Por Marcos Pin [que aunque no sea difícil jura que es mucho mejor músico que escritor, tal y como se puede comprobar en Spotify]
El Club (Segunda Parte y final) …ir a la primera parte de El Club…
3
La rabia y frustración ayudaron a que, de una fuerte patada, arrancase los tablones que tapiaban la entrada.
Aparté las maderas con ambas manos, intentando no cubrir ni apagar el mechero que había dejado a un lado, alumbrando desde un altillo. Sentí como alguna astilla llegaba a desgarrar ligeramente mi piel. Me llevé el arañazo a la boca, limpié su sangre.
El portalón presidía aquel callejón en la oscuridad. Vestido del color de la noche más profunda, con ribetes y aristas también en madera, testigo de épocas mejores; orgulloso de haber lucido pintura cara, exhibía una mirilla dorada, grande; en el centro —de las de rejilla—; tenebrosamente, parecía observarme burlonamente desde el interior.
Lo empujé varias veces, con fuerza; hasta el punto de hacerme daño en el hombro. Aquella puerta permanecía cerrada a cal y canto. Desistí.
Busqué mis bártulos, al tiempo que recuperaba el Zippo. Mi intención no era otra que la de salir de allí y, en eso estaba cuando, súbitamente, una corriente de aire frío ladeó y acabó por apagar la llama del encendedor.
La luna desapareció, súbitamente, tras la oscuridad de una inmensa nube.
En un abrir y cerrar de ojos, lo que comenzó siendo el golpeteo de unas pocas gotas sobre latas, maderas y cartones, acabó en aguacero. La lluvia caía con tanta fuerza que llegué a sentir dolor cuando esta me golpeaba.
Me giré, desconcertado, buscando algo con lo que poder hacer palanca y forzar la puerta. Me guarecería dentro, esperaría a que el diluvio amainase:
«—Con suerte, encuentro algún cigarro —pensé.» Dí con algo parecido a una barra de metal. Serviría.
Volví a la puerta para forzarla.
—¡Qué cojones!
La encontré entreabierta.
—¡Oiga! ¡Maldito tarado! —grité—. ¡Esto ya no tiene puta gracia!
Dí una patada de loco que consiguió abrirla de par en par. Así la barra de hierro, con fuerza, en mi mano derecha y prendí el mechero con la izquierda.
—Voy a entrar, maldito capullo —advertí a la oscuridad.
Tras la puerta, me enfrenté a un pasillo corto. Alumbré en círculos: fotografías de músicos y bandas que reconocí; cubrían las paredes. Todo aparecía cubierto por una gruesa y extensa capa de polvo. Roña y más roña. Me fijé en el suelo: sin huellas, y mucho menos, de botas con tacón. La telaraña que atravesé con el rostro, acabó por confirmar que yo era el primero en cruzar aquel umbral, y en años. Me auto-convencí: «—Casi dislocas un hombro, pero, finalmente, la abriste.» Un rótulo al fondo, sobre un mostrador, pequeño decía: «Ropero». Me acerqué y deslicé la cabeza en su interior: ¡Qué extraño! Pude ver como decenas de abrigos, gabanes y prendas varias, polvorientas, colgaban de sus perchas; cada una de ellas con número.
Miré a mi izquierda. Sendas cortinas rojas velaban una estancia contigua. Intenté separarlas, primero con la barra, que todavía asía con fuerza (por si acaso), pero me fue imposible. Tuve que dejarla, apoyada sobre la repisa recibidor del guardarropa, para poder, con fuerza y ambas manos, correr el cortinón. Se abrió en dos partes: derecha e izquierda. Polvo y mugre cayeron sobre mi pegándose a mi cabello, rostro, y las ropas mojadas.
En cuanto hube cesado de toser, me adentre en la habitación.
Entre sombras, atisbé lo que en su día había sido un club. Y de los grandes.
Di un paso atrás, recuperé la barra y agarré una de las bufandas del ropero que enrollé como pude. Prendí fuego a lo que ahora era una antorcha.
Por un momento, bajo la luz de la llama, me pareció ver un club repleto: público ocupando mesas, camareros atareados, músicos sobre el escenario. Vi, repentinamente, como sus rostros, monstruosos, se giraban; fijando una malévola sonrisa en mí; advirtiendo: No entres.
Achaqué la alucinación al cansancio pues duró el tiempo que tardé en cerrar y abrir los ojos de nuevo. Agité la cabeza, deshaciéndome del espejismo. De alguna manera, me tranquilizó el descubrir sobre la barra, junto a una copa a medio acabar, un paquete de cigarrillos. Parecía haberme estado esperando. Lo cogí y limpié contra el pantalón. Todavía alterado, saqué un cigarro (reblandecido) y lo encendí. Lo sentí delicioso, aunque su sabor fuese el del polvo y la humedad. Tras una profunda calada, observé de nuevo la sala [una bocanada]. Me incliné sobre la barra y atrapé la primera botella que pude alcanzar.
Justo lo que necesitaba.
Sobre el escenario, al fondo, descansaba un contrabajo, apoyado sobre una silla, al lado de la batería. Las telarañas cubrían y unían a ambos.
Me acerqué, envalentonado por el trago profundo de whisky. Sorprendentemente, todas las mesas, todavía, estaban servidas. Algunas sillas, guardaban prendas y bolsos tendidos de sus respaldos. «—…una buena noche —imaginé.» La madera crujió cuando subí al escenario.
