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..: PABLO SANZ: DIEZ MINUTOS DE JAZZ ESPAÑOL (AVUI JAZZ 2005)

   
 



   

 

La historia del jazz español tiene un nombre, Vicens, y un apellido, Montoliú. Para todos, Tete Montoliú (Barcelona, 1933- 1997) A mediados del siglo pasado, hablar de jazz en España era poco menos que hablar de jotas en Alemania, ya que el género, considerado por la dictadura franquista como una forma de expresión musical propia de las clases sociales bajas y con un fuerte contenido contestatario y perturbador, apenas tenía espacios para desarrollarse. Su sentido de la improvisación, el dominio panorámico del género y la especial sensibilidad para evocar todos los sentimientos jazzísticos, hicieron de Tete un caso singular dentro de la escena española y europea, una vez que era de uno de los pianistas más solicitados del Viejo Continente. Y hoy todavía, tras su fallecimiento, su obra y figura sigue sin encontrar parangón en nuestro país, ya que ha sido el único músico español capaz de escribir ilustres páginas dentro de la historia internacional del jazz. En este sentido, la SGAE impulsa, desde 1999, la Bienal de Jazz “Tete Montoliú”, con la que rinde homenaje y reconocimiento al maestro catalán.

A principios del siglo XX, Europa se dejaba fascinar por expresiones musicales con una raíz sustancialmente afroamericana: ragtime, cake-walk, fox-trot, rumba habanera, charleston... Tal es así, que músicos como Debussy o Satie llegaron a componer piezas de ragtime y calk-walk antes de la Primera Guerra Mundial. Fue un movimiento trascendental en los comienzos del jazz europeo y, por supuesto, español, ya que fue semilla fértil para el cultivo de la creación jazzística personal. La prehistoria del jazz español cuenta con una estructura mínima, por no decir nula, de conservatorios y escuelas musicales, salas de conciertos, y profesionales especializados. Nuestros músicos se acercaban al jazz empujados por la novedad que suponía el lenguaje improvisado, y por la calidez de sus líneas rítmicas. A pesar de ello, la sociedad española empieza reconocer el jazz como un nuevo género a comienzos de siglo, siendo 1919 el año en el que por vez primera nuestro país acoge a una orquesta de jazz.

En aquella época, nuestros músicos combinaban géneros tan españoles como el chotis, la zarzuela o la revista con exclusivas interpretaciones de jazzistas vecinos como el guitarrista Django Reinhardt o el violinista Stephane Grapelli. Entre quienes contribuyeron a la difusión y normalización de este estilo nacido en Estados Unidos figuraban maestros como los saxofonistas Sebastiá Albalat y Salvador Font, los trompetistas Andrés Moltó y José “Joe” Moro, el trombonista Fernando García Morcillo y el grupo Los Vagabundos, el clarinetista Adolfo Ventas, el guitarrista Pere Bonet, el contrabajista Salvador Arevalillo, o el baterista Eduardo Gadea. Y la actividad no sólo se circunscribía al ámbito masculinos, ya que la labor desarrollada por directoras de orquesta como Conchita Ballesta, María Antinea o Paquita Fernández fue igualmente decisiva. Mención especial aparte merecería la experiencia americana del director y arreglista Xavier Cugat durante esta primera mitad del XX.

La Guerra Civil española (1936-1939) detuvo de forma contundente el avance que estaba experimentando el jazz en nuestro país, alejando a estos músicos de las corrientes imperantes en el resto de Europa. La capitalidad del jazz español, repartida hasta entonces entre Madrid y Barcelona, se decanta por la ciudad catalana durante los años de la posguerra. La incidencia de la II Guerra Mundial también afectó negativamente al progreso de los jazzistas españoles, que hubieron de esperar varios años para encontrar la indiferencia, y no la “persecución”, de los censores y servicios de propaganda fascistas.

