Chesney Henry Baker, Jr. “Chet” ha sido uno de los mayores estilistas del jazz moderno. Sensibilidad, romanticismo y, por qué no decirlo, un atractivo físico indiscutible, lo convirtieron en un sex symbol entre el público femenino y en todo un referente entre el masculino. El Chopin del jazz, el Shelley del jazz o el Miles Davis blanco, son algunos de los calificativos positivos con los que le colmaron, aunque también le llovieron las críticas, enfocadas hacia una indefinición de su estilo, una insuficiente técnica o incluso objeciones referidas a su color de piel.
Finalmente, se le reconoció al trompetista y cantante su importancia en el mundo del jazz. Down Beat le nombró en 1953 mejor trompeta del año y fue un miembro muy destacado de los estilos Cool y West Coast. Pero la vida de Chet Baker no fue fácil. Hablar de su drogadicción es un lugar común de la leyenda negra del jazz, al que se suele acudir para causar mayor impresión al lector. En este caso, nos vemos obligados a su revisita, para comentar el objeto de nuestro artículo: uno de los peores discos de jazz de la historia del jazz. Como muchos otros músicos antes que él, Chet Baker se perdió en el laberinto de las drogas, cayendo en un pozo profundísimo del que no pudo salir. Fruto de esta adicción fueron los numerosos enfrentamientos con distintos camellos y yonquis de variados pelajes, con los que se vio inmerso en diversos ajustes de cuentas y reyertas. Un buen día de 1966, en la ciudad de San Francisco, tras salir de un concierto, cinco tipos corpulentos le abordaron. El mismo Chet da una versión de este suceso en la que culpa a uno de sus camellos de mandar a estos chicos para que le dieran una paliza y así poder cobrar sus deudas. Finalmente perdería la droga, el dinero y los dientes en ese maldito callejón. Es curioso observar que alrededor de la cuestión dental de Baker existan varias teorías. Ya hemos visto la versión del mismo trompetista, que se completa restándole importancia al asunto de la pelea, y achacando sus problemas con los dientes a una cuestión de antaño. Él mismo decía que sus dientes ya estaban dañados de antes, aunque este enfrentamiento en San Francisco acabaría con ellos. En este sentido, Baker tiene algo de razón, ya que en la adolescencia, con 14 años de edad, nuestro protagonista comenzará con los problemas dentales, perdiendo el incisivo izquierdo por culpa de una pedrada perdida de un amigo.
Otra versión del suceso la da Carol Baker, tercera esposa del trompetista. Carol corrobora el suceso de los cinto tipos. En lo que hace verdadero hincapié, transformando la versión de Chet, es en que ese día, a nuestro adonis de la trompeta, le destrozaron los dientes, sin mencionar en ningún momento un deterioro anterior de la dentadura. Carol, finaliza diciendo que tuvo que volver a aprender a tocar la trompeta con una prótesis que una compañía discográfica le pagó a finales del 66, más concretamente Dick Bock, cofundador del sello Pacific Jazz Records.
Una tercera versión del acontecimiento la da el semanario inglés Melody Maker, revista especializada en jazz, donde se hacen eco del altercado de Baker, aunque le dan un tinte un tanto peculiar. Para esta publicación, Chet Baker es la víctima inocente de un incidente interracial, en el que él se ve envuelto por accidente y donde se menciona que el trompetista ha sufrido daños en su dentadura, sin más.
Por último, y para rematar la faena, aparece Ruth Young, la que fuera novia del trompetista, arremetiendo contra éste en el documental de Bruce Weber, Let´s Get Lost. Aquí, Ruth se muestra muy críptica al respecto y no deja muy claro cómo sucedió el verdadero acontecimiento. Lo que sí deja meridianamente claro es que la versión de Baker es falsa, completamente falsa, y añade: “Es la forma que Chet tiene de provocar compasión. […] Se cruzó con la persona equivocada, a la que le importaba un carajo que fuera Chet Baker. Le destrozaron los dientes por su forma de manipular. El dentista le tuvo que extraer los dientes uno a uno, ya que sólo le quedaron pedazos en las encías.”.
