"YOU DON´T KNOW WHAT
MUSIC IS"
(Por Pedro J. García Ruiz -
Octubre 2003)*
ALGUNAS NOTAS SOBRE
SEMIOSIS MUSICAL Y AFINIDADES VARIAS
No
nos resulta fácil hablar de música. En la mayoría de las ocasiones nuestras
opiniones quedan reducidas a balbuceos valorativos que sirven más para
situarnos entre adeptos o detractores de uno u otro estilo que para predicar
algo trascendente sobre el objeto musical. Incluso los comentaristas adolecen de
precisión, y hasta de lenguaje, en sus juicios estéticos cuando sacan los pies
del tiesto del historicismo, la sociología o la simple catalogación, y se
sumergen en las profundidades del sentido, de los “por qué” receptivos, de
la esencia...
La queja es compartida. En un artículo escrito para Musique en jeu y
recogido en Lo obvio y lo obtuso Roland Barthes se pregunta: ¿Cómo
se las arregla la lengua cuando tiene que interpretar la música? Parece ser que
muy mal. Si examinamos la práctica común de la crítica musical (o de las
conversaciones sobre música: a menudo se trata de lo mismo) es evidente que la
obra (o su ejecución) se traduce exclusivamente por la categoría lingüística
más pobre: el adjetivo. [...]
Para averiguar si hay algún modo (verbal) de hablar de la música sin adjetivos
habría que examinar de cerca toda la crítica musical...
La
propuesta de Barthes podría ser recogida en otro lugar y quizás tan sólo
serviría para dar autoridad a la afirmación. Pero la curiosidad nos ha llevado
a hacer una cata en dos corpus críticos de géneros completamente distintos:
por un lado el comentario que del disco People time, un dúo entre el
pianista Kenny Barron y el saxo tenor Stan Getz, escribe José Luis Salinas para Cuadernos del Jazz. Leemos (y selecciono sin mala intención): “People
time” es uno de los álbumes más hipnóticos que haya escuchado: Getz y
Barron tejen una tela de araña que atrapa irremisiblemente. La música
transciende de una sintaxis concreta, el jazz, para verter en el oyente toda la
capacidad de seducción que encierra como lenguaje.
Veamos; imágenes y adjetivos tópicos, arrebatado entusiasmo
personal (que no es criticable habida cuenta del género y de los fines del
texto: estamos ante la selección de los 10 mejores discos de jazz de la década)
y absoluta indeterminación: ¿qué lenguaje y qué sintaxis? El comentarista es
hábil y juega con el guiño de ojo y la marca identificadora de grupo
(autosatisfacción tribal habitual en el mundillo del jazz) para halagar al
lector identificado y más que probable “oyente fetichista” por usar el
feliz sintagma de Adorno: “él ya sabrá qué lenguaje y qué sintaxis y si no
conoce la contraseña es que no es de los nuestros”, parece que dice. El resto
de la reseña vagará entre lo anecdótico, lo técnico (toma de sonido, elección
de temas, adscripción a uno u otro ritmo...) y de nuevo la alabanza sin ninguna
precisión (aunque el oyente la juzgue como justa): “Sus notas precisas
(incluso cuando las adorna con efectos de lengüeta), elevándose como burbujas
o fluyendo en cascadas, están emitidas con la fuerza de un principiante y el
control de un maestro...”. En fin, el recurso a la metáfora para huir del
“horror vacui”, de la ausencia de herramienta que permita dilucidar qué es
aquello que ahora pasa (y por qué pasa, si es que pasa) por nuestra
sensibilidad, por nuestra epidermis o por donde quiera que pase mientras suena First
song for Ruth de Charlie Haden (hemos puesto el disco de marras mientras leía
y escribía esto). No somos mejores exegetas que el autor, nuestras palabras
entrarían de seguro dentro de lo cursi y de lo melifluo (qué bonito..., os lo
grabo si queréis...., ¡lo de siempre!).
