No sé si a estas alturas tiene mucho sentido preguntarse sobre el valor del mestizaje en la música. En un momento en que las posturas esencialistas han perdido definitivamente pie y cuando se acepta que el génesis, el meollo de los estilos musicales es el resultado de un conglomerado asimétrico de acentos y procedencias, de fusiones sin padre ni madre que remiten a una intrínseca naturaleza permeable del lenguaje musical, parece que la etiqueta del mestizaje se queda corta, o que como mínimo resulta una perogrullada que no aporta nada sustancial al asunto. No así, creo yo, el postizaje . Frente a la búsqueda de esencias y supuestos orígenes remotos de un original acto alquímico de amalgama, el baile de disfraces, el carnaval de las formas, la impostura festiva del que se hace pasar por alguien y consigue, aunque sea sólo en ese momento mágico de la representación, confundirnos en un barrizal de referencias. Pero todo buen disfraz, que no busca la suplantación del original sino su caricaturización, se presenta a sí mismo como artificio -todo buen bigote de mentirijillas alcanza su cénit cuando despegándose de un costado, afirma su esencial artificiosidad pendiendo sobre los labios-. Al lado del original, el disfraz nos parecerá más nuevo, más brillante, más ligero y divertido, despojado de la pesadez de lo verdadero, casi más auténtico (‘hay que darse cuenta que todo es mentira, que nada es verdad', reza una de las canciones del repertorio de los postizos. Más claro, el ron de caña.). Y así sonaron los temas de Arsenio Rodríguez, padre del son cubano, perpetrados por los postizos Marc Ribot, Anthony Coleman y su banda de latinos venidos desde el bajo Manhattan. La suya no es una reinterpretación en clave rockera de los sonidos cubanos, sino el abordaje de la latinidad desde el humor y el divertimento. No hay pretensión de interpretar o poner al día el legado de Rodríguez sino de disfrazarse de músicos cubanos, mostrando impúdicamente que tras la máscara asoma el siempre abrasivo y peculiar sonido de Marc Ribot. Dicho sea de paso, y lo digo porque comparte con Ribot escena, discográfica y supuestos estéticos, el trabajo de John Zorn respecto a la tradición musical judía con sus Masadas y compañía puede entenderse también desde este postmoderno e irónico postizaje.
La actuación del pasado miércoles fue una buena muestra de este sentido festivo. Ribot y sus postizos no han grabado material nuevo desde sus trabajos discográficos de finales de los noventa, pero esto no ha impedido que durante esta década larga hayan continuado haciendo conciertos y giras, reagrupándose cuando la demanda así lo exigía. Con un repertorio que se conocen pues, al dedillo, la actuación tomó aires de guateque o de fiesta popular, limitándonos -que no es poco- a gozar -o ‘gosarrr' como pronuncia Ribot en su macarrónico castellano- del buen hacer y sabor de esta excelente formación. Los ritmos calientes, a veces más perezosos, otras más trepidantes, convivían con el ruidoso y general sonido sucio de la banda, auténtica marca de la casa. Se escuchó poco, los sempiternos problemas de sonido, al Farfisa de Coleman, pero cuando conseguía ir más allá de la nube de distorsiones y de la contundente batería de Rodríguez, era un auténtico placer. Y sobre todo, esos fantásticos arranques de las guitarras de Ribot, que como ese bigote de mentirijillas que se despega, dejaban entrever el auténtico fondo de los postizos, ese latin-punk-funk que reza el fenomenal cartel del 3mendo. Y todo ello provocando al respetable un frenético y sabrosón movimiento de caderas en la tradición de la mejor salsa. Una salsa con grumos, eso sí.