La verdad es que todo lo comentado hasta ahora son discusiones bizantinas. Da igual que a Baker le rompieran la dentadura en San Francisco o sólo se la dañaran; da igual que tuviera los dientes afectados previamente al suceso, o no; da igual que los responsables de la paliza fueran cinco negros, cinco blancos o cinco rojos; da igual si el motivo de la paliza fueran las drogas o no. Todo esto da igual. Lo que sí es importante es que Baker perdió la dentadura, que junto con la boca, es la parte más importante de un trompetista, es evidente. Son tan importantes como las manos para un pianista. La boca y los dientes de un trompetista hacen las veces de una pequeña bolsa donde el músico modula el aire que viene de los pulmones y acaba en el instrumento. Esta modulación, es la que hace que salga de la trompeta un grave o un agudo, o la que diferencia un Do de un Sol. Todo ello se focaliza en la llamada embouchure, embocadura que diríamos nosotros, en la que los incisivos centrales desempeñan una función primordial. Por lo tanto, la ausencia de dientes para un trompetista es uno de los mayores problemas al que enfrentarse a la hora de tocar. He conocido trompetistas que un leve golpe en los dientes le han hecho replantearse completamente su forma de tocar, aunque también es cierto que hay mucho de psicológico en todo ello. En el caso de Baker no había nada de psicológico, ya que tuvo que recurrir a una dentadura postiza y a años de práctica para volver a tocar como antaño.
En 1969, nuestro trompetista vuelve al estudio de grabación tras casi tres años. Ha empezado a recuperar ese viejo toque, se está acostumbrando a su nueva situación y poco a poco va recobrando la embocadura, aunque como escuchamos en el disco, no ha progresado lo suficiente. Le es imposible alcanzar muchas notas agudas y los músculos de su boca no están todo lo fuertes que se requieren para hacer sonar el instrumento con solvencia. Por si fuera poco, el repertorio, escrito por Steve Allen, un gran seguidor de Chet Baker, no ayuda mucho. Tonadas simples e insulsas que no llegan ni a Baker ni al escuchante. Para rematar, la grabación y edición del disco fue pésima, con un sonido que deja mucho que desear. La grabación se recogió en dos sesiones, la primera con una sección rítmica pequeña y en la segunda se agregaron algunos instrumentos más, incluido un órgano, por primera vez en la carrera de Baker. Probablemente, la intención fue camuflar el sonido de la trompeta todo lo que fuera posible. El final es una especie de pastiche de instrumentos que avanzan demadejados, sin control, y un órgano que suena más a regalo de Primera Comunión que a un instrumento profesional.
Dicho esto, la etiqueta: “El peor disco de jazz de la historia”, no ha jugado en contra de la grabación del trompetista, todo lo contrario. Desde su grabación, son muchas las reediciones y remasterizaciones: 1969 en el sello Beverley Hills, 1990 en la discográfica nipona Alfa, 1991 en la germana editorial Repertoire Records, en 1994 le toca el turno a la discográfica europea Galaxy Music, siendo la última, de la que tengo constancia, una reedición del año 2004 en un sello checo llamado Tasty Jazz. Como veis, no le ha ido tan mal al álbum. Los motivos que podemos aducir son varios. En primer lugar, la fiebre coleccionista que muchos sufrimos con dulce penar. El segundo puede ser el morbo que despierta tener entre tu discoteca, el mejor disco de jazz de la historia (Kind Of Blue, A Love Supreme… escríbase lo que proceda) junto al peor. Por último y quizá el motivo más importante, es que los aficionados al jazz sabemos que Chet Baker posee ese “pellizco” capaz de ponerte la piel de gallina en cualquier momento, «algo» que te hace estremecer, aunque la embocadura no sea la mejor y el sonido de la grabación sea pésimo.
En algunas tribus africanas, cuando el jefe del clan pierde un diente, los miembros jóvenes de la comunidad se realizan cortes profundísimos en la frente, como acto de duelo por todos los alimentos que no podrá volver a consumir. Creo que cuando Chet perdió su primer diente nos pasó a todos algo perecido.
© Juanma Castro Medina, 2013