Extraigo de la estantería 50 años de periodismo a ratos y otras prosas
de Ángel González porque recordamos que en ese volumen se incluyen algunas críticas
musicales de juventud y porque esperamos que un poeta (con el “conocimiento
sensible” que se le supone) apunte mejor en sus apreciaciones. De Presentación
del violinista Jean Fournier en la Sociedad Filarmónica cito: La Sonata para violín, de César Frank, obra desprovista de todo lo
accesorio, bella en su simplicidad, encontró acertada expresión en Jean
Fournier, sobre todo en los dos últimos tiempos [...].
La Partita número 3 en mi bemol mayor de Juan Sebastián Bach es una
obra para violín solo. Esto, en sí mismo, dice bastante. En primer lugar, dice
dificultad; pero no la dificultad estéril que únicamente conduce al
exhibicionismo del ejecutante, sino la dificultad fundamentada y trascendente
[...]
esta Partita (es) difícil no sólo para el intérprete, sino también
para el público, ya que la alta moral artística que representa Bach no está
al alcance de todos.
De nuevo, si nos fijamos, el oculto halago al auditorio, para que se quede
satisfecho. Lo peor es que el diletante cree entender qué está intentando decir
A. González con eso de: “alta moral artística, bella en su simplicidad”,
etc... ¿Pero realmente logra decirlo?
Un último ejemplo para ilustrar esa inefabilidad de la que no se salvan ni los
músicos. A un pianista de jazz (creo haber escuchado y leído la misma anécdota
para varios: Fats Waller y John Lewis...,) le preguntaron acerca de una pieza
que acababa de tocar: el inquirido se encogió de hombros y volvió a sentarse
en el taburete para tocar de nuevo la pieza.
La música (sospechamos que precisamente por su inefabilidad, entre otros
factores) es la mejor aliada en esa “apuesta por la trascendencia”, y por la
“presuposición” casi teológica “de presencia en el acto de arte y en su
recepción” que es Presencias reales de George Steiner (de paso también
pretende con ese libro deslegitimar, de manera inteligente creo, cierta posturas
postestructuralistas que pueden ser consideradas amenazantes tanto por suponer
una cierta “deshumanización”, como por augurar un futuro de oficina de
empleo para los hermeneutas más clásicos). Creemos que, pese a confesar su
derrota, las apreciaciones de Steiner en este libro son en extremo valiosas.
Permitidme leer aunque sean citas un poco largas que sin embargo no dejan de ser
insuficientes (es un acto de justicia además, porque son en parte el
disparadero de esta de nuestra preocupación): Cuando intentamos hablar de música,
hablar la música, el lenguaje nos tiene cogidos, con resentimiento, por el
cuello. Este, creo, es el significado oculto de la fábula de las Sirenas. [...]
Las sirenas prometen órdenes de comprensión, de paz (armonías) que
trascienden el lenguaje. El animal de lenguaje, el hombre, acorazado en su
voluntad de poder que es la gramática y la lógica, debe resistir. [más
adelante...]
Para la pregunta del cómo nos posee la música no tenemos una respuesta creíble
y, menos aún, que pueda examinarse de modo material. Todo lo que tenemos son más
imágenes. Y la desafiante evidencia de la experiencia humana. Hay aquí presa fácil
tanto para el positivismo como para la deconstrucción.
Más cerca de la tesis última del libro, la intuición de “Presencias
reales” como causa y fin últimos del hecho artístico y su aprehensión, están
estas palabras que llegan a veces a cotas esotéricas: La música y lo metafísico,
en el sentido etimológico del término, la música y el sentimiento religioso,
han sido virtualmente inseparables. En la música y por medio de ella, nos
hallamos de la forma más inmediata en presencia de la energía en el ser,
manifiesta aunque inexpresable lógica y verbalmente, que comunica a nuestros
sentidos y a nuestra reflexión lo poco que podemos atrapar de la desnuda
maravilla de la vida. Considero que la música es la nominación de la nominación
de la vida. Se trata, más allá de cualquier especificidad litúrgica o teológica,
de un gesto sacramental. O, como dijo Leibniz: “La música es una aritmética
secreta del alma ignorante del hecho de que está calculando”.
