Por avatares profesionales, este verano no me ha sido posible
incorporarme a Jazz San Javier hasta ya superado el ecuador
de su esperada decimoquinta edición. Y bien que me
pesa haberme perdido conciertos como los de mis admirados
Tingvall Trio, Tom Harrell Quintet o Terri Lyne Carrington.
Pero heme aquí de nuevo, por fin, procurando dar
fe de la espléndida sesión del pasado día
21, a la que asistí, lo reconozco, con determinados
prejuicios torpemente infundados y escasas expectativas
respecto al rango o nivel jazzístico de lo que esta
nos deparaba. Y cómo me alegré de haber errado
en mis previsiones. Lo cierto es que todos los días
aprendemos algo nuevo (¡y ay del día en que
no suceda así!) y esa noche, una vez más,
quedó bien patente algo que he repetido en numerosas
ocasiones: que el jazz no tiene fronteras y que sólo
desde la ignorancia cabe delimitarlas.
Por eso comenzaré confesando que, aunque ya había
oído hablar de él, y a pesar de venir avalado
por tres trabajos discográficos, jamás antes
había escuchado a David Peña Dorantes; y
ahora siento cierta tristeza solo de pensar que, a mis
cincuenta y seis años de edad, podría haberme
despedido ya de este mundo sin haberlo hecho. Así
que no puedo dejar de manifestar aquí mi gratitud
hacia quienes me han brindado la oportunidad de conocer
(o, mejor dicho, sentir) la alta y generosa música
de este pianista y compositor mayúsculo que nos
ha dado Andalucía.
Dorantes inició su debut en el festival acometiendo
en solitario “Ante el espejo”, un intenso
y concluyente autorretrato perteneciente a su flamante
último álbum (Sin muros!, Universal
Music, 2012) con el que delineó los diferentes
pilares sobre los que se asienta su excepcional universo
íntimo.
Tras esta inspirada y ascética declaración
de principios hicieron acto de presencia el contrabajista
Estanislao Waflar y el percusionista Nano Peña
(a quien presupongo hermano o primo de Dorantes) para,
en sintonía con la atmósfera generada por
el primer tema, interpretar en trío un conmovedor
preludio antes de que la cantaora Esperanza Fernández
irrumpiera en el escenario para poner voz a “Atardecer”,
una poética guajira (“Hojas de espadas de
luces / que el sol sobre el Sur vierte”) que prendió
de inmediato en el corazón del público.
Copla flamenca sabiamente fundida con jazz mediterráneo.
Y en este punto tengo que preguntarme: ¿cómo
definir la música que hace Dorantes? Sinceramente,
etiquetarla de flamenco-jazz se me queda corto. ¿Jazz
jondo? Mejor, pero tal vez demasiado pretencioso. Dejémoslo,
simple y llanamente, en música del alma (y así,
de paso, recordamos y reivindicamos desde aquí
otro de los festivales internacionales que por causa de
los recortes se han ido este año al traste en nuestra
región). Porque, parafraseando a Baudelaire, la
música de Dorantes excava hasta en el mismísimo
cielo. El hilo conductor de todas sus composiciones, claro
está, es el flamenco más genuino (bulerías,
seguiriyas, alegrías, tientos, soleares, tarantos…),
pero deliciosamente administrado junto a un sinfín
de invocaciones estilísticas que pasan por el jazz,
la música clásica y de raíz, la música
contemporánea y ese amplio abanico que denominamos
“músicas del mundo”.
David Peña Dorantes destila dominio a raudales,
virtuosismo sin afectación, nobleza, humildad,
altruismo y elegancia tanto en la sencillez como en la
dificultad. Sin apenas pausa y perfectamente arropado
por su grupo (preciso y minimalista Nano Peña a
la batería; sólido y categórico Estanislao
Waflar al contrabajo; magnánimo y exquisito Ricardo
Moreno a la guitarra, con una técnica impecable
en la que se funden el flamenco, la bossa nova y
el swing manouche; ardiente y arrebatadora Esperanza
Fernández al cante), el pianista sevillano continuó
enlazando una tras otra suites como “Orobroy”
(una de sus composiciones más representativas,
con la que puso título a su primer disco), “Semblanza
de un río”, “Caracola”, “Sin
muros” (un comprometido llamamiento, según
sus propias palabras, a "derribar las barreras entre
los pueblos, el arte y los corazones"), “Yelem
Yelem” (un himno gitano cantado en romaní
en recuerdo del sufrimiento de su pueblo durante el holocausto
nazi), “Aliento”, “Cuatro leguas de
amor” y “Caravana de los zincalí”,
dejando al público que inundaba el Auditorio Parque
Almansa absolutamente sobrecogido.
En definitiva, un apasionante y hermosísimo concierto
en el que, una vez más, quedó sobradamente
demostrado que la innovación sólo es posible
desde el respeto y la fidelidad a la más pura tradición.