“Miles Davis: trompetista nacido en Alton, Illinois,
en 1926, que deliberadamente ha dado la espalda a la tradición
de su raza y que se puede citar como modelo de anti-jazz”.
Diccionario del Jazz de Hughes Panassié y Madeleine Gautier.
El jazz ha muerto varias veces a lo largo de su corta pero intensa
historia. Para muchos murió a finales de los 60 con el
free jazz, considerado el caos hecho música o la música
hecha caos. Pero antes, en los 40 el bebop ya había enterrado
el “jazz verdadero”. Para algunos recalcitrantes incluso,
la era del swing no fue más que una desnaturalización
del “jazz puro” de Armstrong, Beiderbecke o Morton.
Es cierto que hoy el jazz no vive sus mejores momentos, ni en cotas
de popularidad (y, como consecuencia de ello, en ingresos) ni en
creatividad, si lo comparamos con los años dorados, sean
–dependiendo de gustos y puntos de vista- los 60, los 50,
los 30 o los 20.
Pero esta crisis también la sufren otras “disciplinas”
artísticas, si nos atenemos a lo que reflejan los medios
de comunicación mayoritarios, las ferias, las carteleras,
las librerías o los festivales de alto copete. El fin de
la novela se lleva afirmando y anunciando desde hace varios lustros.
No hablemos de la poesía o del teatro… Las bellas artes,
las artes plásticas, han consumido ya todos los “ismos”
y los “pos” existentes y las “nuevas tendencias”
demuestran por lo general pereza intelectual o confusión
o reciclaje de estilos antiguos o papanatismo… El cine sigue
la tendencia de los refritos y para encontrar alguna pepita de oro
hay que remover en un enorme lodazal. La música “clásica”
occidental es un conservatorio, en el peor sentido-literal de la
palabra, dominado por un funcionariado que defiende con uñas
y dientes sus prebendas y rehuye toda novedad. El pop-rock vive
un estado lamentable, con una industria y una prensa que trata –sin
éxito- de crear de forma artificiosa la gran esperanza blanca
o negra que pueda recoger la antorcha de las glorias de los 60-70
o incluso de los 80 (que hay que echarle).
Yendo más lejos, algunos hablan de fin de la historia. Esto
parece el Apocalipsis. Sólo falta que clonen a Cristo para
que nos anuncie el fin del mundo. Es cierto que vivimos tiempos
convulsos, con nuevas tensiones y reajustes surgidos, mayormente,
tras el hundimiento de la URSS, el despegue económico de
China, India y compañía, el triunfo (?) de la globalización,
internet y la (r)evolución tecnológica. Son tiempos
de crisis pero en sentido literal, es decir “mutación
importante en el desarrollo de un proceso”, sea para bien
o para mal.
Pero volvamos a nuestro redil jazzístico.
El jazz alcanzó su mayor cota de popularidad en los años
treinta, al ser la música popular y de baile por excelencia.
A partir de los 40 con la aparición del bebop, pero también
del rhythm and blues y del rock, cedió el título de
“chica más popular del instituto” a estos estilos,
evolución que se confirmó e incrementó con
el paso del tiempo. A partir del bebop, el jazz se volvió
más abstracto y más complejo, pasó de ser una
música popular a una música culta –un caso inhabitual
en la historia de la música-, es decir, minoritaria, se quiera
o no, y, se quiera o no, es una tendencia que parece no tener vuelta
atrás –al menos en la próxima centuria o milenio-,
pese a los intentos -en su inmensa mayoría infructuosos-
de volver a “popularizarlo”, sea con las (in)fusiones,
el jazz-rock, el jazz-pop, el ataque de los jóvenes clones
o los guapos y guapas cantantes llenos de glamour que perpetran
el enésimo recopilatorio navideño…
En su corta existencia (menos de 100 años) el jazz ha tenido
una evolución enorme –equivalente a varios siglos en
otros estilos musicales anteriores-, relativamente lineal y consecuente,
pero menos de lo que la descripción histórica hace
creer. Desde los años 20, en cada década ha imperado
un estilo que se ha venido a sumar a la corriente principal. Una
historia marcada –a grandes rasgos- por tres revoluciones
o rupturas (aunque estas últimas fuesen continuaciones lógicas
de las anteriores): en los años 20 con el paso de la improvisación
colectiva a la aparición de la figura del Solista con mayúsculas
de la mano de Armstrong sobre todo, pero también de Béchet
y Beiderbecke; en los 40 con el bebop; y en los 60 con el free.
E intercaladas entre ellas, unas evoluciones de los desarrollos
anteriores, con el swing en los 30 y el hard-bop y el cool en los
50. Una historia pues, hecha de rupturas (basadas, sin embargo,
en lo anterior: aunque se trate de “matar al padre”,
se sigue siendo un “hijo de”) y desarrollos de dichas
rupturas.
