Comentario:
Johnny Mercer: The Dream’s on Me fue mi estreno en el In-Edit 2010. Un documental televisivo de factura un tanto convencional pero que lograba embaucarte gracias a la figura de Johnny Mercer, un auténtico mago de las palabras y de las canciones. A Mercer se le suele poner, con toda justicia, dentro del grupo de los grandes creadores del “Great American Songbook”, es decir, Irving Berlin, los Gershwin, Cole Porter, Rodgers & Hart, Oscar Hammerstein, Harold Arlen, Hoagy Carmichael, etc. Y si nos atenemos puramente al legado y al trabajo hecho, a la trayectoria (de Broadway a Hollywood), lo cierto es que es así. No obstante, esta película nos permite ver brevemente una serie de aspectos de Mercer que, aún sin sacarlo de ese grupo, matizan su figura y le dan otras explicaciones. Por ejemplo, su relación con las palabras y sus timbres. Como jugaba con los sentidos, dobles y múltiples que a veces encierran las palabras. Buscando su eufonía. Desatando juegos irónicos, perversos o inocentes. O bien cultivando iconologías dentro de los temas, desde las más tópicas (“One for My Baby (and One More for the Road)”) a las más tradicionales, o logrando crear con una letra un ambiente aún más misterioso que el de la música ya escrita (caso de “Laura”, el tema de la película de Preminger); hablando abiertamente de sus problemas personales con el alcohol (“These orchids”); recuperando imágenes de su amado Sur para transportarlas, debidamente recreadas, a la radio (“Jeepers, Creepers!”); pero también fabricando temas que devendrían standards integrales de jazz, tanto en letra como en música (“Satin Doll”, “Trav’lin Light”, “Skylark”, “Come Rain or Come Shine”). Es decir, siempre puso algo de sí en sus letras o músicas, y para ello se fijó no sólo en el resto de sus colegas autores, a los que admiraba sin reservas, sino en el mundo de las palabras, de literatos como Twain, de las peculiaridades del lenguaje, de la tradición oral y las voces de su sur natal (era de Savannah, Georgia), de la lengua criolla, etc. Vemos también su trayectoria, desde la importancia inicial del blues (que siempre será importante para él), su paso por el teatro en Nueva York, la época en Hollywood, con el swing, las películas, su breve y fructífera alianza con Harold Arlen o la fundación del sello Capitol; hasta esa etapa final (pos swing) en la que, como ocurre con John Ford y Alfred Hitchcock, se siente que si no es cuando hace su mejor trabajo sí es cuando éste se vuelve más esencial y condensado (“Moon River”, “Days of Wine and Roses”, “Emily”). Buena parte de toda esta información procede de dos viejos programas de la BBC en los que Humphrey Lyttelton entrevistaba en profundidad a Mercer. Son las joyas del documental, sin duda, que en otros momentos te entierra con tal cantidad de material de archivo que no tienes tiempo de digerirlo debidamente. Por otra parte, la realización es correcta, con una producción de qualité made by Clint Eastwood, pero con algunas objeciones importantes a hacer. Por ejemplo, todas esas intervenciones de Eastwood y amigos varios (que si Jamie Cullum, que si John Williams) contándose cosas que son irrelevantes en el contexto del documental; o bien cantando y tocando piezas de Mercer, como Dr. John (bien, pero accesorio) o una hija adolescente y cantante del cineasta (que amenaza con ser el siguiente lanzamiento de la familia). Todo ello, especialmente durante los primeros 20 minutos del film, frena el relato sobre Mercer, que es lo que realmente importa. Parecería como si además de producir (lo que ya es meritorio de por sí) el señor Eastwood tuviera que figurar. Anyway, un film interesante para todos aquellos interesados en Mercer o en el cancionero norteamericano clásico.
