Comentario: Llanuras infinitas de
Laponia o Mongolia, paisajes planos de horizontes ilimitados...
Es ya un tópico, pero es lo que evoca la música
de Jan Garbarek, al menos la que hace desde hace una quincena
de años. Y eso es precisamente lo que ofreció
su cuarteto en Madrid, ninguna sorpresa, una música
que sugiere territorios lejanos, propia de un documental,
pero plana, sin médula.
Así, se sucedieron las melodías
folclóricas (nórdicas, eslavas, indias, árabes...)
a modo de collage, sin que ninguna se desarrollase, sin dar
pie a algo nuevo, sin improvisación. Pero es que además
los arreglos incluso edulcoraban aún más la
música y la llevaban al terreno de la anécdota.
Una pena, ¡cuánto talento desperdiciado!
Porque sobre el escenario había cuatro grandes músicos,
tal y como lo han demostrado a lo largo de su carrera. Pero
desde hace más de 10 años (baste el ejemplo
de “Tvelwe Moons” 1992), la música de Garbarek
está cuesta abajo, enfangada en un esteticismo cercano
al new age más insípido. Lejos quedan los tiempos
de discos como “Belonging” con Keith Jarrett,
“Afric Pepperbird” o “Witchi-Tai-To”,
todos ellos de los años setenta. En Madrid, no tocó
ningún solo que tuviera cierta relevancia, bueno en
realidad apenas hizo solos, encorsetado en sus propios arreglos
de las melodías. El tema más interesante vino
precisamente de una composición que no es suya, “Malinye”
de Don Cherry que, tras un soberbio solo de Weber, dio paso
a un bonito dúo entre Weber y Garbarek a la flauta.
Y los momentos más destacados de la
noche fueron los solos –pero los “solos”
de quedarse “solo” sobre el escenario- de sus
acompañantes. Mazur ofreció un muestrario de
cómo utilizar con gusto todos los recursos de sus múltiples
instrumentos percusivos. Brüninghaus por fin dejó
el teclado y se puso a tocar un magnífico piano Bossendorfer
e incluso se aventuró por terrenos de riesgo. Y, por
encima de todos, Weber, sampleándose a sí mismo
en directo, doblándose y acompañándose
como hace en discos como “Orchestra” o “Pendulum”.
Fue el punto álgido del espectáculo.
Por desgracia, lo demás fue una música
previsible, sin ninguna sorpresa, sin riesgo. Como ver desfilar
las llanuras de Siberia desde las ventanas del transiberiano
sin bajarse en ninguna estación.
Diego
Sánchez Cascado