Comentario:
Ambiente veraniego y noche calurosa en la terraza del mostoleño Centro de Arte Dos de Mayo. En las gradas, lleno absoluto (la entrada era gratuita), en el escenario, una banda más que interesante, avalada por sus recientes actuaciones en el madrileño Café Populart.
Hoenig y sus chicos presentaron su música angulosa, a ratos impresionista, a ratos agresiva, siempre repleta de increíbles malabares rítmicos y métricas imposibles. Los compases parecían ser siempre de distinta duración, si bien esto nunca ocurría de forma aleatoria. Impresiona la pulcritud con que suenan unos arreglos tan complicados. No son sólo cuatro excelentes músicos; aunque suene a tópico, el grupo es aún mejor que la suma de sus partes. Posiblemente influya el hecho de que, a pesar de ser intérpretes capaces de llegar a las más altas cotas expresivas, funcionan con mucha lógica. Sus improvisaciones son lógicas, sus acompañamientos son lógicos, sus frases comienzan, buscan, encuentran y acaban. No osbtante la música de Punk Bop no se puede considerar matemática; no sonaría como lo hace sin su elevada dosis de alma, espíritu, inspiración o humanidad, llámenla como quieran. Pero todo parte de una visión artística firmemente estructurada y lógicamente desarrollada.
El papel de Ari Hoenig no es el del virtuoso pirotécnico. Todo lo contrario: hace mucho con poco. La caja y uno de sus platos le bastan para adentrarse con insolencia en un tejido rítmico complejo y apasionante, desarrollando su propia historia sin dejar de acompañar a sus fieles escuderos y recalcar el discurso narrativo de estos. El saxofonista Will Vinson hizo gala de un bonito sonido, lírico en las melodías y filoso en los solos. Su estilo se aleja de la tradición menos que el de sus compañeros, lo que le permite complementarles y ampliar el discurso de la banda (¿será por eso que Hoenig llamó al cuarteto “Punk Bop”?). Danton Boller (¡cómo se parece a Frodo, de El Señor de los Anillos!) es la solvencia personificada. Su comprometida labor de contrabajista gana un plus en un grupo que juega con el ritmo tanto como este. Rebosante de técnica, transmite seguridad y aparenta realizar un trabajo fácil (nada más lejos de la realidad).
Pero, como es habitual, el máximo reconocimiento recayó en ese monstruo llamado Jonathan Kreisberg. A veces su guitarra no parece de este mundo. Su extrema perfección técnica y la afilada búsqueda de pequeños paisajes sonoros en sus improvisaciones le convierten en uno de los guitarristas de jazz más importantes de la actualidad. Para Kreisberg cada contexto armónico y rítmico es un reto en cuya consecución sufre y disfruta a la vez, a modo de caballero templario, mitad monje mitad guerrero.
La brillantísima actuación del cuarteto solo se vio empañada por unos problemas de sonido sobre el escenario al principio del concierto y, sobre todo, por el vergonzoso comportamiento de una maleducada parte del público que, sin dejar de charlar a voces durante los temas y creyendo estar en una simple terraza de verano, nos hacen replantear un viejo debate: ¿la cultura debe ser gratuita?.