En la década de los ´50, irrumpen varios músicos con una sólida formación y una especial capacidad para leer el jazz. Los saxofonistas Vlady Bas y Pedro Iturralde, y un joven pianista ciego llamado Tete Montoliú, retomaron el hacer de sus predecesores con una mayor visión y personalidad jazzística. A pesar del escaso apoyo institucional que recibió el jazz español durante los ´60 y ´70, el género encontró nuevos impulsos en las dos décadas siguientes, experimentando en los ´90 el mayor crecimiento cualitativo y cuantitativo de toda su historia. Tras largos años de constante evolución y consecuente progreso –al que se suman también nombres hoy algo olvidados como Juan Carlos Calderón o José Nieto-, nuestro jazz se enfrenta hoy a su memoria y vitalidad, cuenta con maestros enciclopédicos y firmes promesas, recuerdos de grandes noches vividas y horizontes colmados de sueños aún por vivir.

Esta valoración positiva hay que asumirla desde la perspectiva que da el tiempo. Tan sólo un dato: el incremento del número de jazzistas en nuestro país ha sido espectacular, contabilizándose en la última Guía Profesional del Jazz (Fundación Autor) cerca de 1.000 intérpretes. Esta explosión demográfica no tendría mayor validez que el aritmético si no estuviera acompañado de una madurez creativa y profesional contrastada, tanto por su presencia y aplauso en los distintos sectores culturales de nuestra sociedad como por su progresiva concurrencia y aprobación fuera de nuestras fronteras. El enorme desarrollo de la industria musical, la implantación y consolidación del jazz dentro de los mercados culturales, y el conocimiento y respaldo de buena parte del público serían otros factores decisivos a la hora de entender el auge del género en nuestro país. También la nueva manera de entender la universalidad del jazz, explicada actualmente desde la particularidad humana y social de cada creador, que ha permitido a nuestros músicos que sean imagen, y no espejo.

Jazz por bulerías: Jorge Pardo y Chano Domínguez

A principios de los ´90, y como suele ocurrir con las grandes verdades, nuestros músicos concluyeron que la solución estaba delante de sus propios ojos. Durante años habían desarrollado un laborioso aprendizaje jazzístico, que amplió sin lugar a dudas su memoria y formación, pero a la vez les alejó de su propio pensamiento. Si bien es cierto que fue una etapa tan necesaria como fructífera –aquí se podría abrir un largo paréntesis con ejemplos sustanciosos fechados en los ´70 y ´80–, también lo es que fue una época en la que los jazzistas españoles dedicaron demasiados esfuerzos en imitar y recrear el modelo norteamericano, descuidando la identidad de sus propios discursos. Y, parece claro, que quienes rompieron definitivamente este periodo de transición fueron Jorge Pardo y Chano Domínguez, sintonizando con la tradición jazzística europea.
Ambos músicos, con una trayectoria artística coherente e intachable, dieron cuerpo a un sentimiento jazzístico decididamente español, que luego calificaríamos todos con la etiqueta de “jazz-flamenco”. Este nuevo lenguaje encontraba justos antecedentes tanto en los apuntes foráneos de venerables como Miles Davis, Coltrane o Chick Corea, como en las aventuras cercanas de Pedro Iturralde o Tete Montoliú, pero fueron ellos dos los encargados de dar verdadero sentido y verdadera definición a la expresión “jazz-flamenco”. Bien por la afinidad del público para con este nuevo latido jazzístico, bien por el calado de sus contenidos y el atractivo de su expresión final, lo cierto es que el jazz-flamenco de Pardo y Domínguez animó la escena española, contagiando artísticamente a sus colegas y alentando la confianza y el interés mercantil de los productores discográficos, promotores y programadores culturales.
Durante este tiempo, muchos de sus compañeros emprendieron itinerarios artísticos semejantes, caso del bajista Carles Benavent, los guitarristas Chema Saiz (fusionando en su personalísimo estilo Jazz y folclore mesetario) y Ángel Rubio, el pianista Pedro Ojesto, los bateristas y percusionistas Guillermo McGill, José Antonio Galicia “Gali” y Tino Di Geraldo, o el incombustible contrabajista Javier Colina. El atractivo y reconocimiento de esta manera de respirar el jazz alcanzó su cima en 2001 con la consecución, por parte del tándem Michel Camilo-Tomatito, del Grammy Latino al “Mejor álbum de jazz” por su trabajo Spain (Lola Records, 2000).
El éxito de estas series discográficas se vio reflejado, como ya se ha apuntado, en unas cifras de venta más que aceptables, y en la cada vez mayor presencia de jazzistas españoles en las distintas programaciones de festivales y conciertos. Su efecto sobre el resto de la escena española fue expansivo y concéntrico, y como consecuencia de su buen crédito - nunca como resultado - los distintos sectores de la industria musical descubrieron un mar de intereses en el gremio jazzístico, que aprovechó esta receptividad para mostrar todos sus nombres y apellidos. El jazz-flamenco, de alguna manera, había servido para desentumecer el músculo creativo de nuestros jazzistas.

