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La historia del jazz español
tiene un nombre, Vicens, y un apellido, Montoliú. Para todos,
Tete Montoliú (Barcelona, 1933- 1997) A mediados del siglo
pasado, hablar de jazz en España era poco menos que hablar
de jotas en Alemania, ya que el género, considerado por la
dictadura franquista como una forma de expresión musical
propia de las clases sociales bajas y con un fuerte contenido contestatario
y perturbador, apenas tenía espacios para desarrollarse.
Su sentido de la improvisación, el dominio panorámico
del género y la especial sensibilidad para evocar todos los
sentimientos jazzísticos, hicieron de Tete un caso singular
dentro de la escena española y europea, una vez que era de
uno de los pianistas más solicitados del Viejo Continente.
Y hoy todavía, tras su fallecimiento, su obra y figura sigue
sin encontrar parangón en nuestro país, ya que ha
sido el único músico español capaz de escribir
ilustres páginas dentro de la historia internacional del
jazz. En este sentido, la SGAE impulsa, desde 1999, la Bienal de
Jazz “Tete Montoliú”, con la que rinde homenaje
y reconocimiento al maestro catalán.
A principios del siglo XX,
Europa se dejaba fascinar por expresiones musicales con una raíz
sustancialmente afroamericana: ragtime, cake-walk, fox-trot, rumba
habanera, charleston... Tal es así, que músicos como
Debussy o Satie llegaron a componer piezas de ragtime y calk-walk
antes de la Primera Guerra Mundial. Fue un movimiento trascendental
en los comienzos del jazz europeo y, por supuesto, español,
ya que fue semilla fértil para el cultivo de la creación
jazzística personal. La prehistoria del jazz español
cuenta con una estructura mínima, por no decir nula, de conservatorios
y escuelas musicales, salas de conciertos, y profesionales especializados.
Nuestros músicos se acercaban al jazz empujados por la novedad
que suponía el lenguaje improvisado, y por la calidez de
sus líneas rítmicas. A pesar de ello, la sociedad
española empieza reconocer el jazz como un nuevo género
a comienzos de siglo, siendo 1919 el año en el que por vez
primera nuestro país acoge a una orquesta de jazz.
En aquella época, nuestros
músicos combinaban géneros tan españoles como
el chotis, la zarzuela o la revista con exclusivas interpretaciones
de jazzistas vecinos como el guitarrista Django Reinhardt o el violinista
Stephane Grapelli. Entre quienes contribuyeron a la difusión
y normalización de este estilo nacido en Estados Unidos figuraban
maestros como los saxofonistas Sebastiá Albalat y Salvador
Font, los trompetistas Andrés Moltó y José
“Joe” Moro, el trombonista Fernando García Morcillo
y el grupo Los Vagabundos, el clarinetista Adolfo Ventas, el guitarrista
Pere Bonet, el contrabajista Salvador Arevalillo, o el baterista
Eduardo Gadea. Y la actividad no sólo se circunscribía
al ámbito masculinos, ya que la labor desarrollada por directoras
de orquesta como Conchita Ballesta, María Antinea o Paquita
Fernández fue igualmente decisiva. Mención especial
aparte merecería la experiencia americana del director y
arreglista Xavier Cugat durante esta primera mitad del XX.
La Guerra Civil española
(1936-1939) detuvo de forma contundente el avance que estaba experimentando
el jazz en nuestro país, alejando a estos músicos
de las corrientes imperantes en el resto de Europa. La capitalidad
del jazz español, repartida hasta entonces entre Madrid y
Barcelona, se decanta por la ciudad catalana durante los años
de la posguerra. La incidencia de la II Guerra Mundial también
afectó negativamente al progreso de los jazzistas españoles,
que hubieron de esperar varios años para encontrar la indiferencia,
y no la “persecución”, de los censores y servicios
de propaganda fascistas.
