© Diego Ortega Alonso, 2006
Sólo hay un único Rey, y es el “Duque”
Ha habido muchos duques, pero para mí el único “Duque” es Ellington. Los reyes del jazz y del swing se han ido sucediendo, pero el único Rey del Jazz es Ellington.
A los críticos de jazz ingleses y franceses se han sumado los críticos de música clásica en su consideración de Edward Kennedy Ellington como el individuo más influyente de toda la música moderna. Algunos grandes compositores contemporáneos, entre ellos Stravinsky y Milhaud, están de acuerdo.
Por extraño que parezca, la estatura real de este compositor, pianista y director de orquesta no fue reconocida ampliamente en su propio país hasta el verano de 1965 cuando, en un acto en el Ayuntamiento de Nueva York, el alcalde le entregó a Duke la llave de la ciudad durante la “Semana de Ellington”. Esa llave le sirvió para abrir el país entero.
Más de una década antes de esa celebración, mencioné por casualidad la crucial importancia de Ellington en el mundo de la música, y me quedé estupefacto al oír al que fue su road manager durante muchos años exclamar: “¡Vaya! No sabía que este tío fuera tan importante”. No, no me estaba tomando el pelo. Duke nunca lució los laureles que se le fueron otorgando.
Henry Miller, en El Coloso de Marusi (1941) describe a Ellington con el lirismo que su música merece. Al describir la maravillosa luz azul del cielo griego, Miller entona: “Dejo que de mi corazón brote una canción en homenaje a Duke Ellington, esa serpenteante cobra con muñecas forradas de acero, y cuyo estado de ánimo preferido es el añil, que es también el de los ángeles mientras el resto del mundo permanece profundamente dormido.” [1]
Arthur Jackson, un viejo amigo de mis días en la tienda de música Mel-O-Dee, da en el clavo al referirse al poder de Ellingtonia. Arthur fue la persona en cuya compañía más disfruté escuchando discos. Sin duda, se había equivocado de profesión. Debería haber sido músico en lugar de jefe de una oficina de correos. Todo su cuerpo, su corazón, su cerebro y el resto de los órganos internos y externos estaban repletos de jazz. Con sólo susurrar ya tenía swing. Y, sin embargo, trabajaba para el servicio postal americano. Bueno, siendo positivos, la gran música necesita ser escuchada con profundidad.
Recuerdo que Arthur, cuando quedábamos para escuchar discos, me reprochaba que empezara la sesión con un nuevo tema de Ellington que estaba ansioso por ponerle. “Timme”, me decía amablemente, “he venido a pasar toda la tarde; si empiezas con Duke Ellington, ¿qué narices vas a ponerme a continuación?”
Mi primer encuentro con Duke Ellington tuvo lugar en Londres en 1933, el año previo a mi primer viaje a Estados Unidos. Yo tenía veintidós años y él treinta y cuatro. Me acuerdo como si fuera ayer de cómo mantuve la compostura y salí a invadir el imponente hotel Grosvenor House, tembloroso pero no obstante decidido a conseguir su autógrafo y una entrevista para el periódico danés que me enviaba, Politiken.
Respiré hondo, me arreglé la corbata y llamé con timidez a la puerta de su suite. Inmediatamente, un anciano caballero abrió. El padre de Duke Ellington me pidió que entrase mientras yo farfullaba algo incoherente, y entré como una flecha en la enorme habitación parándome justo enfrente de Duke, que estaba sentado ocupándose diligentemente de un descomunal filete. Ni ante Greta Garbo, mi otro ídolo de aquella época, me habría puesto tan nervioso. En realidad, no había gran diferencia, Duke era la Greta Garbo del jazz, lo máximo en brillantez y belleza. Ellington le dio a la música americana el mismo glamour de realeza que la actriz sueca introdujo en el cine.
Duke rápidamente me tranquilizó con su ilimitado encanto y gentileza. “¡Siéntate! Siéntate y háblame de ti”, dijo con esa sonrisa deslumbrante. Puedo decir con orgullo que, con el paso de los años hemos entablado una amistad muy cercana. Me he encargado de saber dónde está tocando en cada momento. Cuando Ellington y su banda tocan en teatros, clubes o salas de conciertos en Nueva York o en Europa (cuando estoy allí o a una distancia razonable), estoy casi siempre entre el público o de pie, al lado del “jefe de máquinas” entre bastidores [2]. Y lo mismo cuando Duke tiene una sesión de grabación para Victor o Columbia. No hay quien me saque de allí.
