Comentario: Una ciudad tan
hermosa y con tanto calado cultural como es Córdoba se
merece más conciertos con nombres como el que se pudo
disfrutar el día 8 de julio. Sólo podría
calificar de entrañable el encuentro del que reseña
estas líneas con quien las protagoniza, ese genio que
fue, es y será siempre Jim Hall. Entrañable quizás
porque me pareció ver en él a una persona sencilla
con ganas de contar historias a su público, dotándolas
de un punto de vista tan complaciente y personal que, en ciertos
pasajes, me hicieron soltar alguna lágrima de emoción
que hube de disimular como buenamente pude.
El caso es que el maestro Hall ciertamente no nos ofreció
un espectáculo para recordar desde el punto de vista
musical, y sin embargo fue uno de esos eventos que se quedan
grabados en la retina. Poder ver a uno de los grandes en lo
que parece ser el ocaso de su carrera, y poder contemplar
cómo, pese a sus 75 años y a su lógica
incapacidad para tocar como antaño, Hall mantuvo el
tipo aunque escudándose en su grupo (atentos a Geoffrey
Keezer, este joven pianista dará que hablar en un futuro
no muy lejano) y sobre todo, poder ponerme en pie y aplaudir
con todas mis fuerzas no sólo su concierto, sino como
agradecimiento a toda su carrera. Sé de personas que
han vivido una experiencia similar con Stéphane Grapelli
en Granada, y sé de otras que lo habrán vivido
también con el maestro Hank Jones en este mismo año
en Vitoria. Por todo eso y mucho más me sentí
un privilegiado aquella noche de intenso calor en Córdoba.
Y no como quien colecciona piezas de caza y las embalsama
y las contempla colgadas de la pared, sino como quien tiene
la suerte de divisar, a lo lejos, un lince ibérico...
¿Alguno de ustedes ha visto alguna vez, de lejos, un
lince ibérico corriendo entre encinares? Yo tengo la
suerte de haberlo visto como una ráfaga, y me hechizó
su majestuosidad, y me conmovió su inminente extinción…
Algo así me sucedió aquella noche en el Gran
Teatro de Córdoba…
En el aspecto netamente musical, y seguramente debido a esa
incapacidad física debida a la edad, se podría
decir que Hall hizo lo que pudo, pero no alcanzó cotas
de elevada calidad. Seguramente ni siquiera las buscó.
Utilizando un pedal de distorsión que manejaba con
la mano, el músico de Buffalo iba variando la sonoridad
de su instrumento, quizás buscando aportar aquello
que ya no podía conseguir por medio de su destreza.
La cuestión es que, desde el primer momento, el peso
musical recayó plenamente en el perfecto tándem
que formaron el piano de Keezer, y el contrabajo de Laspina.
La batería de Terry Clarke no terminaba de amoldarse
a la sutileza de los anteriores intérpretes, cuyas
notas flotaban por entre los escasos ecos de la guitarra de
Hall como pez en el agua: la percusión sonaba demasiado
seca, se apoyaba demasiado en la caja y el plato rítmico
era, cuanto menos, soso, no terminaba de encajar en la estructura
liviana de los citados intérpretes.
En un principio se dedicaron a la interpretación de
estándares, y cercanos al ecuador de la actuación
Hall tocó en dúo con cada uno de los músicos
por separado: comenzó con Keezer, un precioso tema
con una intro y una coda del piano que levantaba los vellos,
y que acentuaban la emoción que producía observar
la figura de Hall. Posteriormente, Laspina salió a
escena e interpretaron a dúo otro tema que, claramente
(cómo no), nos traía a la memoria los magníficos
duetos de Jim Hall con Ron Carter, incluso Laspina recordaba
a este último en su forma de tocar (haciendo sonar
las cuerdas del mismo modo, como si éstas golpearan
en trastes). Por último, Terry Clarke se colocó
al frente de su batería e interpretó junto al
maestro Hall el dueto más frío de los tres,
lo cual permitió, incluso, el lucimiento de Hall con
pequeños atisbos de su añorada grandeza, apoyado
por la sección rítmica de la percusión.
Finalmente se marcaron un tema del propio Hall con aires
africanizados, bien interpretado pero sin más dilaciones
que las referidas al ceñimiento a la pieza sin ningún
riesgo añadido. El público, más bien
frío, pidió el bis como quien pide algo sólo
porque es gratis… Y claro, el cuarteto salió
a cumplir y nos lo concedió. Por la parte que me toca,
he de decir que mis aplausos no fueron dirigidos solamente
a ese concierto, sino a toda la entidad que, en el mundo del
jazz, ha representado, y siempre representará, ese
entrañable viejecillo de espalda corvada que hizo lo
que pudo en el Gran Teatro de Córdoba.
En referencia, desde un plano general, al Festival de la
Guitarra de Córdoba, decir que sólo este concierto
venía a representar a la guitarra del jazz, lo cual
no deja de ser un poco triste. El otro concierto de un músico
más o menos relacionado con el jazz era el de Egberto
Gismonti, que por causas ajenas a la organización se
demoró al menos una hora, y acabó siendo un
recital de piano solo por parte de un Gismonti que parecía
haber salido al escenario a fichar. Desde mi punto de vista
de aficionado, la organización debería apostar
más claramente por un cartel que hiciera honor al nombre
y bagaje de este festival, centrándose en la guitarra,
en todos aquellos ámbitos en los que este instrumento
se inscribe con letras mayúsculas en el panorama no
tanto musical, sino ARTÍSTICO, para poder mantener
el nivel del que se puede vanagloriar durante años.
Y con ello apunto a “pequeños detalles”
como el hecho de que un Carlinhos Brown (¿guitarrista?…)
aparezca como cabeza de cartel del evento, o que aparezcan
en un mismo cartel nombres como Jim Hall Quartet y Mago de
Oz… Como aficionado, les invito a plantearse si la elección
de los participantes del festival merecen situarse en un mismo
plano musical. Y con ello no quiero decir que una “tendencia
musical” sea superior a otra (eso pasaría a aquello
de “sobre gustos…”), sino, precisamente,
a no tener que plantear un festival de tal calibre por tendencias,
sino por pura y simple calidad.
Diego Ortega Alonso.