En la década de los
´50, irrumpen varios músicos con una sólida
formación y una especial capacidad para leer el jazz. Los
saxofonistas Vlady Bas y Pedro Iturralde, y un joven pianista ciego
llamado Tete Montoliú, retomaron el hacer de sus predecesores
con una mayor visión y personalidad jazzística. A
pesar del escaso apoyo institucional que recibió el jazz
español durante los ´60 y ´70, el género
encontró nuevos impulsos en las dos décadas siguientes,
experimentando en los ´90 el mayor crecimiento cualitativo
y cuantitativo de toda su historia. Tras largos años de constante
evolución y consecuente progreso –al que se suman también
nombres hoy algo olvidados como Juan Carlos Calderón o José
Nieto-, nuestro jazz se enfrenta hoy a su memoria y vitalidad, cuenta
con maestros enciclopédicos y firmes promesas, recuerdos
de grandes noches vividas y horizontes colmados de sueños
aún por vivir.
Esta valoración positiva
hay que asumirla desde la perspectiva que da el tiempo. Tan sólo
un dato: el incremento del número de jazzistas en nuestro
país ha sido espectacular, contabilizándose en la
última Guía Profesional del Jazz (Fundación
Autor) cerca de 1.000 intérpretes. Esta explosión
demográfica no tendría mayor validez que el aritmético
si no estuviera acompañado de una madurez creativa y profesional
contrastada, tanto por su presencia y aplauso en los distintos sectores
culturales de nuestra sociedad como por su progresiva concurrencia
y aprobación fuera de nuestras fronteras. El enorme desarrollo
de la industria musical, la implantación y consolidación
del jazz dentro de los mercados culturales, y el conocimiento y
respaldo de buena parte del público serían otros factores
decisivos a la hora de entender el auge del género en nuestro
país. También la nueva manera de entender la universalidad
del jazz, explicada actualmente desde la particularidad humana y
social de cada creador, que ha permitido a nuestros músicos
que sean imagen, y no espejo.
Jazz por bulerías:
Jorge Pardo y Chano Domínguez
A principios de los ´90, y
como suele ocurrir con las grandes verdades, nuestros músicos
concluyeron que la solución estaba delante de sus propios
ojos. Durante años habían desarrollado un laborioso
aprendizaje jazzístico, que amplió sin lugar a dudas
su memoria y formación, pero a la vez les alejó de
su propio pensamiento. Si bien es cierto que fue una etapa tan necesaria
como fructífera –aquí se podría abrir
un largo paréntesis con ejemplos sustanciosos fechados en
los ´70 y ´80–, también lo es que fue una
época en la que los jazzistas españoles dedicaron
demasiados esfuerzos en imitar y recrear el modelo norteamericano,
descuidando la identidad de sus propios discursos. Y, parece claro,
que quienes rompieron definitivamente este periodo de transición
fueron Jorge Pardo y Chano Domínguez, sintonizando con la
tradición jazzística europea.
Ambos músicos, con una trayectoria artística coherente
e intachable, dieron cuerpo a un sentimiento jazzístico decididamente
español, que luego calificaríamos todos con la etiqueta
de “jazz-flamenco”. Este nuevo lenguaje encontraba justos
antecedentes tanto en los apuntes foráneos de venerables
como Miles Davis, Coltrane o Chick Corea, como en las aventuras
cercanas de Pedro Iturralde o Tete Montoliú, pero fueron
ellos dos los encargados de dar verdadero sentido y verdadera definición
a la expresión “jazz-flamenco”. Bien por la afinidad
del público para con este nuevo latido jazzístico,
bien por el calado de sus contenidos y el atractivo de su expresión
final, lo cierto es que el jazz-flamenco de Pardo y Domínguez
animó la escena española, contagiando artísticamente
a sus colegas y alentando la confianza y el interés mercantil
de los productores discográficos, promotores y programadores
culturales.