Durante un año, Inez Cavanaugh fue la secretaria personal de Duke, además de encargarse de la publicidad. En esa época Ellington paraba a menudo por nuestra casa. Por cierto, fue Inez quien escribió la letra original de la primera composición épica de Duke, Black, Brown And Beige. Lo llamaba “poema tonal”, e Inez escribió el texto en verso libre. Con una extensión de casi cien páginas, se trataba de una apasionante versión de la historia de la población negra en América, que complementaba la música. La idea original era que se publicase el libro a la vez que la grabación que hizo Ellington de esa obra. Por diversas razones comerciales, esto nunca sucedió.
Un pecado igual de grave fue que nunca se publicase el estreno, en enero de 1943, de Black, Brown And Beige a cargo de la propia orquesta de Ellington en su debut en el Carnegie Hall [3]. Se trataba de una composición importante, con maravillosos solos del trombonista Tricky Sam Nanton, los saxofonistas Ben Webster y Johnny Hodges y el trompetista Rex Stewart, más la increíble voz de Betty Roché. En cambio, algunos fragmentos de la obra se grabarían pocos años más tarde para el sello Victor, en una versión insulsa que palidecía por comparación.
Ha sido todo un privilegio poder compartir numerosas horas de ocio de Duke Ellington (si es que en realidad fueron de ocio) en su casa, en su camerino, en sesiones after hours en Harlem, París, Londres, Copenague, Estocolmo, donde fuera. Llegar a conocerlo ha sido la experiencia más fascinante de toda mi vida. Muchas veces, en su apartamento, yo me daba cuenta de que era muy tarde, pero no, Duke siempre se las arreglaba para encontrar alguna razón para mantenerse en pie. Ya fuera para arrasar la nevera o para escuchar música, nunca había lugar para el cansancio con el estímulo de su presencia. Su sutil sentido del humor, tan vivo en todas sus creaciones, su devoradora curiosidad y su profunda comprensión y tolerancia de la gente, la astuta permisividad con que afrontaba nuestras rarezas y debilidades... todo esto ha sido un factor clave para poder mantener en pie su peculiar organización.
<< Sus músicos a menudo tenían tics musicales contrapuestos. Cuando había que elegir, prefería las rarezas a la disciplina. Los músicos llegaron a ser extensiones de su personalidad hasta el punto que les perdonaba los fallos como si fueran miembros de su propia familia.
Además, el sonido por secciones consistía en una mezcla de contradicciones que se atraían, de antónimos consonantes, una especie de ambicioso y explosivo postexpresionismo. Los arreglos reunían a los cobres por grupos, con Bubber Miley, Cootie Williams y Joe “Tricky Sam” Nanton manipulando wah-wahs y plungers y toda una amalgama de sordinas unidas en su diversidad. Los tutti de la melódica sección de saxos se desarrollaban de forma inquietante. Las combinaciones de texturas en los coros orquestales procedían de algún lugar muy personal, mezclando lo dulce y lo amargo, lo caliente y lo frío, lo velado y lo nítido. Johnny Hodges, Ray Nance, Lawrence Brown, Cat Anderson, Jimmy Hamilton... son todos solistas muy originales, pero a la vez son también creaciones de Ellington. Éste era tan inventor de sonidos como compositor, y para obtener colores específicos, contrataba a músicos específicos y no a los instrumentos que éstos tocaban. Era el propio Clark Terry el que tocaba, no su trompeta. Sus improvisaciones formaban parte de la “partitura”. >>
[Mike Zwerin, Ellington’s Tímeless Blend, sobre Anniversary (caja de 13 CD, Masters Of Jazz), publicado en el International Herald Tribune el 26 de mayo de 1999]
Y Duke hace todo lo que está en sus manos para conservar a sus músicos, incluso empleando parte de los royalties de sus composiciones para ayudar a pagar la copiosa nómina de la orquesta.
En realidad, ¿cuántos directores de orquesta podrían aguantar tal colección de “personajes susceptibles” y seguir componiendo nueva música a ese ritmo durante tanto tiempo, en una serie inacabable de bolos de una noche? Los músicos que han dejado la banda, bien por razones de salud, bien por otros motivos, nunca han alcanzado las mismas cumbres creativas sin Ellington, ni han sido tan felices en su trabajo. Para Duke, perder un hombre es como perder un dedo o una mano. Como bien dice, los adora a todos y ellos son sus instrumentos.
