El Impulso
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En el cielo, las nubes viajaban cada vez más rápido y, por momentos, se dibujaban más oscuras. Estaba tan cansado. Me costaba incluso enfocar bien la vista, y no sabría decir si a causa de la debilidad, de que a cada paso parecía estar anocheciendo repentinamente, o quizá fuera la ansiedad, que venía en mi busca. Jadeaba; no podía evitarlo. Sentía el corazón como si de uno de los «doble bombo» de Slayer se tratara. Pero tenía que seguir: no tenía más remedio; y debía apurar todo cuanto me fuera posible. Deseaba encontrar a quien poder preguntar…, o llegar a algún sitio que me resultase familiar, que me sonara. A ambos lados de la senda, sólo había maleza. Y bajo mis pies…, mis pies pisaban tierra polvorienta y piedras: infinidad de piedras puntiagudas que me hacían sentir un dolor intenso en la planta. ¡En buena hora había tomado aquel desvío!… ¡En buena hora había hecho caso al gilipollas ese!: el nuevo profesor. «Ya verás—me había dicho el director y dueño—, ¡este tipo es la leche!: uno de los mejores del planeta. ¡Menuda suerte tenemos, oye, de que haya venido al país y quiera enseñar aquí, en nuestra escuela! ¡Qué suerte, madre, qué suerte!».
No dudé un segundo y seguí su consejo: me apunté a las clases del americano. Pero ahora lo veo: ¡en mala hora! Está claro: jamás debí haber vuelto a la segunda. Y digo «segunda» cuando en verdad, siendo realista, debería decir primera. Pues lo único que hizo, el muy cabrón, durante los diez escasos minutos que me tuvo en el aula el primer día fue felicitarme por haber tomado la, según él, ¡excelente decisión de haberlo elegido mi mentor —«Good for you!, good for you!», decía a cada rato; parecía un disco rayado—. «Gurú», dijo de sí mismo más de una vez. Fue en la última clase cuando el yanki entró sonriente —veinte minutos tarde, eso sí—, con su botella de agua en la mano y una toalla colgada al hombro: parecía el entrenador personal de un boxeador venido a menos. Nada más entrar pronunció algo parecido a «buenos días», aunque eran las seis de la tarde.
—Do you speak English, mi amigo?
En esta ocasión respondí negando con la cabeza, aunque lo hablaba —lo suficiente para poder defenderme—, como ya le había dicho en la clase anterior. Pero, por alguna razón, pareció no recor- darlo —a mí tampoco, lo noté en cómo me miraba—. Por eso mismo, y a modo de venganza personal
—un tanto pueril, lo admito—, me dije: «¡Qué cojones!, estamos en España: ¡Que aprenda!».
—Bieno, I’ll try mi mejhor —destapó sus dientes enfundados en blanco, perfectos— Mi españolo es still beginner, y’know?
Hice lo mismo, también sonreí, pero forzadamente.
—So, you play jazz, little cat?
Asentí. Eso no me lo había preguntado en la sesión anterior. Sonrió otra vez, pero de modo distinto, en cierta forma que no me agradó.
—¡Cliaro que sí! —Me miró fijamente, sin parpadeos, durante largos segundos. Me dio la impresión de estar ante el vaquero malo de una del oeste—. Jazz’s inside all’f us, right? —luego far- fulló algo que no entendí, mas sonó un tanto irrespetuoso.
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¡Maldita sea!, ahora lo veo tan claro. ¿Por qué habría hecho caso a semejante idiota? Era por su culpa que estaba perdido…, en medio de ninguna parte. Oscurecía. La tormenta acechaba… Seguí corriendo, si es que a aquello se le podía llamar correr. En realidad, caminaba con mucho esfuerzo, a la mayor velocidad que me era posible, o sea, lentamente. Habían transcurrido horas. No había co- mido… Tenía sed, mucha sed…, ¡muchísima!
—Listen…, a mí no me gusta…, how d’you say… to call it?
—Llamarlo.
—That’s it! —Me enseñó uno de sus pulgares delante de la mandíbula cuadrada—, right! Sí. No mi gusta llamar jazz —Hizo como que pensaba profundamente—; I rather llamarlo… soul, u’know?!…; alma, right? Alma —ceremoniosamente, alargó mucho las aes.
Inmediatamente después de avistar el primer relámpago, oí el trueno en la distancia. Temeroso de estar acercándome a la tormenta, reduje la marcha todavía más, hasta detenerme prácticamente, aunque no tardé en reanudar el paso, con un acelerón inicial, después de sentir un nuevo trueno a mis espaldas. Cada vez deseaba con más fuerza dar con algún lugar donde poder refugiarme, un sitio con gente. Estaba realmente perdido. La amenaza se cumplió, y comenzaron a caer las primeras gotas, que al principio agradecí, pues me hicieron sentir cierto alivio, aplacando el calor que sentía: estaba su- dando como nunca lo había hecho. «But… no sólo tienenos que cultivar espíritu jazz —eso casi lo había dicho bien del todo—. También cuerpo, my good amigo. Body is crucial. Y’ know?».