Sorprende
que pensadores tan disímiles en esencia como son Steiner y Barthes converjan en
ideas e incluso en palabras cuando se enfrentan al fenómeno musical. Pero la
diferencia radica en que Barthes es un lúcido detector de un problema, de una
incapacidad del lenguaje que en absoluto le frena para intentar él mismo
subsanarla en el mismo artículo “El grano de la voz"* y
en otros (quizás también en títulos que no conocemos). Sin embargo Steiner, por más que sus afirmaciones seduzcan y consuelen
al hacernos sentir acompañados en el espacio, no deja de dar la impresión de
que tira la toalla y de que desconfía de los avances que puede deparar la
semiología, el comparatismo o la Estética de la Recepción por citar sólo
tres de los ámbitos donde se dirimen estas cuestiones. Sus opiniones son bellas
como ideas pero meramente contemplativas (y esto en sentido casi etimologico, cum
templum) y, por lo tanto, castradoras.
Afortunadamente
la teoría parece que se está preocupando últimamente (aunque sea de una
manera tímida) tanto por dotarse de un metalenguaje que permita acercamientos
comparatistas con la música, como por la dilucidación del significado musical
y de qué es lo que determina los posibles valores sémicos de este. Desde la
teoría de la literatura (al menos por la bibliografía que vamos consultando)
parece que se pretende en última instancia el estudio de los textos artísticos
(y asumimos texto en el sentido general que le da semiótica de la Escuela de
Tartu y en concreto de Iuri Lotman**) denominados heterosemióticos,
es decir, aquellos discursos que integran música y literatura, música e
imagen, etc... (los españoles Silvia Alonso de la Univ. de Santiago de
Compostela y Juan Miguel González Martínez de la Univ. de Murcia se centran en
los textos músico-verbales de la tradición occidental).
Una teoría que pretenda hacerse sólida en el ámbito de lo musical no podrá
evitar preguntarse sobre la naturaleza del signo musical, sobre la relación
entre significado / significante, fondo y forma (decía Oscar Wilde que la música
es en el único arte donde fondo y forma confluyen o son la misma cosa
–recuerdo, no tengo la cita exacta-) y de ahí al espinoso asunto de la
referencialidad.
El problema que se cierne sobre el signo musical es el de su “indeterminación”,
esta indeterminación nos parece análoga a “la insoportable arbitrariedad del
signo lingüístico” (feliz expresión
del poeta Javier Járboles). Para González Martínez la indeterminación del
sentido musical tiene derecho a ser considerada “como una manifestación más
del carácter esencialmente ambiguo y plurisignificante que caracteriza a
cualquier manifestación artística”. Esta ambigüedad, lejos de considerarse
como un problema comunicativo ha de procurar que la indeterminación
significante se entienda más bien como virtualidad significativa. A este respecto concluye que “no se puede exigir a la música algo que
ni el propio lenguaje aporta, esto es, una relación unívoca y constante entre
signans y signatum (significante y significado)”.
El problema de “la referencia” viene enfrentando a “referencialistas”,
es decir aquellos que defienden la capacidad semántica de la música bien
gracias a mecanismos imitativos o de la expresión emotiva, bien gracias a
asociaciones culturalmente determinadas; con los “absolutistas” que rechazan
que el significado musical deba cifrarse en lo extramusical (no sé porqué me
recuerda esto a las viejas disputas entre poesía pura e impura, o a aquel texto
de Barral sobre si la poesía era o no comunicación). Silvia Alonso (y también
los autores que compila: Dalmonte, Ruwet, Nattiez...) parece decantarse por la
postura que niega al referente, y aboga por una más fértil e inmanente
semiosis interna (recuérdense problemas ya clásicos de la teoría literaria;
la misma autora pone en relación, por ejemplo, la negación de la
referencialidad con la narrativa de la Nouveau Roman). Creemos que
Alonso, aunque estreche mucho el ámbito genérico, acierta al vincular el
recurso al referente con unos “determinantes culturales concretos” y una
localización cronológica precisa. Nuestro problema, apunto yo, es que no
sabemos si el oyente estándar puede evitar estar inmerso en un determinado
tiempo y cultura, ni si es necesario que se substraiga a los condicionantes
culturales, sociológicos e históricos de la obra musical (eso se nos antoja
parejo al recurso al “hablante-oyente ideal” del que se sirve la lingüística
generativa). Permítaseme recordar aquí (y así aportamos algo al debate) la
existencia de músicas con unos claros componentes narrativos y descriptivos (en
algunos casos hasta llegar a perder toda sutileza). Woody Allen sale de la ópera
en Misterioso asesinato en Manhattan y confiesa que “cada vez que
escucha a Wagner le entran unos irresistibles deseos de invadir Polonia”. Más
allá del chiste político o incluso racial, está la evidencia de que la música
de Wagner es profundamente narrativa. Incluso se le ha tildado de ser el
inspirador primero y máximo de la música cinematográfica.
