Comentario:
La música a veces es acuática, líquida, viscosa, densa o mecánica; metálica, elegante, sucia o aséptica; cognoscible, ininteligible o críptica; barroca, suave, rectilínea o meándrica; compleja, sencilla o arrolladora; concesiva o exclusiva; buena o mala, en definitiva. La que ejecuta, percute y/o concibe Fred Hersch a piano pelado es un inmenso océano de aguas templadas que se podría explicar con todos los adjetivos calificativos laudatorios posibles, con los superlativos elogiosos habidos y por haber. O al menos eso lo que percibió —o quiso percibir— el que suscribe estas líneas.
La casualidad —o más bien la meteorología— obligó al cincinnatiense a actuar en solitario. A última hora, la organización del evento lanzó una nota en la que advertía de la imposibilidad del contrabajista John Hébert y el baterista Eric McPherson de llegar a Barcelona, debido al cierre de los aeropuertos de Nueva York por una tempestad de nieve. Se anunciaba la sustitución del programa previsto a formación de trío por una sesión de piano solo. Con el auditorio a rebosar, se avisó entonces de la posibilidad de devolver el precio de la entrada a quien quisiera si abandonaba la sala en ese instante. No hizo falta, pues nadie optó por el rembolso del montante. Un concierto con la presencia del pianista Fred Hersch puede ser sublime en solitario, a dúo, a trío, a septeto o con big band. Da igual.
Arrancó con la pieza que da nombre al disco Whirl (Palmetto Records, 2010), un tema cimbreante que dio paso a la balada “At the close of the day”, uno de los primeros momentos álgidos de la noche, que precedió a una “Pastorale” de reminiscencias schubertianas. Llegados a este punto, a un servidor le vino a la cabeza la comparación que algunos críticos hacen del estilo de Hersch con el de la pianística romántica —de la música clásica romántica, se entiende—. Al margen de cualquier posible vínculo del estadounidense con la estética del romanticismo europeo, el discurso de Hersch tiene algo de enigmático, anguloso y, permítanme, elegante. Música a veces parsimoniosa, exploradora,como la de los temas “Duet”, de Songs Without Words (Nonesuch, 2001), y “Valentine”, con el que acabó la sesión. O la del estándar de Jimmy Rowles “The Peacocks”. O la de su particular abordaje del universo monkiano. Todo fluía en una música tejida con sutileza, con cadencias caprichosas y giros melodiosos.
Más allá del sonsonete sobre el magisterio de Hersch a figuras hoy tan relevantes como Brad Mehldau, Jason Moran o Ethan Iverson, lo cierto es que, si algo aprendieron tan emblemáticos pianistas del cinncinatiense, fue seguramente el don de la sorpresa, de la imaginación, de las cadencias y las tensiones sugerentes de un discurso tan placentero como explorador. En la modesta opinión de este humilde cronista se trata de uno de los logros relevantes de la pianística jazzística de las últimas décadas. Tanto como para que a la salida del concierto un conocido instrumentista, coprotagonista de algunos de los hitos jazzísticos de los últimos 15 años, confesara en un corrillo su deseo de finiquitar esa jornada sin escuchar una sola nota más. Vamos, que para él, como para muchos de los allí presentes, el concierto fue grandioso, extraordinario, abracadábrico, excelso… Hártense de poner adjetivos calificativos.