¡Otro relámpago! E inmediatamente, ¡el trueno! Tuve la sensación de hallarme cercado entre ambos, como si vinieran a por mí, acechantes. El siguiente relámpago me cegó. Explotó muy cerca, frente a mí. Sentí miedo, más que miedo: estaba aterrorizado. Me detuve en seco y caí al suelo. Primero en cuclillas. Tronó de nuevo detrás de mí. Acabé por desplomarme del todo, cuerpo a tierra; ¡venían a por mí! La lluvia caía cada vez con más y más intensidad. Noté como, bajo mi cuerpo, la tierra se transformaba en barro. Los goterones, como si de dedos punzantes se tratara, me golpeaban la espalda, llamándome: insistían en que me diera la media vuelta. Tirité, pero no de frío…, temblé; ¡no lo sé! Me cagué en el yanki, el jazz y la madre que los parió a todos ¡Otro trueno!, a cada rato más fuerte, hizo temblar el suelo.
—Para tocar esta music nuestra, you know? —sólo se señaló a sí mismo—, tienhes que estar fit; how d’you say…, ¡en forma!, in a good shape. You get me, right! Dig’t?
Aunque no entendí muy bien adonde quería llegar, asentí.
—Stand up! I’ll show you — dijo repentina y autoritariamente—. ¡Levanta! Stand up, stand up! C’mon.
Obedecí. Hábilmente, se plantó frente a mí con los brazos en jarra, en pose de superhéroe.
Aunque era más bajo que yo, tuve la falsa sensación de que me miraba desde arriba.
—Breath in! —ordenó.
Hice como que no entendía. Entonces inspiró, llenando su pecho por completo y luego expiró con fuerza. Al hacerlo, me echó todo el aire, húmedo y gastado, a la cara. Luego dijo, esta vez más alto de volumen, casi en grito:
—Breath in, little… —noté como reprimía un insulto. Inspiré al instante, sin rechistar.
¡Cof, cof, cof…!
El vaquero cabrón rompió a reír en carcajadas:
—Ha, ha, ha…! You little worm! But… cómo tú poder jazz, ¡si estás roto! Ha, ha, ha…!
Con cierta valentía, alcé la cabeza justo después del último trueno. La lluvia apenas me dejaba ver, caía ahora por doquier, era una sábana: el telón que cierra una función. Quería levantarme, pero me fue imposible. Grité: «¡Socorro!» y un nuevo relámpago, que pareció venir directo a por mí y querer atravesarme, me hizo volver a esconder la cabeza bajo de los brazos. Lejos de amainar, increí- blemente, la tormenta iba a más. Jamás había visto una igual, de tanta virulencia. Al aquelarre de lluvia, rayos y truenos se unió un viento huracanado que sentí barrer por completo mi ser, agazapado contra el barro como estaba. Aun así, tuve el coraje de incorporar el torso y gritar de nuevo: «¡Auxilio!». Pero el trueno esperaba a que así lo hiciese, y aplacó al instante mi llamada de socorro. Fue entonces cuando, más enfadado que embravecido, grité a la intemperie: «¡Maldito yanki de mierda!, ¡hijo de puta!». La tormenta golpeó aún con más dureza. Sollozando, recordé lo que había dicho al finalizar la clase:
«Tomorrow —Desde abajo, me apuntaba a la cara con el índice—, mañana, empiehzas una new life, y’know? Te quiero ver a las 5 A.M. Aquí, en la escuela. Remember, five A. M.; we’ll go jogging!». Tras lo cual salió del aula sin decir adiós; parecía enfadado.
Ya lo he dicho: la tormenta iba a más, y tenía que hacer algo: sobrevivir. Intentarlo, por lo menos… Como fuera, debía obligarme a salir de aquel lugar. A pesar de no conocer la zona, era evi- dente que, si deseaba seguir vivo, tenía que moverme, abandonar aquel epicentro. Me reconocí total- mente perdido, pero, de todas maneras me obligué a creer que más adelante daría con un lugar donde refugiarme.
Avanzaba muy lentamente. Pensaba en los marineros de alta mar, cuando en alguna película he visto cómo trabajan sobre la cubierta en plena tormenta, en medio de huracanes o tifones. El viento me zarandeaba a su antojo y aún podía sentir la lacerante lluvia contra el cuerpo, como si un grupo mal avenido de personas sin compasión no cesara nunca de golpearme. Intenté de nuevo erguir la cabeza, alzarla contra el cortante viento e intentar avistar al frente, pero me fue imposible del todo: la sábana de lluvia lo velaba todo, arrojándose contra mí y cubriéndome por entero. ¡No pude más! Caí de nuevo. Otra vez primero de rodillas, y después, la manta, que era el viento cargado de lluvia, o el cansancio, no sabría decir, empujó el resto de mí ser contra el lodazal, hasta hacerme sentir toda la humedad contra la cara y tragar el barro; me ahogaba; era el fin. No obstante antes de desfallecer por completo, me vino a la mente la imagen de Lutero, e hice algo similar a lo que él habría hecho en su día. Algo que, como también le sucedió a él, cambió completamente el curso de mi vida. En aquel momento de angustia juré al mundo, por todo lo jurable, y más —si hubiera—, que si salía de allí con vida, lo primero que haría iba a ser partir la cara al maldito embaucador yanki de mierda, que me había con- vencido para salir a correr. «You know, little jazzy thing, trust me, it’s good for you and, of course, your little music…». ¡El muy cabrón! había dicho que vendría conmigo, que gran parte de su secreto era el deporte, que practicaba a diario, y por ello tenía aquel renombre mundial —un nombre que yo no había escuchado antes, nunca—. Habíamos quedado en la puerta de la escuela al amanecer, pero nunca apareció.
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Me cubrí la cabeza con ambos brazos, intentando a la vez taparme los oídos; a pesar de ello escuché el trueno como estuviera verdaderamente cabreado y al mismísimo teléfono. Me asusté mucho más al imaginar que el siguiente relámpago caería aún más cerca. Recuerdo que, después del terrible estruendo…, quizá durante… —no recuerdo—, lancé el segundo juramento al universo:
—¡Lo juro!, ¡lo juro! —grité con todas las fuerzas que dieron la rabia, el miedo y la ira—. Si salgo de esta… —¡Otro trueno bíblico! —, ¡por dios que dejo esta mierda!; ¡lo juro! Juro que me olvidaré por completo de esta asquerosa y podrida música…. ¡tan absurda! De la ¡puta tradición!, del swing y de ¡la puta madre que lo parió!… ¡De todo ese despropósito artístico! ¡Lo juro, lo juro!, ¡¡lo juro!! Olvidaré todo eso: no volveré a tomar una ¡puta clase más!, ¡ni a escuchar un disco!, ¡¡ni a aprender un dichoso estándar…!!; ¡cojones!, ¡si todos son iguales! ¡Que le den por culo… a esta mú- sica horrible! ¡Que le den por culo al jazz! Que den por culo al ¡¡puto jazz!!
***
Cerró los ojos. Estaba arrepentido.
—Nunca había contado esto a nadie —dijo.
Se hizo un silencio que le pareció eterno. Los abrió y giró el rostro. Observó al doctor, que lo veía sin mirarle: pensativo, se llevó el bolígrafo a los labios; no dijo nada. Él apartó la cara. Estaba muy avergonzado; se frotó las mejillas. Quizás había hablado de más. Se vio los pies.
—Le parecerá extraño, doctor —retomó titubeante, necesitaba romper aquel silencio.
El médico inspiró lentamente y apuntó algo en la libreta después de exhalar pacientemente. De nuevo, lo miró inexpresivo. Preguntó:
—¿Por qué crees que debería parecerme extraño?
Mientras buscaba una respuesta que no lo delatase como cínico hipócrita —«un idiota», pensó—, sonaron los tres pitidos cortos y agudos de la alarma.
El doctor cerró el bloc y se quitó las gafas.
—¿Por qué no piensas sobre ello? Y la semana que viene lo hablamos —dijo.
Aquella sesión, la abandonó con una sensación extraña, una que no había sentido anteriormente tras ninguna de las muchas que ya llevaba. Contrariamente a lo que se había acostumbrado a hacer nada más salir de la consulta, en esa ocasión no paró a tomar café en el bar de al lado, y encaminó sus pasos directamente a la oficina, donde, como siempre, le aguardaba trabajo.
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Subió la escalera. Abrió la puerta. Aparte del director y la señora de la limpieza, él era el único con llave de la editorial. A esas horas de la tarde ya no había nadie allí. Entró en su despacho. Rutina- riamente, se deshizo de la gabardina y tomó asiento frente a la mesa. Encendió el ordenador. Echó un vistazo a la caja de cartón a su izquierda, medio oculta entre la mesa y la pared, rebosante de compact discs, vinilos y dossiers sin abrir: la caja de los reseñados. Sobre la mesa, apilados en columnas, frente a él, docenas y docenas de álbumes aguardaban a que hiciese con ellos aquello que realmente nunca haría. Escogió un vinilo al azar. Lo tomó entre ambas manos y se detuvo a observar la portada. Al principio, sintió una ligera ansiedad: la fotografía con el rayo le hizo experimentar un único escalofrío subiéndole por la nuca. Separó la vista para enfocar y leyó el título susurrando: «La tormenta». Por un instante, lo notó: aquel interés antiguo, aquella vieja curiosidad, la casi olvidada por completo necesi- dad de…, de hacer aquello que tiempo atrás había jurado no volver a hacer…
Reprimió el impulso.
Tomajazz: © Marcos Pin, 2025
Imágenes generadas con Sora, basadas y derivadas a partir del relato El Impulso. Prompt Engineer Pachi Tapiz. © Tomajazz, 2025
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