Comentario: Una de las cosas buenas que tiene Joe Lovano es que no pretende engañar a nadie. Quizás porque ante todo no pretende engañarse a sí mismo. Como escribió hace años Bill Shoemaker, “él sabe quién es”. Uno ya está habituado a que un buen número de nombres incontestables que ocupan espacio considerable en las estanterías de su colección, estén sin embargo tachados de la lista de conciertos a los que acudir. Porque no se puede uno fiar: igual se ponen estupendos o, lo que es peor, complacientemente modernos. Sé de diletantes más que respetables, gente con un gusto mucho más fino que el mío y con mucho más saber, que abandonaron a Herbie Hancock a mitad de su concierto en Zaragoza. Para Hancock no me hice trescientos kilómetros de carretera: lo tenía tachado de la lista.
Para Lovano no me hubieran dolido trescientos más. Aún no había escuchado
Streams of Expression pero venía con un noneto, lo que me hacía recordar los buenos momentos de su
52 Street Themes, en cuyo recuerdo, y supongo que en el de Tadd Dameron, pudimos escuchar
On a Misty Night. Los dos primeros temas
Streams y
Cool sonaron un poco anárquicos, no siendo esa su intención. Una ecualización poco medida hacía por ejemplo que el contrabajo de Dennis Irwin (por otro lado implacable y vigoroso, con un walking granítico) eclipsara al conjunto y sobre todo al sonido del piano. El mismo Lovano se acercó un par de veces al amplificador del bajista para tratar de ajustar este problema. Algo pasaba también con la toma de los micrófonos centrales que servían para el desfile y mejor lucimiento de los solistas; algo no sonaba bien en ese estético deambular en el que se repartían la tarta como en animada francachela.
Que Lovano se fuera un momento entre bastidores para cambiarse las gafas por unas oscuras (y no por estética, su aspecto general bien podría confundirse con el de un eterno aspirante a una cátedra de lingüística), hacía pensar que necesitaba de un ambiente más íntimo para sus soplos. Y así fue. Empezaron a adivinarse los primeros compases, prodigiosamente arreglados por Gunther Schuller, de
Moon Dreams, rindiendo pleitesía –alguna cita aquí y allá– pero en absoluto pretendiendo imitar a la tuba band de Davis. Confieso que soy de lágrima fácil y que tuve que hacer uso del moquero. Esta intensidad difícilmente soportable, quizás por el efecto estético del reconocimiento, se mantuvo en las excursiones por
Move y
Boplicity, sonando a veces el conjunto con el sabor de una banda de más músicos, como en un recuerdo a la comodidad del Rebaño de Woody Herman. Lovano se reservaba las exposiciones y el diálogo con el resto de los vientos con su propio estilo, sin tener presente la vigorosa imagen de Konitz, Mulligan o el mismo Davis. De entre las cañas destacaría a Ralph Lalama (veterano de la orquesta de Mel Lewis, como Lovano), un viejo conocido de la escena neoyorquina que contrasta muy bien con el sonido del de Cleveland, al estar Lalama más cerca de las potencias y rugosidades de un Rollins o de un Mobley. Interesantes asimismo me parecieron las maneras de Gary Smulyan (también miembro del Rebaño), con ideas complejas aunque parecieran discretas por una toma deficiente para las particularidades del barítono. El laconismo de Larry Farrell, si bien poco espectacular (y por eso poco aplaudido), me pareció de lo más estimulante.
La rítmica no tendrá que ir a septiembre. Un impávido y estático James Weidman desgranó un estilo decoroso de notas y silencios demostrando que tiene muy bien aprendida la lección de economía de John Lewis. Si algún momento exigió más vehemencia ofreció exóticas aventuras con la mano derecha y certeros aportes rítmicos. El
beat de Otis Brown se mantuvo impertérrito durante casi dos horas de concierto, empujando a toda la banda a razón, sutilísimo en los intercambios de “cuatros” y en los pasajes en los que acompañaba a las ruedas de improvisaciones de vientos. En algún momento hizo esto sin la ayuda de piano y contrabajo, ofreciendo así estampas de un lenguaje vanguardista muy bien aprendido, demostrando respirar el mismo aire que Lovano y al mismo tiempo.
Pero quizás fue Lovano el que más sonó, aunque sin monopolizar en ningún momento. Y sólo sonó a Lovano: con más ímpetu, con más discurso. Desde su lectura de los arreglos hasta el afilado ataque de sus intervenciones donde nada sonó a cliché (al contrario que con Barry Ries, único “pero” de la fiesta: ¿dónde estaba Tim Hagans?) y donde lograba rematar siempre con final feliz la más intrincada discusión consigo mismo. En estas discusiones y en toda la actuación, al contrario que en la decepcionante vida real, no hubo engaños por parte de Lovano. Ahora mismo seguro que está diciendo verdades en el Village Vanguard.
© 2006
Pedro J. García