Y, de songwriter a songwriter, esa misma tarde caía otro biodoc de un nombre igual de básico en la música popular norteamericana. La figura del cada vez más venerado Nilsson se nos presenta en Who is Harry Nilsson (and why is everybody talkin’ about him?). Lo de Nilsson es, como dirían los americanos, bigger than life. Por su aportación musical, por su voz, por su vida, por sus excesos y por sus éxitos, todo ello en cantidades no precisamente homeopáticas. Nilsson hizo muchas cosas antes que nadie y las que hizo después las hizo, normalmente, mejor. Entre las primeras, grabar aún en los 60 todas las voces de un disco, incluyendo todos los registros de un coro (voces masculinas y femeninas). Es reconocido por todo el mundo que su voz fue un instrumento musical inigualable, instrumento que se quebró definitivamente a mediados de los 70 por culpa de los excesos varios que a si mismo se infligía (luego comentaremos su personalidad). Por otro lado, como arreglista, y en cierto sentido como compositor, demostró hacer las cosas como nadie. Ahí está el disco Nilsson sings Newman (1969), en el que consigue superar incluso los originales de Randy Newman. Y, no sólo eso, como alumno aventajado de tantos talentos (desde The Beatles hasta los clásicos del cancionero norteamericano) demostró hacer las cosas sino mejor igual de bien –aunque con frecuencia, mejor–. Por otro lado, es sólo en parte incomprensible que su obra hubiera quedado tanto tiempo arrinconada en el desván de la música pop ya que él nunca hizo giras y sus actuaciones en directo fueron muy contadas. Asimismo, tampoco se avino a los típicos programas promocionales de las discográficas. De joven, como autor de canciones para otros, ya había tenido algún contacto en Los Angeles con el tinglado del show business, y es algo que dejó de interesarle rápido. Pero, aún y sin contar con todo el aparato promocional, entre finales de los 60 y principios de los 70, y los más mayores probablemente lo recuerden, logró encadenar una serie de éxitos no sólo en EE.UU. sino en todo el mundo. Lo que nos lleva a una de las cuestiones clave de Nilsson, y es que fue de esa clase de artistas que logró conciliar una voluntad de ser popular con el deseo de experimentar y probar cosas nuevas.
El documental de John Scheinfeld hace un recorrido por toda la trayectoria vital y artística de Nilsson, sacando a flote una ingente cantidad de material visual y sonoro, desde grabaciones de TV, entrevistas, filmaciones caseras o de las sesiones de grabación de los discos y, naturalmente, todo ello pespunteado con las tomas de las entrevistas de rigor con amigos, familiares y artistas (Newman, Van Dyke Parks, Al Kooper, Brian Wilson, el productor Richard Perry, el cineasta Terry Gilliam o los actores Eric Idle y Robin Williams), que lo conocieron. El documental incide bastante en la vida personal de Nilsson, desde su nacimiento en Brooklyn, cuando queda huérfano aún adolescente y decide cruzar el país para dedicarse a la música en California, sus primeros éxitos (su versión de “Everybody’s Talkin’”, que el film Cowboy de medianoche hará mundialmente famosa), su primer matrimonio y su primer hijo, la incapacidad de ser padre, sus amistades con personajes célebres y excesos de todo tipo, que terminarán por pasarle una inaplazable factura, el impacto de la muerte de su amigo Lennon, que le llevará a meterse en una larga campaña personal por la reducción de armas de fuego, la bancarrota, su última familia y la muerte con 52 años. Una vez más, se tiene la sensación como espectador de ser aplastados por la cantidad de material de archivo que despliega el documental, pero tratándose del primero dedicado a Nilsson, tal vez no había otra manera de hacerlo. Para acabar, un detalle que ilustra la vida y la imagen que dio, y que nos cuenta Eric Idle del día del entierro de Nilsson: mientras estaban en el cementerio en Los Angeles, hubo uno de los temblores de tierra del famoso terremoto de enero de 1994, aquel que, como recordarán, hizo caer autopistas enteras como si fueran piezas de un scalextric. Como ironiza Idle, debió ser “porque Harry había llegado al cielo y los bares estaban cerrados”.