Los noventa: nuestro jazz se hace mayor

De este modo, durante los ´90 asistimos al crecimiento artístico y despegue jazzístico de músicos que, aunque en años anteriores ya habían demostrado su gran valía, no habían explotado con justicia sus auténticas posibilidades. Hablamos de los saxofonistas Perico Sambeat, Víctor de Diego, Iñaki Askunze, Gorka Benítez, Mikel Andueza, Eladio Reinón, Kike Perdomo, Josetxo Goia-Aribe o Javier Denis; los trompetistas Benet Palet o Ramón Cuadrada; los pianistas Iñaki Salvador, Tomás San Miguel, Polo Ortí, Agustí Fernández, Albert Bover, Ricardo Belda, Isaac Turienzo o Ignasi Terraza; los guitarristas Ximo Tébar, Joaquín Chacón, Joan Sanmartí, Santiago de la Muela, Alfons Enjuanes, Nono García o Juan Camacho; los contrabajistas Gonzalo Tejada, Baldo Martínez, Mario Rossy, Carlos Ibáñez o Rai Ferrer; o los bateristas Marc Miralta, David Xirgu, Jordi Rossy, Ramón López o Xavi Maureta. Y entre las amazonas de nuestro jazz, casi siempre desde la esquina vocal, Paula Bas, Celia Mur, Carme Canela, Belén Alonso o Amelia Bernet.
Al tiempo, viejos capitanes como Pedro Iturralde, Vlady Bas, Jaime Muela, Joan Albert Amargós, Max Sunyer, Salvador Niebla, Jaime Muela, Carlos “Sir Charles” González, Ángel Celada, Miguel Ángel Chastang, Lluís Vidal, Víctor Merlo o Pedro Ruy Blas, recuperaron en esta época la primera línea de fuego, colocando encima de la mesa su larga y sofisticada sabiduría musical.Todo este legado jazzístico obtuvo justa respuesta durante el segundo lustro de los ´90. Si en Estados Unidos surgió una estirpe de jóvenes jazzistas encabezada por Roy Hargrove y Antonio Hart bajo la vitola “The Young Lions”, aquí, en España, los escenarios empezaron a cobijar las propuestas de una pandilla de músicos avanzados y urgentes que bien podría atender a la marca “Generación Naranjito”. El ciclo se cerraba, y tras años de laboriosa cosecha llegaba el momento de la recogida…
La nómina de nuevos talentos, afortunadamente, es larga, y convendría recordar que aquí aparecen los ejemplos más destacados bajo el humilde criterio del que abajo firma. Los pianistas Abe Rábade, Albert Sanz, Alberto Conde, Xavier Monge y José Luis Canal; el vibrafonista Arturo Serra; los saxofonistas Jesús Santandreu, Ion Robles y José Luis Gutiérrez; el trompetista David Pastor; los contrabajistas David Mengual, Alexis Cuadrado, Paco Charlín y Pablo Martín; el baterista Ramón Ángel Rey; o el el armonicista Antonio Serrano. Todos ellos se han instalado en nuestra escena en igualdad de condiciones que sus más inmediatos compañeros generacionales, consolidando la indudable clase jazzística de unos y otros.

