Comentario: Cuando sentimos
algo tanto como para considerarlo humanamente imprescindible,
siempre procuramos intentar que ese algo se mantenga desde el
mismo momento en el que surge, y no se vea borrado de la memoria
ni contaminado por los mecanismos del recuerdo, que se encargan
de resaltar aquellos aspectos que, mediante selección
natural, nuestro cerebro elige para ser recordados. Y prescinde
de aquellos que considera secundarios. Esa limpieza suele ser
efectiva cuando lo que se pretende recordar de manera global,
consta de puntos realmente destacados que facilitan el recuerdo,
digamos que mediante “etapas”, zonas puntuales que
nos permiten interconectar distintas fases de un mismo hecho
y, así, afianzar nuestro recuerdo en torno a una línea
argumental básica que prácticamente será
inamovible desde ese entonces hasta el momento en el que nuestra
voracidad placentera prescinda de ello en pro de nuevos “placeres
intelectuales”. Por eso es bueno dejar que el tiempo se
dedique a pulir la estructura mental construida alrededor de
un hecho concreto, y así quedarnos con lo imprescindible.
¿O no?
¿O quizás es el desbordado ímpetu del
aluvión de ideas, sensaciones y percepciones del momento
inmediatamente después del acontecimiento, el que,
con rebosante carga de matices, con un aluvión de imperfecciones
semánticas e, incluso, sintácticas, con una
descripción no tanto lineal como amalgama de sentimientos
ávidos de ser comunicados, en un acto de simbiosis
con aquello que te rodea en el instante de comunicarlo? ¿O
como la necesidad de compartir una revelación, un instante
único que debiera haber disfrutado la humanidad entera
y que por designación cósmica ha recaído
en quien intenta transmitir el Placer con mayúscula
y rechaza sentirse incapaz de hacerlo?
Eran cinco sobre el escenario. Cuatro personas y una silla
roja. Y quién fuera silla roja y estar donde estaba
aquélla, tener los oídos a la misma altura de
las cuerdas del piano que tocaba Geri Allen y sentir su caricia,
su susurro, su lamento, su llanto, su melancólico lamido
(sonaba como el sordo lamido de un animal a su cría,
igual de triste, igual de dulce… Sonaba como suenan
los ojos de un ciervo al que disparan, un sonido triste y
brillante y húmedo. Y también sonaba como suenan
los huevos en los nidos al abrirse, cáscaras que al
partirse regalan vida, envoltorios que suenan tan delicados
que no parecen estar, pero sí ser. Y como suenan las
hojas de los árboles que pintan el espacio, con pinceles
de aire y polen). Aquella silla transmitía buenas vibraciones
y causaba verdadera envidia, era envidiable ver cómo
su terciopelo rojo se impregnaba de música, cómo
la madera de sus patas absorbía, cuan raíces,
el manantial de sonido que emanaba de los dedos de la Allen.
A veces, un verdadero torrente… Pero la silla permanecía
ahí, estoica, filtrando la amalgama de sonidos que
surgían a su alrededor. Actuando como elemento compositivo
indispensable en el campo visual del conjunto, elemento que
la memoria no debe borrar del mapa del recuerdo de aquella
noche.
Porque aquella noche, el que escribe esta reseña vivió
el placer de la evasión. Sintió momentos en
los que lo importante no fue el producto, sino el orden de
ciertos factores que, en ocasiones, sí que lo alteran,
y que en los instantes en que redacto esta reseña,
afloran como recuerdos puntuales que hasta el momento he intentado
evitar mediante un premeditado discurso de metodología
constructiva. Momentos puntuales como puntos de luz en el
cosmos, aquella noche iluminaron el Teatro Romea en sus adentros.
Y momentos de simple disfrute musical, todo hay que decirlo,
momentos de grandes músicos tocando a la Gran Música.
Y Geri Allen se salió. De todos los pintores de notas,
Geri era la que más colores llevaba en la paleta, y
la que mejor los utilizó. En numerosas ocasiones de
la mano de Reuben Rogers, que actuó de verdadero consorte
en el viaje de la Allen por nuestros oídos. Rogers
se encargaba con su contrabajo de rociar de matices las notas
volátiles generadas por el piano de cola. Eric Harland
estuvo también muy bien… Pero algo desconectado
con respecto al resto del personal. Y decir “algo desconectado”
significa “conectado, en vez de al 95 %, al 80%...”
