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De
pie, las piernas con la separación justa, ni mucha ni poca,
el saxo firmemente embocado, los brazos pegados a los costados,
el rostro impasible, los ojos a veces cerrados, a veces abiertos
con la mirada levemente estrábica, perdida en el infinito.
Ésta es la imagen de Charlie Parker que se repite en cientos
de fotografías y unos cuantos metros de película,
la imagen de una esfinge, del solista con un dominio absoluto de
su instrumento, orgulloso de su oficio, capaz de tocar tanto con
las mejores orquestas sinfónicas como con el grupo de cualquier
garito de tercera. Un virtuoso que, como sus lejanos predecesores
del romanticismo europeo, no actúa para que el público
baile sino para que escuche, para que venere la magia del hombre
de edad indefinida, trajeado, casi inmóvil sobre el escenario,
en su pugna por crear belleza.
La brutal sorpresa llega por el contraste
de estas imágenes con la música que las acompaña,
sea un veloz torrente de notas acentuadas según un swing
sublime, sea la lenta declamación del lirismo sangrante de
una balada. Esta inmovilidad de Parker cuando tocaba, limitada a
lo indispensable, dedos, boca y pulmones, es quizás la mejor
medida de su concentración en el momento, de la conexión
directa entre la mente y el instrumento, hoy legendaria.
Es, precisamente, esta condición
de leyenda la que dificulta la comprensión de Charlie Parker,
persona y artista, aun después de medio siglo de su fallecimiento,
a los treinta y cuatro años. Como suele ocurrir, la muerte
temprana difuminó el personaje convirtiéndolo en mito,
presa fácil para hagiógrafos, psicoanalistas de salón
y místicos alucinados. En otros casos la mitificación
ha sobredimensionado la importancia del personaje; en el de Parker,
por el contrario, ha contribuido poco más que a hundir su
legado en el lodo.
No es que Parker muriese joven. Más
bien parece que condensó su vida en esos treinta y cuatro
años: en su ecuador, a los diecisiete, el joven Charlie ya
había dejado la escuela, se había casado, había
sobrevivido un grave accidente de tráfico y ya era adicto
a diversas sustancias, la heroína entre ellas. Consentido
por su madre, se entregó a la práctica incesante del
saxo alto en una ciudad, Kansas City, que era un nido del mejor
swing, blues y boogie-woogie. Su experiencia con diversas orquestas
y los modelos de Lester Young y Buster Smith pusieron a Parker rumbo
a la metamorfosis en Bird, un ave del paraíso.
De los infinitos testimonios de primera
mano que existen sobre Parker, la única conclusión
cierta que se puede extraer es que era un hombre complejo y contradictorio;
para algunos, generoso, para otros ruin; para éstos tímido
y ausente, para aquellos, locuaz y sociable; para muchos, inteligente,
para otros tantos, incapaz de cuidar de sí mismo. Lo que,
en cualquier caso, no conviene olvidar, es que Parker vivió
en primera línea de fuego la incomprensión, el rechazo
y la ignorancia inherentes al pionero en cualquiera de las artes,
además del racismo feroz, fuertemente arraigado en la sociedad
estadounidense de la época. Cuando, en 1946, se desmayó
en un estudio tras registrar una versión de Lover Man que
él mismo repudió, no sólo se publicó
el disco, sino que salió a la luz el relato sobre el colapso
de Parker, después inmortalizado por Cortázar en “El
Perseguidor”. Juicios estéticos aparte, cabe preguntarse
si a alguien le importaba la desnudez indefensa del artista.
En lo estrictamente musical, hoy
sabemos que las innovaciones de Charlie Parker y Dizzy Gillespie
no fueron revolución, sino evolución, y aunque es
imposible exagerar el papel del segundo como creador y difusor del
nuevo estilo, fue Parker, con su meteórico impacto sobre
toda la escena musical, el principal artífice de la conversión
del Bop –etiqueta necia como pocas– en lengua franca
del jazz. El nuevo estilo se contruyó sobre los sólidos
cimientos del Swing, al que se añadieron nuevos acentos rítmicos,
un mayor cromatismo en las melodías, y una expansión
armónica tanto vertical –acordes ampliados–,
como horizontal –sustituciones– resultantes en una música
angulosa y disonante que puede sorprender al neófito. Sin
embargo, el repertorio, especialmente en el caso de Parker, siguió
alimentándose de dos tradiciones clásicas, la del
teatro musical de Broadway y la del imperecedero blues, género
éste del que Parker fue un intérprete consumado tanto
en la sencillez de Now’s The Time, como en la sofisticación
de Blues For Alice.
La sublimación del músico
de jazz a la categoría de artista por encima del fatuo mundo
del espectáculo es, en definitiva, el legado de Charlie Parker,
miembro de una generación que vio en el jazz no sólo
un reto musical sino una vía de escape a la condición
de ciudadano de segunda. Parker apenas gozó de nueve años
de carrera musical en primera fila, en un entorno hostil y víctima
de sus propias debilidades, sus diversas adicciones y, hacia el
final de sus días, la creciente dependencia del alcohol y
tragedias personales como la muerte de su hija Pree a los tres años.
Y aun así, cada vez que embocaba el saxo todas las miserias
mundanas parecían eclipsadas por la majestuosidad de su música,
una obra tan fascinante para el musicólogo como para el mero
oyente.
Dicen que el mejor juez del arte
es el paso del tiempo. La música de Parker es exigente, pero
la recompensa al esfuerzo que requiere la primera aproximación
es la inmersión en un conmovedor torbellino musical de sensaciones
tan dispares como el dolor, la alegría, el lirismo romántico,
la ironía y, siempre, la pasión. Sus grabaciones en
directo, sin las restricciones de los estudios, son quizás
el mejor referente para una obra que se ha copiado hasta el hastío,
desde la servil imitación hasta la derivación extrema
del Free Jazz. En raras ocasiones se han alcanzado estas cotas de
expresividad, de la música como fiel expresión de
emociones. Tan solo una advertencia: una vez se disfruta a Bird,
ya no se abandona nunca.
Artículo publicado originalmente en la revista
mexicana "La Tempestad" © Fernando
Ortiz de Urbina, 2004
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