El problema de la referencialidad nos parece importante en otro de los ámbitos
sobre el que estamos trabajando. Creemos que en jazz la referencia es ineludible
y necesaria. El jazz nos habla siempre “de lo mismo” (según confiesa un músico
amigo): con melancolías o alegrías más o menos presentes nos sitúa en un
escenario urbano, nocturno y ajeno a imperativos morales. En un momento de la
novela de Rafi Zabor El oso llega a casa el protagonista se aísla en el
campo y decide sustituir el jazz por la música barroca en sus ensayos con el
saxofón, para así huir aún más de la ciudad. Además creemos que el género
ha generado una mitología y alcanzado con sus vectores a otras artes (artes plásticas,
literatura, cine...: ejemplos tenemos todos en mente) que se alimentan del jazz
y alimentan a este. Es por esto que postulamos la existencia de una “estética”
de lo jazzístico que merece una dedicación y un tiempo que no podemos
desarrollar aquí, pero que promete ser una dedicación y un tiempo apasionantes
( y no estamos solos: se ofrece un Máster de investigación e Historia del Jazz
en la Universidad de Rutgers en Nueva Jersey y hace poco la Universidad de
Columbia creó un centro para estudios jazzísticos).
Pero la semiosis musical presenta más problemas que no quiero dejar de apuntar,
aunque sea de manera exigua.
El problema de la referencia está en estrecha relación con el del significado,
y la dificultad de nuevo va a residir en que la “noción” de significado es
para nosotros fundamentalmente de carácter “verbal”. Las posibles
soluciones que se apuntan van desde la asunción, en efecto, de que todo
significado musical está asociado a lo verbal (en algún momento Barthes, Célis...)
hasta los que relacionan lo emocional dentro del ámbito de lo corporal en una
teoría del significado musical que concibe lo semántico en relación
con lo somático (Lidov...), danzas tribales, cultura de club, etc...
Por su parte el problema del signo musical está en función de las soluciones
que se apuntan para el signo lingüístico. En palabras de S. Alonso existe la
necesidad del “establecimiento de un modelo sígnico que no se sienta
deficitario respecto al modelo del signo lingüístico”. Así que, como se
puede imaginar, las aportaciones van a mirarse en el espejo de las varias
dicotomías de Saussure, los “interpretantes” de Peirce, los paradigmas de
Frege, etc...
Y cómo no, de esta gradación se presupone también un interés hacia el
“texto musical” como un todo, que tomará prestados avances de “la ciencia
del texto” (Van Dijk), de La estructura del texto artístico de Lotman, etc...
Para
terminar apuntamos también que las nociones anunciadas desde la Estética de la
Recepción tales como la de horizonte de expectativas nos parecen
especialmente fértiles en el ámbito de lo musical (desde aquí sí que
intuimos que se pueden hacer aportaciones para el problema de los “pelillos de
punta” y esas cosas). No hemos encontrado referencia alguna en la bibliografía
consultada pero nos parece obvio, por ejemplo, que el fenómeno de generación y
rotura de expectativas es esencial en el disfrute del ritmo musical, como en el
disfrute de cualquier arte “temporal”, es decir, que tenga al tiempo como
lienzo: la poesía, la narración***, el cine...
