de ser viernes por la noche,
presentaba un aforo escaso. La velada
me ofrecía la oportunidad de volver
a degustar al gran Al Foster y de ver,
por primera vez, a George Mraz, uno de
mis contrabajistas favoritos. Completaban
el cuarteto la pianista Renee Rosnes y
el aclamado Mark Turner al saxo tenor.
El concierto giraba en torno a composiciones
del repertorio de Joe Henderson. La falta
de ensayo era evidente, pero en figuras
de esta dimensión eso no es un
problema; al contrario, permite contemplar
con detalle su interacción, su
capacidad de improvisación y sus
tablas escénicas. Especialmente
delicioso fue observar a un veterano como
Al Foster intentando ejecutar todo tipo
de recursos, equivocándose y saliendo
del atolladero con frases bien elaboradas.
Lo suyo es jazz del de verdad. Contaba
con un kit de batería
mínimo, con el que reproducía
melodías perfectamente reconocibles.
Su ride caminaba con un swing
contagioso, y los tambores daban
a su discurso un aire antiguo que las
nuevas generaciones están perdiendo.
George Mraz demostró seriedad y
espíritu de equipo. Es todo un
virtuoso, pero cuando acompañaba
se limitaba a cumplir su labor. En sus
solos extraía bellísimas
melodías a partir de las notas
más agudas de su contrabajo, pero
sin abusar del recurso. Renee Rosnes es
pura delicadeza, puro estilo. Su fraseo
merece ser estudiado. El que desentonó
con creces fue Mark Turner, en mi opinión
uno de los músicos actuales más
sobrevalorados. De entrada su estilo sombrío
no pegaba con el de sus compañeros;
pero además estuvo desacertadísimo
durante toda la noche. Quizás por
un exceso de respeto a los galones de
Foster, Turner entró tarde a casi
todas las melodías, omitiendo las
primeras notas de las mismas (las de la
anacrusa, por si algún músico
está leyendo esto), algo especialmente
doloroso en temas como “Night And
Day” o “Recordame”.
Sus solos no iban a ningún lado,
las frases quedaban a medias, los silencios
se eternizaban… Mraz y Foster no
parecían estar muy cómodos,
hasta el punto de que el saxofonista lastró
un concierto que hubiera funcionado perfectamente
a trío.
Coda
Me alegra inmensamente haber pisado las
calles que transitaron los grandes de
esa música que tanto amo, el jazz.
La experiencia neoyorquina me ha llenado
y seguro que dejará su poso. Me
quedo con los recuerdos y con las compras.
Como comentaba al principio, la ciudad
ya no es lo que era y no quedan demasiadas
tiendas especializadas, pero aún
así pude encontrar alguna joya.
Ahora toca disfrutarla