Durante este tiempo, muchos de sus compañeros emprendieron
itinerarios artísticos semejantes, caso del bajista Carles
Benavent, los guitarristas Chema Saiz (fusionando en su personalísimo
estilo Jazz y folclore mesetario) y Ángel Rubio, el pianista
Pedro Ojesto, los bateristas y percusionistas Guillermo McGill,
José Antonio Galicia “Gali” y Tino Di Geraldo,
o el incombustible contrabajista Javier Colina. El atractivo y reconocimiento
de esta manera de respirar el jazz alcanzó su cima en 2001
con la consecución, por parte del tándem Michel Camilo-Tomatito,
del Grammy Latino al “Mejor álbum de jazz” por
su trabajo Spain (Lola Records, 2000).
El éxito de estas series discográficas se vio reflejado,
como ya se ha apuntado, en unas cifras de venta más que aceptables,
y en la cada vez mayor presencia de jazzistas españoles en
las distintas programaciones de festivales y conciertos. Su efecto
sobre el resto de la escena española fue expansivo y concéntrico,
y como consecuencia de su buen crédito - nunca como resultado
- los distintos sectores de la industria musical descubrieron un
mar de intereses en el gremio jazzístico, que aprovechó
esta receptividad para mostrar todos sus nombres y apellidos. El
jazz-flamenco, de alguna manera, había servido para desentumecer
el músculo creativo de nuestros jazzistas.
Los noventa: nuestro jazz
se hace mayor
De este modo, durante los ´90
asistimos al crecimiento artístico y despegue jazzístico
de músicos que, aunque en años anteriores ya habían
demostrado su gran valía, no habían explotado con
justicia sus auténticas posibilidades. Hablamos de los saxofonistas
Perico Sambeat, Víctor de Diego, Iñaki Askunze, Gorka
Benítez, Mikel Andueza, Eladio Reinón, Kike Perdomo,
Josetxo Goia-Aribe o Javier Denis; los trompetistas Benet Palet
o Ramón Cuadrada; los pianistas Iñaki Salvador, Tomás
San Miguel, Polo Ortí, Agustí Fernández, Albert
Bover, Ricardo Belda, Isaac Turienzo o Ignasi Terraza; los guitarristas
Ximo Tébar, Joaquín Chacón, Joan Sanmartí,
Santiago de la Muela, Alfons Enjuanes, Nono García o Juan
Camacho; los contrabajistas Gonzalo Tejada, Baldo Martínez,
Mario Rossy, Carlos Ibáñez o Rai Ferrer; o los bateristas
Marc Miralta, David Xirgu, Jordi Rossy, Ramón López
o Xavi Maureta. Y entre las amazonas de nuestro jazz, casi siempre
desde la esquina vocal, Paula Bas, Celia Mur, Carme Canela, Belén
Alonso o Amelia Bernet.
Al tiempo, viejos capitanes como Pedro Iturralde, Vlady Bas, Jaime
Muela, Joan Albert Amargós, Max Sunyer, Salvador Niebla,
Jaime Muela, Carlos “Sir Charles” González, Ángel
Celada, Miguel Ángel Chastang, Lluís Vidal, Víctor
Merlo o Pedro Ruy Blas, recuperaron en esta época la primera
línea de fuego, colocando encima de la mesa su larga y sofisticada
sabiduría musical.Todo este legado jazzístico obtuvo
justa respuesta durante el segundo lustro de los ´90. Si en
Estados Unidos surgió una estirpe de jóvenes jazzistas
encabezada por Roy Hargrove y Antonio Hart bajo la vitola “The
Young Lions”, aquí, en España, los escenarios
empezaron a cobijar las propuestas de una pandilla de músicos
avanzados y urgentes que bien podría atender a la marca “Generación
Naranjito”. El ciclo se cerraba, y tras años de laboriosa
cosecha llegaba el momento de la recogida…
La nómina de nuevos talentos, afortunadamente, es larga,
y convendría recordar que aquí aparecen los ejemplos
más destacados bajo el humilde criterio del que abajo firma.
Los pianistas Abe Rábade, Albert Sanz, Alberto Conde, Xavier
Monge y José Luis Canal; el vibrafonista Arturo Serra; los
saxofonistas Jesús Santandreu, Ion Robles y José Luis
Gutiérrez; el trompetista David Pastor; los contrabajistas
David Mengual, Alexis Cuadrado, Paco Charlín y Pablo Martín;
el baterista Ramón Ángel Rey; o el el armonicista
Antonio Serrano. Todos ellos se han instalado en nuestra escena
en igualdad de condiciones que sus más inmediatos compañeros
generacionales, consolidando la indudable clase jazzística
de unos y otros.