Esta es la visión general, rápida y cómoda
de la historia del jazz que, sin embargo, oculta otros elementos
(o estilos), tal vez secundarios, pero importantes para comprender
su evolución. Esta “historia oficial” presenta
un desarrollo mucho más consecuente, lógico y simplificado
de lo que realmente ha sido (a lo que no ayuda la perspectiva de
la historia contada a través de las grabaciones disponibles).
Quedan en el olvido muchos de los experimentos fallidos, muchos
de los experimentos logrados pero que no tuvieron la trascendencia
suficiente por falta de músicos que siguieran sus pasos o
por pasar desapercibidos en el momento de su creación, las
contradicciones, las luchas, las crisis… Esta noción
(o visión o versión) va de la mano de la compartimentación
estilística hecha por los historiadores, críticos,
periodistas y, en consecuencia, por los aficionados.
Los músicos que no se encuadran en un estilo determinado
y definido (por otros) son relegados y los errores de apreciación
abundan: el West Coast no es en realidad un estilo (emparentado
e incluso confundido con el cool) sino simplemente una situación
geográfica. Teddy Edwards, Wardell Gray, el quinteto de Max
Roach y Clifford Brown, y Eric Dolphy, Ornette Coleman, John Carter
y Horace Tapscott también son “West Coast” (sirva
como guiño el fantástico disco “West Coast Hot”
que reúne grabaciones de Tapscott y John Carter). Lennie
Tristano y su escuela, siempre catalogados como “cool”
(con el componente racial –blanco- y despectivo –intelectual,
frío- que lleva consigo) tienen, a nivel estilístico,
una mayor relación con el bebop puro y duro que con el cool
de Shorty Rogers, Chet Baker o Gerry Mulligan. Jimmy Giuffre, otro
supuesto “ejemplo” del cool y West Coast, es uno de
los innovadores más injustamente olvidados de la historia
del jazz, músico inclasificable que ha hecho cool, sí,
pero también ha propuesto mucho antes que otros otra visión
del free (un free “sin testosterona”, delicado y cargado
de silencios), ha coqueteado con la Tercera Corriente e incluso
se ha divertido con el rhythm and blues. O Monk, nombrado “sumo
sacerdote del bop”, cuando su música es tan bop como
stride, pero es ante todo “monkiana”. ¿Qué
decir de todo una pléyade de músicos que en los 60
no hacían hard-bop ni free, pero que nadaban entre estas
dos aguas y que, con el paso de los años, han tenido –y
tienen- una influencia considerable? Me refiero a Andrew Hill, Bobby
Hutcherson, Graham Moncur III, Booker Little e incluso Wayne Shorter
y el segundo “gran” quinteto de Miles Davis, por citar
tan sólo a un puñado.
Pero, ¿y después de los 60 qué?, se preguntará
el sufrido lector que haya llegado hasta aquí. Pues aquí
empieza lo difícil. No sin razón, se puede decir que
el free jazz marcó un callejón sin salida de la evolución
antes descrita: la sensación de que con él se agotaban
los recursos exploratorios, ya no se podía ir más
lejos (el socorrido “¿y ahora qué?”).
A ello se une el hecho de que coincidió con el final de la
“década prodigiosa” de 1955 a 1965, sin parangón
en la historia del jazz por la acumulación de músicos
de primerísima línea –en la que coincidieron
las nuevas figuras con grandes supervivientes de las décadas
anteriores-, de estilos diferentes, de sellos y productores fundamentales.
Con el free jazz se acaba el continuum (el posterior jazz-rock o
fusión –termino que no significa nada- es el último
balbuceo de esta concepción historicista).
Y ahí es donde surge la teoría o la percepción
del fin del jazz que sigue acechando y vuelve por oleadas de tanto
en cuanto. Y, evidentemente, el culpable, el sepulturero es siempre
el free. Pero, como hemos dicho antes, el descenso en la parte de
mercado del jazz (el tipo de vocabulario utilizado es intencionado)
se inició ya en los 40. El hecho de ser popular, de tener
éxito de ventas no significa gozar de mejor salud creativa,
ser “mejor”, muchas veces al contrario (pero también
se puede decir lo “contrario de lo contrario”: no por
ser minoritaria, una música es más válida).
No hay que olvidar que lo que motivaba y motiva a músicos
de alto nivel (como son la mayoría de los jazzistas) a hacer
jazz no es un deseo de notoriedad o de tener una grifería
de oro –si es así, están muy despistados- sino
que es una decisión artística, un deseo interior o
la evolución de una tradición. Estas son afirmaciones
trilladas, que deberían ser evidentes pero que, por desgracia,
parecen no serlo (no son tiempos para andar con sutilezas, como
decía Zappa).