Como cualquier otro líder, tiene que lidiar con los problemas personales de sus hombres, y esto lo hace siempre con paciencia y comprensión.
Duke Ellington y Sonny Greer
Autor desconocido
Colección del National Museum of American History (Smithsonian Institution)
Una noche en el gran Orpheum Theatre de Los Ángeles, Sonny Greer –que había estado montando una fiestecilla en su camerino entre pases– se apoyó contra su juego de campanas, con los brazos cruzados en una auténtica postura de concertista, cuando de pronto se cayó de espaldas del escenario: campanillas, tambores, platillos, Sonny, todo se vino al suelo, tres metros más abajo. Esto sucedió durante la actuación de Dusty Fletcher (“Open The Door, Richard!”). Duke estaba de pie a un lado del escenario. El backstage estaba hecho un desastre. Duke no se inmutó ni pronunció una sola palabra, pero se puso pálido temiendo que Sonny se hubiera hecho daño. Inez Cavanaugh estaba de gira con la banda. La mandaron a casa con Sonny quien, cuando volvió en sí en el hotel, estuvo protestando a la gente que lo rodeaba, “Sé que Duke va a pensar que iba “puesto”...”.
A pesar de sus bravuconadas, Sonny estaba avergonzado de tener que enfrentarse al jefe. Cuando volvió al teatro, decidió ir por las bravas. Abrió violentamente la puerta del camerino de Ellington y se marcó un farol: “Bien, aquí estoy, jefe, despierto como una ardilla”.
Duke rugió: “No pasa nada, Sonny. Me he enterado de que el mozo no puso frenos en tu juego de campanas cuando lo montó. ¡Eres mi hombre! ¡Y el más despierto!”.
Se ha dicho que Ellington es supersticioso, pero no creo que lo sea más que cualquiera que fuese consciente de las casualidades como él. De esta manera, no me pareció nada extraordinario cuando me dijo, en la última noche de una serie de conciertos en el teatro Capitol, mientras pasábamos por la entrada de camino a su casa en la zona residencial: “Siempre le digo a Willie (su chófer) que no pase por delante del teatro la última noche. No me gusta ver cómo quitan mi nombre de la marquesina”.
Como prueba de las vicisitudes de la vida hay que señalar el hecho de que a Ellington no le gusta tener que trasladarse de un sitio a otro. No puede dormir en trenes, barcos ni coches, y, sobre todo, no le gusta volar. Viajar continuamente durante cuarenta años no le ha cambiado lo más mínimo. Unas 14.650 noches sin dormir tienen algo que ver con esas pesadas bolsas bajo sus ojos. En realidad tampoco le gusta irse a la cama cuando está en casa. La vida le fascina tanto que dormir le parece una terrible pérdida de tiempo. ¡Parece que no dormir le sienta bien!
En los viajes, prefiere jugar a las cartas con los músicos, muy a menudo ganándoles la pasta, aunque también es un buen perdedor. Hasta hace poco, cuando se compró un piso en un rascacielos en Central Park West de Nueva York, Duke tenía un modesto pisito en Sugar Hill, en Harlem. Se enamoró de Nueva York la primera vez que vislumbró esas luces brillantes que, para un alma imaginativa como la suya, representaban un sueño de Las Mil y una Noches.
Por haber nacido en una gran ciudad, tenía una aversión profundamente arraigada al césped: decía que le recordaba a los cementerios. No soportaba ninguna clase de deporte al aire libre y se refería a bajar tres tramos de escaleras en su viejo apartamento de Harlem como su “paseo diario”. Riéndose, se describía a sí mismo como “una flor de invernadero”. “Tienes que tener cuidado, Timme”, me dijo una vez, “no hay nada más peligroso que el envenenamiento por aire fresco”.