Lo cual no está nada mal. Pero estuvo muchísimo
mejor en aquellos pasajes en los que el protagonismo se centraba
en su percusión, puesto que, al no tener que ceñirse
a los complejos patrones marcados por la Allen, tenía
así la oportunidad de dar rienda suelta a su gran variedad
de ritmos (a veces rotos, a veces marcando acentos…
Unos estupendos solos, repletos de sentido), haciendo levantarse
a un público asombrado por la calidad de lo que, de
manera absolutamente gratuita, estaban teniendo la suerte
de disfrutar.
Fue un concierto como deben ser todos los grandes conciertos,
en los que ni los músicos ni el público parecen
encontrar el momento para terminar de tocar y aplaudir (para
que sigan tocando), respectivamente. Y no hacía falta
aplaudir demasiado, porque tenían verdaderas ganas
de seguir: Así lo atestigua la imagen final que a un
servidor y a su acompañante nos regaló Rogers
en platea, el grupo y los ayudantes desmontando el tinglado
de instrumentos, y el amigo Reuben acompañando (el
contrabajo desenchufado) la música ambiental que invitaba
al público a abandonar la sala…Con la sala ya
plenamente abandonada (exceptuándonos, claro está).
Alrededor de cinco minutos que nos tomamos como nuestros,
nos los regaló Reuben Rogers, que a buen seguro se
habrían transformado en otro par de horas de jazz regalado
por un intérprete que aquella noche iba derecho hacia
el “estado de gracia” que les proporciona a los
músicos aquello que llaman “inspiración”.
¿Y Lloyd?
¿Cuál puede ser la razón de que, siendo
el concierto del Charles Lloyd Quartet, aún no se haya
mencionado al Long Tall? ¿Acaso el maestro de ceremonias
no dio la talla que merecía su impresionante acompañamiento?
¿No se adaptó la sección de vientos que
él comandaba, a semejante panorama?
Realizando una de esas metáforas a las que suelo recurrir
para explicar las cosas que se explican por sí mismas,
digamos que Lloyd era el encantador de serpientes, y la serpiente
una preciosa cobra real que asomaba su impresionante cabeza
negra por entre el cesto que conformaba el Teatro Romea, y
la serpiente dibujaba en sus anillos los ritmos sincopados
que moldeaban los instrumentos de su acompañamiento,
con Allen a la cabeza, la barriga llena del ritmo de Rogers,
y la cola agitada percutiendo en el cesto y Harland ahí
montado. Y cuando Lloyd decidía dejar a la serpiente
a su aire… Coincidía exactamente cuando necesitaba
acudir al reposo que la silla roja le podía otorgar…
Y la serpiente nos encantaba a todos, Lloyd incluido, se sabía
afortunado por ocupar aquel trono de sonido, por sentir en
sus carnes las vibraciones que debía estar absorviendo
aquella silla, frente a aquel piano, entre aquella batería
y aquel contrabajo,y en aquel escenario. Consciente de que
aquello se convertía, a veces, en verdaderos pasajes
de clímax, entraba en escena para sujetarnos a todos
con el líquido sonido de su saxo. O a soltarnos por
otros derroteros diferentes…, cuando puso en escena
ese instrumento con sonido gutural, el taragato, originario
de ¿Pakistán?¿India? El caso es que la
serpiente se transformó en el público, y el
público vibró ante la belleza de su sonido.
Así pues, la función de Lloyd no fue sino la
de domador, y a veces se saltó los protocolos que designan
a un líder, cediendo terreno ante la evidente inspiración
del grupo, se respiraba disfrute general, y eso se notaba
en lo referente al espectáculo en cuestión:
más de dos horas de música que fue de menos
a más, con dos bises realmente memorables: éstos
no se pueden explicar con metáforas, pero sí
se puede transmitir el deseo de haberlas compartido con todos
los que no pudieron estar allí y para lo que, sinceramente,
espero sirva esta reseña.
Diego Ortega Alonso.