Cambio de tercio. “De viaje con Manfred Eicher” es el subtítulo de Sounds and silence, y algo de eso hay, pues en buena parte del metraje de esta cinta suiza seguimos al productor alemán por un montón de lugares y rincones en los que su sello ECM tiene a músicos de la escudería, desde Estonia a Salta, en Argentina, de Cartago a Copenhague, y por supuesto en Munich. Lo que ya de entrada nos lleva a corregir una idea que siempre se asocia al sello germano, y es la de tener una estética fría y que tiende hacia lo noreuropeo. Esto derivaría de un conocimiento incompleto del trabajo que ha desarrollado el sello, pues si una influencia era palpable en sus inicios en los 70 era, además de un cierto tipo de jazz norteamericano que entonces se encontraba “exiliado” en Europa, la confluencia entre lo oriental y lo occidental; y sólo algo más tarde se tomaría, sólo como una vía abierta más, esa pretendida “estética” –que no es tal– nórdica. Y este tipo de visión esclarecedora y hasta desmitificadora es uno de los puntos más destacables de Sounds and silence. Nos ayuda a entender cuál es la naturaleza real del trabajo que lleva a cabo Eicher, apartando lo superfluo y lo erróneo. Se nos muestra la dedicación y entrega que Eicher pone en cada proyecto, en cada momento. Ya sea en una capilla de Tallín, preparando la grabación de una pieza con orquesta y coro de Arvo Pärt; forzando a los técnicos del estudio muniqués a capturar una cualidad del sonido del piano de Nik Bärtsch antes de que escape por entre los controles de mesa y las excesivas monitorizaciones; ayudando a sonorizar personalmente un concierto de Anouar Brahem en Munich; o bien solucionando una compleja toma sonora de la banda municipal de Bergamo que acompañó a Gianluigi Trovesi en su proyecto sobre la ópera. Todos estos viajes son escalas en las que el apasionamiento del productor va reportando sus frutos. En contrapartida, a los músicos visitados siempre se les ve confiados con la figura y solvencia de Eicher. O en la misma cuestión gráfica, tan marcada e indisociable del sello. Ahí también lo vemos trabajando con sus diseñadores en su enorme banco de imágenes y fotografías, asignándolas a cada disco con una vocación más artesanal que estética (otro tópico que hay que replantear, pues). Llegados a un punto, Eicher deja claro que para él lo importante es la música, y que las técnicas de grabación y el trabajo con el sonido (“buscar los rastros de un cometa”) tienen como única finalidad el registrarla de la manera más fiable y verista (“acercarse a la realidad”). Así pues, el sonido como fenómeno acústico puro no es lo primordial para él. La grabación es tan solo la manera en la que obtener otra cosa, la manera de restaurar (o potenciar) su esencia comunicadora. La historia lo dirá, pero una de las grandes aportaciones de Eicher tal vez sea la de haber recuperado esta noción para el ámbito de la nuevas músicas.
Hay que señalar la impecable factura del film, que presenta unas dificultades técnicas a la hora de grabar a ciertos músicos que son derivadas de la meritoria actitud de los realizadores, en pos siempre de no intervenir y de ser todo lo invisible que se puede ser en un rodaje. Y, por entre medio, algunas perlas recogidas por sus cámaras, como el ensayo entre Dino Saluzzi y Anja Lechner, en el que el primero le dice a la cellista que no hay por que ir tan al tiempo; una preciosa versión de “The Lover’s Appeal” del trío de Trovesi, Umberto Petrin y Fulvio Maras; o una preciosa improvisación en el comedor de un hotel entre el mismo Trovesi y el acordeonista Gianni Coscia (entre los que hay una entrañable discusión sobre si el clarinete es mejor que el acordeón o al revés, que parece extraída de la Prova d’orchestra de Fellini… como buenos italianos).
Vuelta a EE.UU. con THE LAST POETS: Made in Amerikkka, una producción francesa que documenta la reunión que los poets originales (faltaba uno, aunque no se dice por qué) llevaron a cabo con motivo de un único concierto que ofrecieron en el festival de Banlieues Bleues de 2008, en París. La cinta, de apenas una hora, no es retrospectiva sino que aprovecha los ensayos previos al concierto y el mismo concierto (en el que estuvieron muy bien acompañados por Robert Irving III, Jamaladeen Tacuma, Ronald Shannon Jackson y Kenyatte Abdur-Rahman) para recrearse en los mismos o para charlar con cada uno de los poets. No tiene nada de nostálgico pues y lo que pone de manifiesto es la coherencia e integridad de estos tipos. Al final resulta que aquellos locos han resultado ser la gente más sensata, y que buena parte de lo que denunciaban o de lo que advertían iba a ocurrir, sigue pasando y ha ocurrido. La crítica antiimperialista que esgrimían en los 60/70, iba también dirigida a su propio pueblo, los niggers que seguían el cuento estando más pendientes de pelearse entre ellos o de follar que de ver lo que estaba pasando, resignándose al destino que les venía dado. Esto lo hacen extensible al día de hoy, y mientras aceptan que ellos son los padres del hip hop, no transigen con la actitud de muchos raperos actuales, especialmente los del gangsta rap, siempre engalanados en oro, ebrios de champagne y al mando de veloces coches… y al resto ¡que le den! Al mismo tiempo, recapacitan sobre lo ocurrido en estas últimas décadas y sobre la irrupción de una clase media de color, para poner en entredicho la obtención de dicho status. Musicalmente, hay que destacar el brío que siguen mostrando, la energía de su groove, que comprende elementos musicales del sur, de las ciudades del norte y caribeños, y ese juego rítmico con las palabras, haciendo percutir sus sonidos pero también sus significados. Efectivamente, los padres del hip hop y de la poesía callejera. Me quedo con una frase, creo que de Babatunde, que deja entrever, a pesar de todo lo dicho, su optimismo: “hay que repensar América”. OK, y después vengan a Europa.
