Comentario: Buena fórmula la de calentar al público de festivales multitudinarios con grupos afincados en el territorio nacional. Buena fórmula, sobre todo, cuando funciona. Así fue en esta ocasión: el latin jazz conciso, aplastante y sin fisuras del nuevo proyecto de Bobby Martínez no sólo fue ejecutado con excelente técnica y sonido, sino que además gustó. Presentando los temas de su último disco (Latin Elation I), el sexteto que abanderaba el saxofonista contrastó la linealidad conceptual de la música latina con un sinfín de obligados, unísonos y demás efectos rítmicos, recursos de clara aplicación a un estilo que los miembros de la banda demostraron dominar a la perfección. Las improvisaciones afiladas de Bobby y las más líricas de un soberbio Manuel Machado discurrían sobre una base rítmica rocosa, donde cabe destacar la labor de Santi Greco a su bajo de seis cuerdas, mientras Iván Lewis adornaba con originalidad. Excelente concierto de unos músicos que no sólo conocen el territorio en que se mueven, sino que lo hacen con naturalidad.
Si la descarga latina de Martínez y compañía calentó al público, la aparición del legendario Herbie Hancock convirtió el velódromo en una auténtica pista de baile. El pianista recuperó su sonido de teclado de los años 70 y ofreció un repertorio variado, pero con especial hincapié en la revisión de su antiguo proyecto Headhunters. Éxito colosal de público, si bien los devotos del Hancock jazzero quedaron bastante decepcionados, viendo relegada su gran intervención pianística a tres únicos solos. Músicos de diverso bagaje y procedencia arropaban al maestro, aportando una diversidad sonora que tuvo muy buena acogida. Lionel Loueke es un guitarrista excepcional, distinto a casi todo, el enfoque rítmico de sus improvisaciones y sus cánticos cercanos a la música tribal africana (no en vano es natural de Benín) aportaron el guiño a la world music. Lili Haydn, por su parte, es una especie de diva del rock con dos discos a su nombre, en los que canta y se acompaña con el violín, del que demostró ser toda una virtuosa. Sus intervenciones solistas tuvieron muy poco que ver con la tradición jazzística, aportando rápidas escalas y arpegios, dobles cuerdas, afiladas repeticiones de notas y otros efectos a medio camino entre la música clásica y el heavy metal. Su mayor momento de gloria vino de mano de una composición propia, el lacrimógeno "Unfolding Grace" que bien podría haber surgido de cualquier lista de éxitos de la radio comercial. Así, entre largas introducciones pseudo-místicas y prolongados pasajes de groove funky los tres solistas descargaban su peso sobre una excelente sección rítmica: la formada por el batería Richie Barshay, discreto pero contundente, y el bajista eléctrico Matthew Garrison, ni más ni menos que hijo de Jimmy Garrison, contrabajista del cuarteto de John Coltrane en los sesenta, cuyo sentido del ritmo y buen gusto a la hora de utilizar diversas y complejas técnicas de bajo fue más que reseñable.
Por si faltaba algo, consciente de la admiración que despierta, Hancock nos dejó largas presentaciones en las que mezcló inglés con castellano tomando, por momentos, una imagen de estrella del pop. Algunos podrían pensar que la noche fue redonda, otros que el auditorio se convirtió en poco más que un circo, para algunos la música estaría genial y para otros muy por debajo de las posibilidades de uno de los grandes jazzmen de los sesenta. En cualquier caso, el grueso del público pareció disfrutar de lo lindo, y de eso es de lo que se trata. ¿O quizás no?