Las historias del jazz más recientes, los documentales,
las selecciones de la “discoteca básica” suelen
obviar en gran medida los 30 últimos años del jazz.
¿Consecuencia de un descenso marcado de la calidad? Tal vez,
pero ni mucho menos tan marcado. ¿Falta de perspectiva histórica?
¡Por Shiva, si ya han pasado 38 años desde que Coltrane
(el último mesías) se fue al otro barrio! En opinión
de quien esto escribe, se debe sobre todo a la indefinición
del jazz actual, a la falta de una corriente principal como en las
décadas anteriores, a la tardanza en el advenimiento de un
nuevo mesías redentor que marque el camino. Difícil
trabajo el de los historiadores del jazz, tan aficionados a los
compartimentos estancos, a la hora de describir la evolución
(se acepta que no ha habido Revolución) del jazz en las últimas
décadas. Hay una falta absoluta de imaginación a la
hora de parir apelaciones válidas para los diversos estilos
(aunque hay que reconocer que la tarea es ardua). ¿Post-free?
¿Post-bop? Muy facilón y además no quiere decir
gran cosa. ¿Jazz contemporáneo? Aún más
vacío...
La impresión es que llevamos 30 años de sindiós,
de “sin brújula”. Por eso no es extraño
que tenga gran fuerza el revivalismo/revisionismo. El revisionismo
de un Marsalis y su corte que anhela una vuelta a la edad dorada
y que se queda en lo museístico, en la naftalina, cuyas brasas
(que no fuego) están avivadas por una industria y una prensa
deseosa de una vuelta del glamour y de las ventas. Un revisionismo
en Vandermark y otros muchos músicos respecto al free jazz,
con intenciones loables (dar cartas de nobleza al free, el culpable
del asesinato) y resultados, por lo general, mucho más convincentes
que los “otros” revivalistas.
La principal característica del jazz actual –y de
los últimos 20 años- es el eclecticismo, que no es
un estilo per se, pero sí es el rasgo predominante. El eclecticismo
recurre a elementos exógenos (folclores, ritmos, instrumentos,
convenciones), algo connatural a una música en esencia mestiza
como el jazz, pero que se ha multiplicado, en gran medida por la
“globalización jazzística” y la aparición
de escenas y músicos de relieve en numerosos países.
No hace falta decir que este eclecticismo hace que la catalogación
resulte aún más difícil: los estilos del jazz
se vuelven fronterizos y las fronteras se diluyen. ¿Dónde
empieza el jazz y dónde acaba en Zorn, en Cecil Taylor, en
Braxton, en Frisell, incluso en Threadgill? ¿Es klezmer lo
que hace Masada? ¿Es folklore lo que hace Trovesi? ¿o
Baldo Martínez? Desde luego que no, pero para algunos tampoco
es jazz (no para quien esto escribe)… ¿Cuánto
hay de vanguardia “clásica” occidental en un
disco (magnífico) como Camallera de Agustí Fernández?
¿Y en Barry Guy?
El jazz necesita una reevaluación histórica sólida
y seria, pero músicos de interés no faltan. Ahí
están –en una muy rápida enumeración-
Tim Berne - principal heredero del downtown neoyorquino de los 80-,
Steve Coleman, Greg Osby impulsores del M-Base (movimiento de una
importancia mayor de la que se cree que ya tiene su siguiente evolución
notable con Viyay Iyer y Rudresh Mahanthappa), Ellery Eskelin, Uri
Caine, Craig Taborn, Jason Moran, Dave Douglas, Steve Lehman, los
supervivientes de la generación de los lofts y miembros de
la AACM (Wadada Leo Smith, Bill Dixon, sir Henry Threadgill, Anthony
Braxton), Cecil Taylor, Myra Melford, Marilyn Crispell… Y
luego los europeos, con su propia idiosincrasia: la escena italiana,
los nórdicos, los franceses, los holandeses, los británicos…
El jazz no vive uno de sus mejores momentos –tal vez esos
mejores momentos no vuelvan- pero no está muerto ni mucho
menos. Su porción del pastel del negocio musical es ahora
muy pequeña y, con ello, su “visibilidad”, como
se dice ahora. Salvo honrosas excepciones, el buen jazz, el estimulante,
el vital, se sigue desarrollando en el subsuelo mercantil, detrás
de puertas anónimas en locales improbables, en pequeños
sellos más o menos confidenciales. Vayamos a por él.
“Y después se desata la tormenta de mierda”
(Roberto Bolaño, Nocturno de Chile)
© Diego
Sánchez Cascado, 2006