Respecto al film sobre The Doors, When You’re Strange, del cineasta y viejo colaborador de Jim Jarmusch, Tom DiCillo, se presentaba como la “visión” definitiva y una especie de desagravio respecto de la biopic que en 1991 perpetró Oliver Stone sobre el grupo angelino (idea que en realidad había difundido Ray Manzarek, el viejo teclista de la banda). Es cierto que el film de Stone era infecto, superficial y que nos presentaba a un Jim Morrison idiota; pero, cabe preguntarse, ¿es que alguien se esperaba otra cosa de dicho proyecto y dicho director? Dejando a un lado esto, el film-documento de DiCillo no logra tampoco, al menos a mi juicio, penetrar en la esencia del grupo que, más allá de su música y del contexto en que vivieron, no es otra que la fértil imaginación poética de Morrison. Sin embargo, el planteamiento de este documental sigue insistiendo en marcar la historia de The Doors con las muescas de esa otra Historia (Vietnam, disturbios raciales, represión policial, estudiantes muertos en Kent State) sin penetrar en el por qué de esa relación y en cómo la estaban exponiendo Morrison y la banda con sus letras y música. Y aunque no se recurre a las consabidas entrevistas con amigos y colaboradores, lo que es de agradecer, la locución pierde la oportunidad de hacernos entrar en el agitado mundo de The Doors para seguir alimentando los componentes más escandalosos y folklóricos, que si arrestos, melopeas, salidas de tono… En cuanto a material de archivo, empleado con profusión, hay que decir que el mejor de todos, que es usado para vertebrar visualmente el documental, es el que nos muestra a Jim Morrison protagonizando varias escenas como una especie de autostopista-asesino; pero, al mismo tiempo hay que decir que no es un material ni tan nuevo ni inédito, ya que procede de dos mediometrajes que en 1969 realizó Jim Morrison con la ayuda de Frank Lisciandro, Paul Ferrara y Babe Hill. Se trata de Feast of Friends y HWY: An American Pastoral. Es cierto que dichas filmaciones apenas fueron vistas en su momento, pero otros documentales sobre el grupo ya las habían empleado parcialmente, caso del estadounidense No One Here Gets Out Alive (Gordon Forbes, 1981) o del francés Le monde tout de suite (Pascal Mercier, 1991). En fin, tuve la sensación, como en estos dos documentales mencionados, que se volvía a desperdiciar la posibilidad de hacer un viaje al interior de la obra de The Doors, y especialmente de su piedra de toque, la poesía de Morrison.
