Comentario:
La verdad es que después de algo como lo de ayer uno se queda sin palabras. O para ser más precisos, éstas no alcanzan. Es raro poder ver a Henry Threadgill en directo, así que la ocasión era verdaderamente extraordinaria. Si a eso añadimos que su obra, desde sus inicios a principios de los 70, es una de las joyas de la corona del jazz contemporáneo, las ansias de verlo crecían exponencialmente. Y, aún y así, el resultado de lo ofrecido ensombreció todas las expectativas. En primer lugar, uno siente un profundo agradecimiento por lo que ha recibido. Para mí no fue un concierto bueno y ya está. Fue algo más. Algo cercano a una experiencia completa en la que se veían afectados los sentidos y las emociones. La música de la que disfrutamos era un todo orgánico. Avanzaba, discurría, se balanceaba. Siempre unida, sin partes ni fisuras. Porque la música de Threadgill cuenta historias. Claro, historias no en el sentido de verbalizar situaciones más o menos concretas, sino historias que apelan a nuestra sensibilidad. Historias que modulan el estado de ánimo porque esa es la prerrogativa del relato musical. Y para ello Threadgill se vale de una concepción total de la música. Insisto, no hay partes, es una unidad. Es como la música de los antiguos, arcaica y noble. Mágica. Misteriosa. Está fraguada, como antes, con planos y volúmenes, como ahora. Raras veces he visto un concierto con mayor dinámica interna. Las partes solistas, que no solos, son concebidos como elementos narrativos que nunca se pierden y cuya importancia estriba en la función que cumplen con respecto al resto y no en la manera en como son ejecutados. Son interpretaciones dictadas por el proyecto, no por ningún canon académico o técnico. Son correlatos, no son añadidos. Incluso los pasajes improvisados se enmarcan dentro de ese relato con vocación siempre de completarlo, aunque sea de modos distintos, a la manera de los viejos cuentos orales. La harmonía consiste en eso, en la combinación acertada de las partes con respecto a un todo. Y contra más elevado sea ese todo, tanto mayor será el efecto armónico conseguido. Aquí no se limita a una cuestión técnica sino a crear un efecto revelador. Una epifanía bella y efímera, para que podamos atesorarla en nuestra memoria. Es música espiritual porque está hecha con el deseo de elevar al ser humano en lugar de retenerlo aquí ocupándolo en minucias. Como al ser amado y a los espíritus, no se la puede desmembrar, y por eso hablar de ella en términos de técnica o diseccionarla en estilos sería como mancillarla brutalmente. Viendo el otro día un documental sobre Marc Ribot, el guitarrista de Newark decía que lo importante no es tocar la nota correcta sino entender (dicho subrayándolo) el proyecto musical. Y creo que en el fondo eso tan sencillo puede identificar a dos tipos de músico de jazz: aquél para el que la técnica es un medio y aquél otro para el que la técnica es el fin. Como Threadgill pertenece al primer grupo, el egoísmo, lo prosaico y la estupidez están definitivamente desterrados de su música. Parafraseando a un estupendo profesor de filosofía que tuve, todo en la otra noche estuvo “como el agua en el agua”. Recipiente y substancia. Materia y sentido. Uno en uno. Y disculpen si me he puesto un poco pelmazo, pero es que como he dicho al principio, me faltan las palabras…
© 2008 Jack Torrance