Comentario: Uno parece a veces tener
la ansiedad de querer siempre escuchar algo nuevo, propuestas
que se salgan de los caminos trillados. Pero en ocasiones,
aparece un músico que utiliza lenguajes de sobra conocidos
con tanta calidad, tanta inventiva, que uno, extasiado, se
ve obligado a quitarse el sombrero. Esto ocurrió en
el concierto en solitario de Enrico Pieranunzi.
Pieranunzi puede ser descrito –rápido
y mal- como uno de esos pianistas clásicos dentro del
jazz, continuador de Bill Evans y, como éste, influido
por los románticos del XIX, como Chopin o Schumann.
Ya situados, vayamos con el concierto madrileño. En
él, Pieranunzi alternó las composiciones propias
con los standards, logrando un gran equilibrio, tanto estilístico
como emocional.
Abrió con “My Funny Valentine”,
introducido con unas interesantes variaciones antes de atacar
la melodía. La cosa empezó bien, pero iba a
mejorar aún más. A continuación, sus
propias composiciones “Islas” y “Canto Nascosto”,
permitieron al pianista mostrar su vertiente más intimista,
con melodías pastorales de fuerte carga romántica.
Pero el momento cumbre de la actuación
vino con su exploración de “Freedom Jazz Dance”
(de Eddie Harris, pero con la versión de Miles Davis
como referente) y “Jitterburg Waltz” (de Fats
Waller), ambas en ritmo ternario. Porque las tocó al
alimón, entrecruzándolas, pasando de una a otra,
insinuando la melodía de una, desarrollándola,
para luego recordar el tema de la otra, con numerosos cambios
de ritmo, todo ello con una inventiva arrolladora. Fue realmente
prodigioso y, al mismo tiempo, emocionante, porque permitió
ver a un artista en pleno proceso investigador, que se planteaba
preguntas y las respondía de diversas formas, y que
no sabía adónde la música le iba a transportar.
Enrico Pieranunzi ofreció una música
de una lógica aplastante, en la que todo caía
por su propio peso y parecía ser la expresión
definitiva. Una música intemporal, como toda gran creación
que se precie.
Diego Sánchez
Cascado