<< Mis padres me solían llevar a ver a Duke Ellington cuando era pequeño. Somos afortunados porque musicalmente no tenemos ningún salto de generación. Mi padre me llevaba al Apollo a oír a Ellington, o a Basie, o a Earl Hines, o a Andy Kirk... En ese período toda la música se generaba en la comunidad negra y muchas de las canciones trataban sobre la experiencia afroamericana. Duke era nuestro principal narrador. Sus composiciones eran universales. Escribió música sobre Asia y sobre la Reina de Inglaterra. Era un gran compositor, pero hiciera lo que hiciera, e independientemente de lo complicado que fuera, siempre oía el blues subyacente (y eso para mí era la expresión de la comunidad negra). No le di importancia a Ellington como pianista hasta mucho más adelante. Fue cuando lo oí tocar en trío en el Museo de Arte Moderno por primera vez. Me quedé emocionado. >>
[Randy Weston, pianista, en DownBeat, julio de 2004]
Como el que suscribe, Duke tiene debilidad por los cumpleaños. Le encantan los cumpleaños, e insiste en que se celebren a lo grande. Por suerte, he asistido a su propio cumpleaños, el 29 de abril, en muchas ocasiones. Naturalmente, cada 6 de julio, cuando llega mi cumpleaños, Ellington está ahí, siempre que se encuentre en la ciudad [4].
En julio de 1943 yo estaba planeando el habitual fiestorro en la Calle 13 Oeste, donde Inez y yo vivíamos, en Greenwich Village. Me disgusté cuando oí que Duke estaba de gira, pero la fiesta no podía cancelarse. Muchos tipos que no había visto nunca, ni antes ni después, entraron en la fiesta al mejor estilo del Village, con las botellas en la mano. Había una especie de ley no escrita en el Greenwich Village: si aparecías con una botella, no te podían echar.
El caso es que entre los invitados, que apenas podían estrujarse para entrar, pude ver con gran agrado a Red Norvo, Willie “The Lion” Smith, Pete Brown, Herman Chittison, Bernard Addison y Billy Taylor. Y mi piano de cola, que había alquilado, no paró de sonar, con gran disgusto de mis poco enrollados vecinos, pero los policías de ronda estaban acostumbrados a las fiestas de jazz y el licor era del bueno.
No me detendré en los detalles de esa fiesta, aunque los recuerdo. Sacamos las delicatessen danesas y las bebidas, y llegó un inacabable desfile. En cualquier caso, cuando me levanté al día siguiente, tuve la firme convicción, confirmada por una colosal resaca, de que ésa debía de haber sido la madre de todas las fiestas.
Como necesitaba con urgencia respirar aire fresco, me fui a dar un paseo, al estilo danés. Al llegar a Broadway me quedé momentáneamente paralizado por el anuncio en una enorme marquesina sobre el Paramount Theatre: “ESTA NOCHE – DUKE ELLINGTON Y SU ORQUESTA – ¡ESTRENO!”
Entré como una exhalación en el backstage y encontré a Duke. Se me debía de notar mucho el disgusto: “¡Así que estabas en la ciudad! Ojalá lo hubiera sabido. Ayer fue mi cumpleaños. Fue una gran fiesta, y la verdad es que te eché de menos”.
Duke me miró durante un buen rato, asombrado. Con una profunda pena en su noble cara, me dijo, poniendo énfasis en estas palabras: “Timme, ésa tiene que haber sido la mejor de las fiestas. No puedes quedarte ahí y decirme que no te acuerdas cómo nos sentamos en una esquina, junto a tu chimenea, hasta el amanecer, hablando de música y pasando por encima de la gente para cambiar los discos...”.
Notas:
[1] Miller hace un juego de palabras con un par de temas de Ellington, “I Let A Song Go Out Of My Heart” y “Mood Indigo”
[2] En una grabación amateur de una entrevista con Ellington, se oye a Timme decir “He tratado de ir a todos tus conciertos siempre que estado por ahí”. Y Duke replica “Timme, ¿sabes que soy capaz de recordar exactamente lo que llevabas puesto cada vez?”.
[3] La versión completa de esta grabación se publicó por primera vez en 1977 en el sello Prestige: The Duke Ellington Carnegie Hall Concerts, January, 1943 (P-34004).
[4] En la colección Timme Ronsenkrantz en la Universidad de Southern Denmark se conserva un acetato grabado durante el cumpleaños de Timme, el 6 de julio de 1946, en su apartamento de Nueva York, en el que Duke Ellington toca dos temas a solo de piano. La calidad de la grabación no es muy buena, según el bibliotecario jefe, Frank Büchman-Møller.