Al documental catalán Barcelona era un festa (Underground 1970-1980), que trata de reflejar la efervescencia contracultural y libertaria que en esa década se dio en la capital catalana, le pasa un poco lo que al film anterior, que no consigue zafarse de ciertos tópicos y generalizaciones que rondan por ahí. En primer lugar, esa idea de “fiesta”, así, sin ningún matiz, es más que discutible, sobre todo si pensamos en los que se quedaron por el camino. Pero, también, porque no es lo mismo la Barcelona en la que se dan las Jornadas Libertarias, en 1977, que la de la ejecución de Puig Antich, en 1974. Entre otras cosas, porque en ésta hay miedo, en aquélla no (o no tanto). En todo caso, en una Barcelona y en otra siempre hubo esperanza, es verdad, pero eso ya no es fiesta. Por otro lado, entre los que aparecen entrevistados en el documental, las aportaciones son muy irregulares. Tenemos desde gente que dice cosas juiciosas (Montesol, Onliyú, Pau Riba), hasta los que no sueltan más que chorradas (Mariscal). También hay intervenciones que desconciertan, como alguna de Quim Monzó (“sólo han quedado los buenos”, que según él eran los que trabajaban), que podríamos situar entre el chascarrillo y un espasmo que aunque él no quiera lo mueve al absurdo (ab: hacia; surdo: persona que se maneja mejor con la mano izquierda para lo que sea que haga con ella. Fuente: Accidents Polipoètics). Y entre todo ello, demasiado anecdotario personal. Pero, el principal problema, insisto, es lo dispar de esos años, ese corte entre épocas. Esta dificultad la ponía de manifiesto recientemente el filósofo Miguel Morey en un artículo en el suplemento “Cultura/s” de “La Vanguardia”: “Cuando llegue el momento de analizar en profundidad lo que fue aquella Barcelona de la transición, los analistas se encontrarán con no pocas sorpresas, tanto por la complejidad y riqueza de lo que tuvo lugar como por la disparidad entre el modo nostálgico con el que perduran aquellos años prodigiosos (…) y la evidencia de la durísima represión que acompañó los últimos coletazos del régimen franquista”. Pues bien, esta “fiesta” no acaba de captar esa “complejidad y riqueza” a la que se refiere Morey, así de sencillo. Creo que, como ocurriría con un macro festival que hubiera tenido lugar hace años, sería más interesante conocer la opinión y vivencias de la audiencia que las de los que se encontraban sobre el escenario pues, para retratar una época con ciertas garantías hay que contar con una buena legión de “sin nombre”. Nos queda, eso sí, el buen contingente de material gráfico que el documental no deja de sacar en pantalla, desde cómics, arte, revistas y fotografías, hasta material videográfico de la época procedente de los archivos de Video- Nou y de otros colectivos similares. Aunque también hay alguna trampa, como poner imágenes del film del festival inglés de Isle of Wight, aunque se mencione la procedencia: si no se tiene acceso al material de Canet, por ejemplo, no se pone nada y punto.
Retrospectiva de D.A. Pennebaker y Chris Hegedus
Dentro de la restrospectiva dedicada al documentalista D.A. Pennebaker, que a partir de mediados de los 70 formaría binomio con Chris Hegedus, elegimos como muestra el largometraje Monterey Pop (1968) en detrimento de su gran obra de esos primeros años que es Don’t Look Back (1965), el mítico film sobre la gira británica de Bob Dylan que, además de ser probablemente el primer documental de rock de la historia (al menos tal y como entendemos hoy el género), en muchos aspectos –técnicos, cinematográficos, documentales– sigue hoy insuperado. La razón para ello es que hace un par de años se editó una estupenda caja de dos DVD que contenía el film en sí y un montón de secuencias inéditas y material complementario, y que por tanto el aficionado ya conocerá. Por otra parte, Monterey Pop fue también un hito, ya que inauguró el subgénero del “film-festival”, del que la obra más emblemática sigue siendo Woodstock (Michael Wadleigh, 1970). Sin embargo, el film de Pennebaker, filmado en el festival californiano de Monterey en 1967, además de adelantarse en un par de años, sería también un gran éxito en las pantallas estadounidenses y británicas; y mostraría una forma de realizar por parte de Pennebaker harto distinta de la de los realizadores de Woodstock, debido sin duda a que él, junto a sus amigos Richard Leacock y los hermanos Maysles (algunos de ellos también operadores de cámara en este film), fueron los impulsores del movimiento del “cine directo” en los EE.UU. a principios de los 60, una forma documental que supuso una renovación tanto técnica como ética respecto de sus precedentes.
Originariamente el proyecto sobre el festival de Monterey debía ser para la televisión. Cuando Pennebaker y sus colaboradores visionaron los rushes de material, se dieron cuenta de que merecía la pena hacerse un largometraje cinematográfico con todo ello. Y no se equivocaron. Ya desde los créditos de inicio, realizados de un modo casero y a contracorriente, nos damos cuenta de que vamos a ver un trabajo hecho con espíritu amateur pero con rigor y un gran sentido del cine. Sin contar con apenas infraestructura técnica, Pennebaker y su equipo registraron el acontecimiento poniendo el énfasis en lo realmente significativo para ellos. Por un lado, captando breves impresiones del recinto, de las actividades dentro de él (los chiringuitos, el camping) y de los asistentes (reacciones, en los sacos de dormir), y creando una escuela que seguirán todos los film-festivals posteriores, desde Woodstock hasta nuestro Canet Rock (1976). Del otro, filmando a los músicos de un modo muy preciso, con un gran surtido de primeros planos y planos medios, con leves variaciones, que les permiten resaltar más la persona que el personaje. Las filmaciones de las actuaciones están desprovistas de cualquier teatralización, lo que es otro punto a su favor. Hay, por encima de todo, un interés informativo loable, pero por la “información” tal y como entonces se entendía.