El piano estaba abierto y, sobre su silla; mugriento, descubrí un olvidado Mark VI .
Sentí curiosidad y temor a la vez: ¿Qué habría sucedido para que aquel lugar hubiese sido abandonado con tanta celeridad y urgencia? ¿Qué músico deja atrás lo que le da de comer: su instrumento? Sonreí. Mi suerte había truncado:
—Un bolo, no, pero todo esto —me dije—… ¡Esto vale una pasta!.
Aparté el saxo, limpié el taburete como pude. Tomé asiento.
Apuré la botella, a modo de celebración. Noté como el brebaje hacía efecto y entraba en calor. Dispuse el vidrio vacío a modo de portavelas; la antorcha dentro. La dejé alumbrando, sobre el piano.
Estaba ebrio.
Sobre el atril del piano, la partitura de Shorter. Toqué para nadie, con pasión, «Cadaverous Dance».
4
No podría decir con certeza durante cuánto tiempo dormí. Recuerdo que desperté tiritando de frío y respirando mal. Había soñado con aquel lugar: que alguien o algo, desde debajo del piano, me asía con fuerza. Agarraba una de mis piernas con garras de ultratumba y tiraba de mi con fuerza sobrenatural; sin yo poder hacer nada más que abrazar un gato muerto, como si de una almohada salvavidas se tratase; llorando, peleando por no ser devorado por el abismo; al intentar zafarme de aquel monstruo…
Cogí el mechero. La antorcha se había consumido por completo. Prendí un manojo de partituras y encendí un cigarrillo para calmarme. Tosí. Escupí. Puse los papeles ardiendo, con cuidado, sobre el suelo y cubrí la llama lentamente con la toalla roñosa, que alguno de los músicos había olvidado en la huida. Hice una pequeña hoguera con la que calentarme. Me arropé y froté las manos ofreciendo mis palmas al calor.
Después de un par de cigarrillos, con la garganta seca, barajaba la posibilidad de abrir un nuevo licor cuando, asombrado, pude ver como la llama en la hoguera se hacía más y más pequeña; diminuta. Casi desaparecida, fundió la habitación en una total oscuridad.
Sentí un escalofrío. La temperatura bajó, drásticamente. Mi vello se erizó.
Supe que no estaba solo.
Miré a mi alrededor, buscando. La piel de gallina.
—¿Hay alguien ahí? —pregunté, mirando fijamente al cortinón de la entrada. Aguardando el momento en que éste se moviese. Pero no llegó a suceder.
—No delires —me dije—. Aquí no hay nadie. Pronto amanecerá y tendrás que ideártelas para llevar todo esto. Sacarás una pasta…
Fue entonces que lo escuché con claridad: el tamborileo. Producido por uñas golpeteando sobre el mármol de una de las mesas. Al igual que la campana: pausado, cadencioso, como si de una macabra procesión se tratase.
Tenebroso.
—¡¿Quién anda ahí?! —grité, incorporándome de un salto. Forzando el mantener la calma.
No hubo respuesta. No veía a nadie.
Ta-ka-tá…
—¿Oiga? —insistí.
Ta-ka-tá…
Me abalancé sobre el piano. La botella cayó al suelo (sin llegar a romper) poco después de que yo desenvainara la barra [Antorcha]. La agarré, fuertemente, con ambas manos.
—¿Qué quiere? —pregunté amenazando con el hierro a todas partes, intentando ubicar, sin éxito, la procedencia del sonido.
Ta-ka-tá…
Ta-ka-tá…
Sentí como la temperatura bajaba todavía más. Mucho frío.
Las sombras se mezclaron con el vaho de mi aliento agitado.
Ta-ka-tá
—Hola, Lester.
Una voz profunda, grave, susurrante, muy pausada irrumpió en la estancia.
Sentí pánico. La piel de gallina.
—¿Q-Qu-Qui-én es usted? —tartamudeé.
Ta-ka-tá…
Pude ver su sombra: tétrica. Ocupaba una de las mesas en la esquina. Lejos de la barra, el lugar de mayor oscuridad en la sala.
—Tengo muchos nombres —contestó.
Me fue imposible ver su rostro. Permanecía oculto tras el velo de una sombra. Aún así, intuí una figura alta y delgada; cómodamente sentado, piernas cruzadas y rostro alargado, con la cabeza ligeramente ladeada; acechante en la noche.
—¿Cómo sabe usted mi nombre? —osé preguntar.
Un escaso haz de luz destapó sus dedos sobre la mesa [Ta-ka-tá.]: largos, afilados, vestidos con anillos grandes —grotescas y monstruosas cabezas de animales—; uñas largas que acababan en una afilada punta, del color más negro que jamás he visto.
—¿Qué quiere?
—No hagas preguntas cuya respuesta conoces —advirtió.
Detuvo el tamborileo. Se agarró ambas manos, entrelazando los dedos lentamente. Las posó sobre su rodilla.
—Lester —dijo a la vez que inspiraba pausadamente, como queriendo olerme—, he venido a comprar.
Fueron, o así me parecieron, minutos (como horas) de argumentos a favor:
—Serás el mejor, Lester …
—Fama y fortuna te aguardan….
—No más mierda, