Europa presenta una historia larga, compleja
y variada. Rabia contenida, júbilo exultante, odio
incontrolado, pasión y dolor se han conjugado a lo largo
de los siglos dotando de identidad a un conjunto de ciudadanos
y regiones fuertemente marcados por su pasado colectivo.
Cabe pensar, como consecuencia directa, que ese profundo sentir
puede ser la semilla de un fruto artístico cautivador,
mezcla equilibrada de consciencia y arrojo, imaginación
intelectualizada en pos de la calidad expresiva, una visión
cerebral desde la que dar rienda suelta a los designios del
corazón (¿no es éste, acaso, metáfora
de la parte más salvaje y desconocida del propio cerebro?).
Así nos lo han hecho saber, a través de un legado
cultural milenario, pintores y escritores, escultores y arquitectos
y, por supuesto, músicos. Los últimos siglos
han contemplado cómo la identidad de los pueblos de Europa
se construía en perfecta consonancia con las melodías
que fluían del sentir religioso, cortesano y popular.
El siglo XIX elevó definitivamente la música
a la categoría de arte, y la evolución ha continuado
su curso hasta nuestros días en diversas formas, generalmente
relacionadas con esa historia europea que, queramos o no, nos
marca indeleblemente.
Queramos o no, también vivimos desde hace décadas
en la era de la información, y este preciado bien ha
permitido renovar viejos discursos en todos los campos, alimentando
el conocimiento asumido con datos provinentes de todas partes
del mundo. El proceso creativo ha visto aumentado su
ámbito gracias a las fusiones y a la influencia de
la globalización, y el arte antaño ligado a
pequeños núcleos socio-culturales hoy en día
es capaz de volverse universal. Era lógico pensar
que el jazz, entendido no como música popular estadounidense,
ni como expresión de la raza afro-americana, sino más
bien como vehículo creativo (parafraseando al pianista
Bill Evans: “el jazz es una actitud mental más
que un proceso” y al guitarrista Pat Metheny: “si
es algo, para mí el jazz es un verbo, es más
un proceso que una cosa”), no podría quedar al
margen. Lejos están los tiempos en que los jazzmen
europeos intentaban, con desigual fortuna, emular a sus homólogos
del otro lado del charco, basándose en la imitación
y alejándose de sus propias raíces.
Concretando: disponemos de un proceso de creación
artística que denominamos jazz, llamado a extraer lo más
intenso de quien tenga algo que decir. Y disponemos
de una población, la europea, con un legado histórico
y artístico tan escalofriantemente vasto como vigoroso. La combinación parece hecha a propósito. Sólo
quedaba esperar que algún músico del Viejo Continente
fuera capaz de aunar ambos conceptos sin caer en la revisión
ni en la simple imitación, y en esa primera línea
de combate hemos podido observar a ya clásicos improvisadores
europeos como Lars Gullin, Jan Garbarek, Terje Rypdal o Jan
Johansson. A principios de los 90 el pianista Esbjörn
Svensson y su amigo el batería Magnus Öström
conocieron al excelente contrabajista Dan Berglund, formando
el Esbjörn Svensson Trio. Ya en sus comienzos de sonido
más convencional, los suecos permitían adivinar
una cierta querencia a los espacios abiertos, armonías
modales, riffs de bajo y una evidente influencia
del pop y el rock, siempre sobre un delicado colchón
sonoro a medio camino entre los sutiles tríos de Bill
Evans y la música clásica europea. El decidido
alejamiento respecto del swing como componente estilístico
y el uso deliberado de elementos externos que reforzaran la
tímbrica de sus instrumentos (solos de contrabajo con
arco, teclados ambientales, efectos de batería, secciones
de cuerda) ampliaron el espectro sonoro, dando confianza
a los tres músicos en su personal búsqueda artística. A principios del nuevo siglo, la electrónica ya era
parte de E.S.T., y el ingeniero de sonido Ake Linton se había convertido en una
especie de cuarto miembro. Linton es el responsable de la mayoría
de grabaciones del trío, y en las cada vez más
extensas y lejanas giras se encarga de activar en el momento
preciso los efectos de sonido conectados a los tres instrumentos,
electrificando de forma desgarradora el contrabajo de Berglund, obteniendo sonoridades dramáticas entre un
Fender Rhodes y una guitarra eléctrica en el piano
de Svensson y generando ecos, reverberaciones
y timbres cercanos a los utilizados por las cajas de ritmos
en la batería de Öström. Ese elemento
electrónico, siempre usado con gusto y mesura, ha estado
presente en las grabaciones más recientes del grupo,
siendo marca de la casa en sus espectaculares directos.
Tras unos controvertidos años 80, cuando la combinación
de jazz con músicas comerciales despertó interminables
debates sin solución, la última década
está demostrando poco a poco que el camino de la innovación
bebe en gran medida de las fusiones y las mezclas bien hechas,
de lo que en inglés llaman crossover. Hasta
tal punto hay certeza en esa afirmación, que dicho
crossover puede encontrarse históricamente
en algunas de las evoluciones artísticas más
intensas, en el peso de las músicas populares sobre
compositores clásicos, en las influencias orientales
sobre la pintura de Van Gogh o el legado de Debussy, en la
impronta que el pueblo gitano ha dejado en la música
de aquellos lugares por donde ha peregrinado, desde la India
hasta Andalucía pasando por toda la Europa central
y del Este. Combinaciones culturales, fuentes de riqueza cuyos
resultados pueden ser deplorables si son forzadas sin sensibilidad,
si son utilizadas como excusa fácil para experimentos
con gaseosa. No es el caso en E.S.T. Su decidida incursión
en sonoridades clásicas y rockeras, sus fraseos improvisados
alejados del lenguaje jazzístico tradicional y su dualidad
entre sonidos acústicos y eléctricos dotan de
una fuerza incomparable a su discurso musical. Para completar
el círculo, la interacción es otro de los factores
determinantes en el proceso creativo del grupo. Valga
como muestra el cambio de denominación que el trío
experimentó hacia 1998, diluyendo el nombre de su líder
en el acrónimo E.S.T., y ofreciéndose al mundo
como una combinación complementaria de voces jazzísticas,
más que como una banda jerárquica. Esa interacción,
la frescura que Svensson, Berglund y Öström siguen
destilando actuación tras actuación y lo extenso
de su repertorio hacen de cada concierto una experiencia inolvidable,
causando una agradable sorpresa en los que les prueban por vez
primera, y coleccionando bises (a veces, incluso, a pares)
allá donde van. Pocas bandas son capaces de dedicar
más de la mitad de sus espectáculos a temas
lentos sin que el respetable pierda la concentración,
como pocas bandas son capaces de variar el contenido de su
oferta en directo noche tras noche, respondiendo con hechos
a los integristas que les tachan de grupo de new age.
En estos tiempos que corren la globalización no es
ni una amenaza ni una opción, sino una realidad con
la que hemos de convivir y de la que intentar sacar partido. En una
época en que los movimientos minimalistas han encontrado
tierra fértil en la decoración de interiores,
en que la cocina se ha elevado a la categoría de arte,
en que disponemos de información teórica, histórica
y estética más que suficiente para que el análisis
se convierta en un arma de afiladas garras, contar con una
asociación artística con la frescura, el desparpajo
y las ideas de E.S.T. es un auténtico lujo. Ajenos
tanto a críticas como a desatadas pasiones, los suecos
llevan años escribiendo parte del camino de la cultura
en Europa, aportando su bagaje personal y colectivo, utilizando
sus influencias sin miedo y marcando tendencia gracias al
contenido de su obra, algo más que meritorio en estos
días en que la imagen lo puede todo.
En lo que respecta al jazz, ese apelativo de "música
clásica del siglo XX" que amenazaba con convertirlo
en pieza de museo ha quedado afortunadamente corto, y el sambenito
de "música americana" que durante tantas décadas
se le ha colgado, hoy en día tan sólo
puede referirse a una determinada época de su evolución. Buenas noticias por tanto, óptimos augurios para una disciplina
artística que ha pasado de música negra a música
americana y, finalmente, a música universal (¿o
deberíamos decir lenguaje universal?). Gracias a las
evoluciones que aún siguen sucediendo en Estados Unidos
y a las existentes en la actualidad en África y Europa,
aparte del siempre influyente componente sudamericano y los
diversos sabores asiáticos con que a veces se condimenta,
el jazz tiene cuerda para rato. En el Viejo Continente el
camino está bien demarcado, y figuras como Bojan Z,
Bobo Stenson, Enrico Rava, Henri Texier, Nils Petter Molvaer,
Chano Domínguez o Nils Landgren siguen trabajando en
contexto jazzístico para expresar lo más profundo
de su arte, con referencias tanto a sus raíces territoriales
como a sus gustos personales. Y, por supuesto, algunos de
ellos comparten el convoy de cabeza con Svensson, Berglund
y Öström, no sólo capaces de continuar la
tradición del jazz aunada a su propia tradición,
sino de crear todo un universo mágico de sonidos. El
universo E.S.T.