(Escribo esto último mientras soporto el
“bacalao” del vecino de abajo y pienso en qué horizonte de expectativas
puede haber en los machacones ritmos binarios de la música de baile de hoy en día;
pienso en los “arrebatos báquicos” de los que habla Adorno en Sobre el
carácter fetichista en la música y la regresión del escuchar; y pienso en
que creo que me estoy poniendo prolijo y en que estoy ocupando demasiado tiempo
del respetable, precisamente cuando hablábamos del tiempo. Muchas gracias.).
*En
ese artículo Barthes propone un interesante binomio para la apreciación
del arte vocal que toma prestado de la dicotomía de Kristeva entre genotexto y
fenotexto; Barthes lo transpone a fenocanto y genocanto pero intuimos una más
amplia utilización: la posibilidad de unas más generales fenointerpretaciónes
y genointerpretaciones. Aventuramos una hipótesis (si es que entendemos a
Kristeva parafraseada por Asensi): un solo de un estándar de jazz (el de Body
and Soul de Coleman Hawkins de 1939, por ir al tópico) entraría dentro de
las genointerpretaciones, o bien su “diferencial significante” sería mayor
que el de una correctísima interpretación (o mera exposición) de una sonata
de Beethoven (o simplemente sería). Quede apuntado.
**Un texto se define como una expresión (se encarna en
determinados tipos de signo, la literatura en los signos base de la lengua
natural, la música en los sonidos, etc), como una delimitación (todo texto
tiene un principio y un final, unos blancos, un marco, unas candilejas, que lo
señalan como objeto individual frente a otros objetos), y como una estructura
(ya se sabe: el texto no es una simple sucesión de signos, sino un todo
organizado cuyos elementos se interrelacionan) [...]
se desprende que un texto tiene la propiedad de ser descomponible en unidades
menores o subtextos, característica esta de toda aproximación estructural al
lenguaje (cito de Asensi).
***Dice Cortázar a propósito de sus cuentos en La
fascinación de las palabras, libro de conversaciones con Omar Prego:
“...el ritmo que hay en la construcción del cuento (y esa es la parte
musical), entra en el lector por una vía más subliminal, de la que él no se
da cuenta. [...]
...en el final de mis cuentos no puede haber ni una palabra, ni un punto, ni una
frase de más. El cuento tiene que llegar fatalmente a su fin como llega a su
fin una gran improvisación de jazz...
BIBLIOGRAFÍA CITADA
ADORNO,
Theodor W, 1966. “Sobre el carácter fetichista de la música y la regresión
del escuchar”. En Disonancias. Madrid: Ediciones Rialp.
ALONSO, Silvia, 2001. Música,
literatura y semiosis. Madrid: Biblioteca Nueva.
ALONSO, Silvia (comp.), 2002. Música y literatura. Estudios comparativos y
semiológicos. Madrid: Arco Libros.
ASENSI PÉREZ, Manuel, 2003. Historia de la teoría de la literatura.
Vol. II. Valencia: Tirant lo Blanch.
BARTHES, Roland, 1995. “El grano de la voz”. En Lo obvio y lo obtuso.
Barcelona: Paidós.
GONZÁLEZ, Angel, 1998. “Presentación del violinista Jean Fournier en la
Sociedad Filarmónica”. En 50 años de periodismo a ratos y otras prosas.
Oviedo: Ediciones Nobel.
GONZÁLEZ MARTÍNEZ, Juan Miguel, 1999. El sentido en la obra musical y
literaria. Universidad de Murcia.
PREGO, Omar, 1985. La fascinación de las palabras. Barcelona: El Aleph
editores.
SALINAS, José Luis, 2000. “Un adiós desde lo más alto”. Cuadernos del
Jazz 59: 66.
STEINER, George, 1998. Presencias Reales. Barcelona: Destino.
ZABOR, Rafi, 2000. El oso llega a casa. Barcelona: Ediciones B.
*Pedro
J. García es licenciado en Filología Española y doctorando en el área de
Teoría de la Literatura y Literatura comparada de la Universidad de Zaragoza. Víctima
de dos pasiones, el jazz y la literatura, dirige últimamente sus vectores hacia
el comparatismo entre los lenguajes literario y musical. Este texto fue leído como
contribución al curso de doctorado "Itinerarios actuales de la crítica
cultural" en la Universidad de Zaragoza en Mayo de 2003.