Respecto a las actuaciones en sí, empezar diciendo que me resulta inexplicable que no se incluyera en el montaje final el tema de Quicksilver Messenger Service “Dino’s Song”, que existe pues corre por la red. Y respecto a lo que sí hay, hablar del concierto de Hendrix, que ha quedado como un icono no sólo de esta película sino del rock en general, y concretamente en la célebre versión que hizo con su Experience de “Wild Thing”, en la que el guitarrista acaba arrodillado quemando su Stratocaster. En ese momento, Hendrix destrozó el tema, la guitarra y me temo que una cierta manera de entender el rock, para siempre. Un interés especial, al menos para mí, tenía el ver la actuación de Jefferson Airplane, que en la película aparecen interpretando dos temas, “High Flyin’ Bird” y “Today”. La leyenda dice que Jean-Luc Godard quedó prendado de estos fragmentos y propuso a Pennebaker realizar un proyecto que, en el estilo de su anterior One plus one, debía ser un retrato de los EE.UU. tomando como ejes el Black Panther Party, un banquero de Wall Street y el trabajo de Jefferson Airplane. El proyecto debía titularse “One A.M. (One American Movie)”, y aunque se filmó lo suficiente para acabarlo, el realizador francés dejó el montaje en manos de Pennebaker para regresar a Europa. Finalmente, Pennebaker hizo One P.M., algo así como “One Pennebaker Movie”, aunque Godard, con su habitual ironía, lo rebautizó como “One Parallel Movie”. Pero, volvamos a la cuestión, ¿qué pudo interesar tanto a Godard de los de Frisco? Pues, varias cosas. De entrada sus letras, comprometidas y de mucha calidad, cualidades ambas que raramente se dan juntas. Y, también, porque representan como nadie la idea de “trabajo colectivo”: tanto musicalmente, con su reasignación de lo solista en el contexto del grupo; como en las letras, escritas por el equipo que formaban Balin, Kantner y Slick. Por no hablar de su irresistible sentido del ritmo. Todo lo cual se aprecia bien en su breve aparición en Monterey Pop. Hay que decir también que de la ingente cantidad de material no utilizado por Pennebaker en el montaje final, surgirían años más tarde dos películas consagradas a las actuaciones individuales que en Monterey dieron la Jimi Hendrix Experience (Jimi plays Monterey, 1986) y Otis Redding (Shake: Otis at Monterey, 1989), además de muchos extractos para otros de sus films.
Y vamos a acabar este capítulo final sobre Pennebaker mencionando otro de sus films importantes de los 70, Ziggy Stardust and the Spiders from Mars, de 1973. Como Monterey Pop, también se centra en un concierto, el que David Bowie ofreció en el Hammersmith Odeon de Londres la noche del 3 de julio de 1973, concierto con el que cerraría esa gira y, al mismo tiempo, con el que daría por finiquitada la época de Ziggy Stardust. El camaleónico Bowie nos es mostrado entre el escenario y sus constantes visitas al camerino para cambiarse de vestuario, y nada más que eso. No hay entrevistas, no dice nada a cámara, sencillamente su actividad y su trabajo. Pero, eso le basta a Pennebaker para montar un magnífico retrato de un artista y de un rockero complejo como pocos. El mundo dinámico, plástico y muy teatral del londinense es filmado por entre sus intersticios, evitando lo espectacular y quedándose en ese ámbito personal y cercano que permite apreciar, mejor que ninguna entrevista, la determinación de Bowie por hacer borrón y cuenta nueva en su carrera. Como dice su canción “Oh, You Pretty Things”: Don't you know you're driving your / Mamas and papas insane / Let me make it plain / You gotta make way for the homo superior. Y a otra cosa.
© 2010 Jack Torrance
Las fotografías, salvo la portada del disco de Johnny Mercer, son fotogramas o los carteles de cada una de las películas comentadas.