Comentario: Vale. Ahmad Jamal es una leyenda.
Es, además, uno de esos pianistas ineludibles para entender el desarrollo del instrumento en la segunda parte del siglo veinte; y por si esto fuera poco, decenas de pianistas importantísimos le citan como una de sus principales influencias o, en el peor de los casos, como un referente básico. De acuerdo, pero eso era entonces y ahora es ahora. Y no solo ahora, la cosa lleva un tiempo siendo así. De hecho, si echamos cuentas, Jamal practicó el estilo que le hizo famoso sólo durante unos pocos años de su carrera y éste fue mutando desde principios de los años setenta a una forma de tocar bastante diferente a lo que nos tenía acostumbrados.
Hay que reconocer que es una faena grabar tus mejores discos (o al menos los que te harán pasar a la historia) en los primeros años de tu carrera. Desde aquellos fantásticos discos, Jamal ha cultivado un estilo farragoso, casi antagónico respecto a aquel en el que el silencio y el uso del espacio propulsaron y definieron el jazz que vino después. Pero Jamal es Jamal, y su lugar en la historia esta ganado y muy merecido, así que el hecho de que recibiese el premio Donostiako Jazzaldia de este año no tenía nada de raro.
Su concierto, en cambio, si que tuvo detalles un tanto cuestionables. Toda la introducción que precede a este párrafo viene a que, por mucho que Jamal sea quien es, no hay que pasar por alto una serie de cuestiones muy a tener en cuenta cuando hablamos de jazz. Inspiración titubeante, muletillas recurrentes, solos incoherentes y una falta de dirección solo disculpada por una prepotencia musical que le hace más mal que bien. Jamal presentó sus ultimo disco, It’s Magic, y descargó sobre el publico algo más de una hora de música sin demasiadas pretensiones (pero enormemente chulesca al mismo tiempo), en la que sobresalía su interesante manejo del trío.
Ese concepto, pensado y desarrollado para mayor gloria del pianista, se basaba en un manejo tiránico del contrabajista y del batería, que seguían a pies juntillas los gestos del líder. La música de éste, caprichosa y cambiante hasta la extenuación, dictaba los pasajes, solos, y abruptos cambios con firmeza inclemente, y necesitaba la devoción de sus empleados para funcionar. Jamal, en su delirio ególatra, se sentaba dando la espalda a sus secuaces y les dirigía con el menor contacto posible, decidiendo cada segundo de música. Casi como Tete en algunas ocasiones, con la diferencia de que Tete estaba ciego y tocaba condenadamente mejor que el viejo Ahmad.
El problema es que todo lo bueno venía de Jamal, pero al mismo tiempo, también todo lo malo. El pianista, incontinente y zigzagueante, comenzaba una pieza y la zarandeaba de un lado a otro, inmisericorde. A veces, con resultados brillantes; otras en cambio, resultaban confusas y desorientadas. Lo que está claro es que Jamal toca exactamente lo que le apetece en cada momento, sin rendir cuentas a nadie excepto a sí mismo. Y quizá ni siquiera eso. Él toca, manda, y que sea lo que dios quiera.
Afortunadamente, el mito aun estaba en la sala y se permitió tocar algunos clásicos entre los que estaba el glorioso “Poinciana”, pero ni por esas. Un principio delicado y aéreo se convirtió en pocos compases en cascadas de notas y fraseos violentamente quebrados. Después de todo estábamos viendo a “este” Ahmad Jamal, no al de entonces, y él está en todo su derecho de hacer la música que le apetece. Al final, un pequeño bis y ante la continua ovación (fruto, probablemente, del galardón recién entregado), volver a salir a saludar, no sin antes hacer un gesto a sus músicos para que se queden entre bastidores. Ellos son empleados y él es la figura mítica.
Y esto es lo que hay, amigos. Es uno de los grandes y sigue tocando (que ya es bastante) con una propuesta completamente personal e independiente. Mal no está, pero le sobra carácter y personalidad y le falta una buena porción de solidez y un toque de humildad. Por lo demás, Jamal es Jamal. Y solo hay uno.
© 2008 Yahvé M. de la Cavada