Agustí Fernández (piano) y Evan Parker (saxo
tenor) aparecieron en escena vestidos de riguroso negro,
sobriedad que contrastaba con las gigantescas cortinas violetas
de terciopelo que adornaban la sala Oriol Martorell del
Auditori de Barcelona. La estampa recordaba la estética
de alguna escena rodada por David Lynch, cineasta especialista
en empujar al espectador a mundos desconocidos que rozan
las ambigüedades del subconsciente. Como la música
improvisada, supongo. La actuación a dúo casi
inédita hasta la fecha entre dos de los mejores músicos
de la free music europea, uno mallorquín,
el otro inglés, era una propuesta poco habitual en
la programación del Festival de Jazz de Barcelona,
normalmente conservador y poco amante del riesgo, como lo
es parte del público que acude a los conciertos de
este certamen que ya supera las cuatro décadas de
existencia. Un matrimonio de jubilados de la fila de delante
se removió con inquietud en sus asientos durante
todo el concierto. El señor de mi derecha no paró
de mirar el reloj esperando a que el árbitro pitara
el final para irse corriendo. Otros en cambio se abrieron
de mente y corazón para dejarse embaucar por el hechizo
de dos grandes epicúreos, porque sin amor ni placer
por la música se puede tocar así, saltando
al vacío para musicarte a ti mismo y ayudar al otro
a musicarse.
Fernández y Parker son dos viejos conocidos que
ya llevan 15 años encontrándose en otros proyectos
como “Topos”, con Barry Guy (contrabajo) y Paul
Lytton (batería), en la Barry Guy New Orchestra o
en el Electro-Acoustic Ensemble del inglés. Pero
el formato dúo tan sólo es testigo de la grabación
de “Tempranillo” (Nova Era, 1995), una sesión
que suena a lejana ahora que se conocen más y pueden
encontrarse de nuevo, mano a mano, en un escenario. Empezaron
suaves y evocativos. Fernández poetizando notas,
Parker acariciando las suyas para avanzar juntos hacia algún
lugar en común aún por concretar donde contarse
confidencias. En aquellos momentos el diálogo se
desarrolló sobrio, elegante, conciso, poético.
El discurso del saxo, lleno de armónicos sutiles,
casi imperceptibles pero capaces de hacer vibrar todo lo
que es susceptible de vibrar por efecto simpático,
llenaba la sala. El pianista se movía ligero por
los registros agudos del piano, haciendo gala de un dominio
incontestable del tempo oculto de la música. Poco
a poco empezó a buscar profundidad en lo insondable
a través de las teclas de la parte izquierda, graves,
a la vez que Parker se adentraba en su particular bosque
de notas, denso, ese que lo ha hecho conocido dentro de
la escena de las músicas improvisadas, ese discurso
musical que se desarrolla a lo largo y ancho, a lo grande,
siempre vivo. A partir de entonces, el proceso dialéctico
entre ambos se desplegó dentro de una cierta espesura
y densidad en la mayor parte del tiempo. Se construían
redes de sonido a veces infranqueables para el oyente. Muchos
a mi alrededor cerraban los ojos para poder seguir mejor
lo que pasaba ahí delante. El pianista jugaba más
con los silencios que su compañero de escenario y
por fortuna eso permitía airear una musicalidad que
por intensa corría el peligro de ahogarse. Parker
es un prodigio de la técnica pero su enorme capacidad
puede rozar la incontinencia y vaciar la música de
eso mismo, de música. Algunos le dirán a eso
“intensidad” en mayúsculas. Personalmente
prefiero llamarle “peligro de sobreinformación”.
Eso sí, el dramatismo musical era efectivo y al final
de la primera pieza los aplausos fueron igualmente apasionados.
A ese dúo inicial le siguió un solo de piano.
Fernández fue deconstruyendo algo parecido a una
danza arrítmica al principio; en su parte central
se convirtió en una gran masa sonora coloreada con
disonancias y desarrollada por el principio de la repetición
obsesiva cercana al minimalismo; y se cerró con un
toque tanguero al final. Fue una aportación con cierto
aire cantabile que rompió con la tónica
general de la velada. Si el pianista no renunció
a lo suyo, tampoco lo hizo Parker cuando fue su turno para
solear en solitario. El saxofonista optó por usar
la respiración circular para crear un discurso hipnótico
y hermético que dejó al público con
la boca abierta. Es su espectacular especialidad, un reto
a la resistencia física. De su saxo salía
tanta riqueza de sonidos que parecía que estuviera
tocando dos instrumentos a la vez. Los dedos iban a toda
velocidad recorriendo toda la tesitura posible del instrumento,
provocando todo tipo de efectos colaterales: se oían
zumbidos, melodías, armónicos continuos, ruidos.
Menos mal que al terminar esos 10 minutos de solo, Parker
resopló de cansancio, con lo que demostró
que, sí, es humano.
Las dos últimas piezas, bis incluido, nadaron entre
la preciosidad y la riqueza de registros y dinámicas.
El mallorquín usó algunas de las técnicas
de piano preparado y el inglés volvió a usar
algunos sonidos continuos que hacían claros en la
densidad del bosque. En estas circunstancias, ante la grandilocuencia
del discurso de Parker, cada silencio también se
revalorizaba por mil. Fue al final de la actuación
que los usó con algo de generosidad y Fernández
pudo sobresalir con más libertad y llevar el discurso
a un terreno más poético, de haiku
extendido, cercano a lo que ya había sonado en los
primeros minutos del concierto y dejando así una
reconfortante sensación de círculo cerrado.
Fue un final precioso, digno de dos grandes libreimprovisadores
europeos que se admiran y se llaman mutuamente “maestro”.