No sé si fue acertado programar
a Soledad Jiménez y a Victor Bailey en una misma
jornada. La yeclana casi abarrotó de público
el Auditorio Parque Almansa; un público incondicional
que, después de un concierto de hora y media larga
y un bis de tres temas seguidos, se puso en pie para despedirla.
Así que, cuando le llegó el turno a Victor
Bailey, conforme éste pisaba a fondo el acelerador
para abordar el intrincado trazado de su repertorio, un
chorreo incesante de ese mismo público comenzó
a abandonar el auditorio, hasta quedarnos menos del cincuenta
por ciento del público inicial. Un hecho que es
lícito y admisible, faltaría más;
pero para mí, e imagino que también para
el Victor Bailey Group, la situación fue bastante
tensa, por expresarlo con suavidad. Aquella noche se mezclaron
en el Auditorio Parque Almansa dos tipos de público
con gustos e intereses musicales sustancialmente distintos,
aunque quienes vimos el espectáculo de principio
a fin tal vez demostramos tener mayor amplitud de miras
que quienes lo abandonaron en el transcurso de la actuación
del Victor Bailey Group. En fin, ellos se lo perdieron.
Una actuación, por cierto, tan meticulosamente
premeditada como extremadamente enérgica. Sin duda,
el estilo lo requería: bases sólidas y fulminantes
para fraseos y slaps vertiginosos. A Victor Bailey
lo habíamos visto anteriormente en el Festival
de Jazz de San Javier acompañando a grupos como
Steps Ahead y a músicos como Michael Brecker o
Bill Evans, pero nunca liderando un proyecto propio. Bailey
es un purista, fiel a las fórmulas de los músicos
y grupos de funk y de jazz fusion más
grandes de la historia (algunas de sus composiciones me
recordaron mucho, claro está, a Weather Report;
y a ratos incluso me vino a la memoria la voraz incandescencia
de John McLaughlin y su Mahavishnu Orchestra), a la vez
que un músico arriesgado y comprometido con su
oficio y su talento; y, sobre todo, con su estatus. Se
dejó literalmente la piel (y algún que otro
tendón) entre las cuerdas de su bajo Fender. Y
es que hay que saber cómo, cuándo y por
qué se toman ciertos riesgos. Un músico
no tiene por qué estar demostrando permanentemente
sobre el escenario todo aquello de lo que es capaz. La
gimnasia debe hacerla en el gimnasio o en su casa. Por
otra parte, estoy desde hace mucho tiempo persuadido de
que el liderazgo, el virtuosismo y la técnica se
demuestran la mayor parte de las veces haciendo precisamente
lo más elemental y del modo más discreto
posible. Filigranas, las justas. A Victor Bailey su exhibicionismo
acabó por pasarle factura (por no decir fractura),
probablemente debido a una tendinitis mal curada, y tuvo
que terminar su actuación con el dedo meñique
entablillado.
Dicho lo cual, considero que la omnipresencia de Victor
Bailey con el bajo y Poogie Bell con la batería
(de hecho, éste figuraba en los créditos
en segundo lugar, por encima de David Gilmore y Peter
Horvarth) lastró y enmudeció en no pocas
ocasiones la labor de la guitarra y los teclados. El mayor
peligro de que un bajista insista en llevar la voz cantante
en un grupo es que, de repente y con excesiva frecuencia,
el grupo se queda sin bajo y el sonido general, la molla,
la dinámica, se resienten; con lo que la responsabilidad
de que el edificio no se caiga recae sobre el baterista
(descomunal trabajo el de Bell), obligado a acometer machaconas
figuras de bajo con el bombo que, por muy virtuosas y
espectaculares que resulten, adquieren también
una excesiva presencia y pueden llegar a cansar. Y una
objeción más: parece un poco absurdo hacer
sonar un bajo distorsionado para que parezca una guitarra,
sobre todo si se cuenta con una guitarra y un excelente
guitarrista en el propio grupo. En algún momento
tuve la sensación de que Gilmore y Horvarth se
sentían de más, por mucho que se limitaran
a cumplir dócilmente su cometido con destreza e
incluso con genialidad. Pero indiscutiblemente son dos
músicos que en otras circunstancias habrían
dado mucho más de sí. Quedó, pues,
bien claro desde el principio que nos encontrábamos
ante una propuesta netamente personal.
Por descontado, salvo esos pequeños reparos que
he creído necesario subrayar, la actuación
del Victor Bailey Group superó con mucho el listón
de mis expectativas; y hubo también momentos en
los que Bailey se lució sin más alardes
que los necesarios, como cuando interpretó el hipnótico
“Kid Logic” o el potente “Slippin’n’Trippin”,
un tema de un nuevo álbum aún en proceso
de elaboración, con los que demostró poseer
también innegables cualidades como cantante. Aparte
de eso, rindió tributo a músicos de la talla
de George Clinton (“Knee Deep”), Stevie Wonder
(“I Wonder”) y su admirado Larry Graham (“Graham
Cracker”); aunque, ineludiblemente, por encima de
ellos y del propio Bailey, flotando entre bambalinas pulularon
todo el rato los espíritus inmortales de Joe Zawinul
y Jaco Pastorius.