Los “Pavones”
del siglo XXI
La última hora de nuestro
jazz viene avalada por el desparpajo creativo y la solidez musical
de una “chiquillería” que reclama ya su propia
gloria. Indudablemte, lo mejor de esta nueva camada de jazzistas
está por llegar, pero dice mucho, y bien, de su importante
preparación y talante. Entre estos nuevos “Pavones”
destaca una notable lista de jóvenes pianistas, casi todos
ellos finalistas en la última edición de la Bienal
SGAE de Jazz Tete Montoliú; Jon Urrutia, Cristóbal
Montesdeoca, Adrián Begoña, Alfonso Medela, Iñaki
Sandoval o Jordi Berni (a la postre, ganador del certamen). A su
lado, otros avezados intérpretes, como el trombonista Dani
Alonso, el guitarrista Michel González o el baterista Esteve
Pi, y grupos con inquietante proyección como Dead Capo o
John Pinone.
El camino ha sido, es y será
largo – cualquier otra consideración nos conduciría
a un análisis estéril -, pero lo cierto es que hoy
nuestros músicos elevan su voz orgullosos y sin complejos.
No hace mucho, la Plataforma Nuestro Jazz ha denunciado la marginalidad
de los músicos españoles en los festivales de mayor
proyección, aunque la industria del jazz jamás gozó
de tan buena salud como en la actualidad; a pesar de las justificadas
demandas de este colectivo y la certeza de que todavía queda
mucho trabajo por delante, resulta evidente que en estos últimos
años la evolución del género y su plasmación
mercantil en nuestro país ha sido positiva, concretándose
en el aumento de las programaciones, casas discográficas,
puestos de venta, escuelas y conservatorios, etc. El futuro es de
todos y a todos compete buscar soluciones positivas y satisfactorias,
siendo conscientes del pequeño porcentaje que todavía
ocupa el jazz, sea nacional o internacional, en la cultura española.
Eso sí, convendría que todas estas soluciones se argumentaran
sobre criterios de calidad, no de cantidad (uno entiende que la
cultura no podrá gestionarse nunca con calculadora en mano,
si entendemos la cultura como un patrimonio artístico que
nos enriquece como seres humanos)
En este osado y fugaz repaso a nuestro
jazz, tampoco deberíamos olvidar las sustanciosas aportaciones
de músicos extranjeros residentes o habituales en nuestro
país, sin los cuales el paisaje hubiera sido distinto. Es
el caso de Fabio Miano, Joshua Edelman, Malik Yaqub, Bobby Martinez,
Bob Sands, Andzrej Olejniczak, Robert Borde, David Herrington, Chris
Kase, James Kashishian, Horacio Icasto, Ove Larsson, Horacio Fumero,
Jeff Jerolamon, Dani Pérez, Mariano Díaz, Carlos Carli,
Nirankar Khalsa, Peer Wyboris, o los siempre añorados Jean
Luc-Vallet, Dave Thomas y Lou Bennet. Todos ellos, como el que más,
han escrito con trazo impecable la historia reciente del jazz español.
Y tres nombres que se escapan al ámbito musical, pero cuya
contribución a la difusión y el conocimiento del género
en nuestro país ha sido fundamental: los daneses, desgraciadamente
fallecidos, Ebbe Traberg y Pio Lindegaard, y el español Federico
González.
Por último, y una vez más, tan sólo resta pedir
disculpas en voz alta por las omisiones involuntarias, así
como felicitar la mirada de un profesional del jazz que es mucho
más que un fotógrafo, Sergio Cabanillas, cuyo hacer
viene acompañando al jazz español más reciente
y con toda seguridad lo acompañará mañana.
© Pablo Sanz, 2004. El Mundo
/ Scherzo
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