Los “Pavones” del siglo XXI

La última hora de nuestro jazz viene avalada por el desparpajo creativo y la solidez musical de una “chiquillería” que reclama ya su propia gloria. Indudablemte, lo mejor de esta nueva camada de jazzistas está por llegar, pero dice mucho, y bien, de su importante preparación y talante. Entre estos nuevos “Pavones” destaca una notable lista de jóvenes pianistas, casi todos ellos finalistas en la última edición de la Bienal SGAE de Jazz Tete Montoliú; Jon Urrutia, Cristóbal Montesdeoca, Adrián Begoña, Alfonso Medela, Iñaki Sandoval o Jordi Berni (a la postre, ganador del certamen). A su lado, otros avezados intérpretes, como el trombonista Dani Alonso, el guitarrista Michel González o el baterista Esteve Pi, y grupos con inquietante proyección como Dead Capo o John Pinone.

El camino ha sido, es y será largo – cualquier otra consideración nos conduciría a un análisis estéril -, pero lo cierto es que hoy nuestros músicos elevan su voz orgullosos y sin complejos. No hace mucho, la Plataforma Nuestro Jazz ha denunciado la marginalidad de los músicos españoles en los festivales de mayor proyección, aunque la industria del jazz jamás gozó de tan buena salud como en la actualidad; a pesar de las justificadas demandas de este colectivo y la certeza de que todavía queda mucho trabajo por delante, resulta evidente que en estos últimos años la evolución del género y su plasmación mercantil en nuestro país ha sido positiva, concretándose en el aumento de las programaciones, casas discográficas, puestos de venta, escuelas y conservatorios, etc. El futuro es de todos y a todos compete buscar soluciones positivas y satisfactorias, siendo conscientes del pequeño porcentaje que todavía ocupa el jazz, sea nacional o internacional, en la cultura española. Eso sí, convendría que todas estas soluciones se argumentaran sobre criterios de calidad, no de cantidad (uno entiende que la cultura no podrá gestionarse nunca con calculadora en mano, si entendemos la cultura como un patrimonio artístico que nos enriquece como seres humanos)

En este osado y fugaz repaso a nuestro jazz, tampoco deberíamos olvidar las sustanciosas aportaciones de músicos extranjeros residentes o habituales en nuestro país, sin los cuales el paisaje hubiera sido distinto. Es el caso de Fabio Miano, Joshua Edelman, Malik Yaqub, Bobby Martinez, Bob Sands, Andzrej Olejniczak, Robert Borde, David Herrington, Chris Kase, James Kashishian, Horacio Icasto, Ove Larsson, Horacio Fumero, Jeff Jerolamon, Dani Pérez, Mariano Díaz, Carlos Carli, Nirankar Khalsa, Peer Wyboris, o los siempre añorados Jean Luc-Vallet, Dave Thomas y Lou Bennet. Todos ellos, como el que más, han escrito con trazo impecable la historia reciente del jazz español. Y tres nombres que se escapan al ámbito musical, pero cuya contribución a la difusión y el conocimiento del género en nuestro país ha sido fundamental: los daneses, desgraciadamente fallecidos, Ebbe Traberg y Pio Lindegaard, y el español Federico González.
Por último, y una vez más, tan sólo resta pedir disculpas en voz alta por las omisiones involuntarias, así como felicitar la mirada de un profesional del jazz que es mucho más que un fotógrafo, Sergio Cabanillas, cuyo hacer viene acompañando al jazz español más reciente y con toda seguridad lo acompañará mañana.

© Pablo Sanz, 2004. El Mundo / Scherzo