Comentario: Volvía
Gismonti al escenario cordobés tras el varapalo sufrido
el año anterior, cuando el avión que le traía
extravió sus guitarras y tuvo que dar, a última
hora y a punto de cancelarse la actuación, un concierto
a piano solo que no estaba preparado. Este año, por fin
teníamos al multiinstrumentista brasileño con
sus guitarras en el escenario, y esperábamos que se resarciera
del suceso del festival anterior ofreciéndonos un espectáculo
formidable.
El aforo apenas llegaba a la mitad del teatro, suponemos
que por coincidencia de horarios con el concierto que posteriormente
ofrecía George Benson en los Jardines del Alcázar,
y que, al parecer, no ofreció demasiados pasajes guitarrísticos
y sí muchos temas de años atrás cantados
para embaucar a las damas. Y resultó extraño
que, dada la calidad, la asombrosa calidad del concierto de
guitarra que nos ofreció Gismonti, no hubiese un lleno
absoluto en éste.
Se esperaba al Gismonti en su faceta de guitarrista más
cercano a la orquestación y al choro, así
lo atestiguaba el programa que podíamos leer en nuestras
butacas, sin embargo, comenzó directamente con el esbozo
de esa especie de popurrí de músicas del Amazonas
que ideara en compañía de su compadre Nana Vasconcelos,
el magnífico “Dança Das Cabeças”,
que interpretó a modo de suite frenética, repleta
de recursos infinitos que definen el lenguaje musical propio
de este músico.
Un músico creador de atmósferas, que con una
facilidad demoledora recurre a todo tipo de estrategias guitarrísticas
con su instrumento de 10 cuerdas, creando todo un compendio
de sonidos inimaginables que se tornaban en una suerte de
demostración a los alumnos allí presentes de
la infinita capacidad fonética (permítanme utilizar
esa acepción: esa guitarra era casi humana porque tenía
alma, y a veces parecía gritar, y otras veces susurrar)
que posee un instrumento tan sencillo como la guitarra. Gismonti
frecuentemente intensificaba y reducía el volumen de
su instrumento, y cuando reducía y comenzaba a interpretar
sus melodías con un timbre bajísimo y la audiencia
se enmudecía para captar esos ínfimos sonidos
hermosos, el vello se ponía de punta, pues la música
fluía cual río cuando cruza una selva, virgen
y viva, como siempre fue la música de Gismonti.
Una música que invitaba a escribir sobre otras cosas,
robándole a la guitarra notas imposibles, un chirriante
pulsación sobreaguda en medio de un ritmo grave que
prácticamente se hace imposible llegar a esa nota,
en un mástil de tan considerables proporciones, o el
constante recurrir a los armónicos con una destreza
que los hacía parecer fáciles de conseguir,
una forma compleja de describir la belleza con una música
repleta de inocencia y humanismo, que alcanzaría su
clímax en el concierto durante la interpretación
de “Dança Dos Escravos”.
Sólo ver a Gismonti afinar la guitarra de 8 cuerdas
ya resulta un espectáculo, y más formidable
aún la capacidad del brasileño para subir la
intensidad de un tema sin llegar a ensuciarlo, como le puede
suceder en ocasiones a Michel Camilo. Y es que Gismonti utiliza
a la perfección el elemento “ruido” como
parte de su lenguaje musical, un lenguaje del que resulta
difícil despistarse durante el concierto por su carácter
hipnótico, envolvente, y que, en ocasiones acompañado
de su voz a capella, en otras utilizando la percusión
sobre el cuerpo de la guitarra mientras pulsaba con la mano
izquierda las cuerdas a modo de bajo, y en otras tocando las
cuerdas a la altura de los tornillos, tras el hueso, nos demostraba
una y otra vez el grado de virtuosismo de Egberto Gismonti.
Tras una hora y cuarto de concierto, y el caluroso aplauso
de un público escaso pero entregadísimo, Egberto
apareció de nuevo, agradeciendo con una mano en el
pecho a la audiencia, y la otra portando una pequeña
lija de uñas que, una vez sentado, utilizó para
arreglar las de su mano derecha e interpretar el bis de uno
de los mejores conciertos a guitarra sola que se recordarán
en la ciudad califal.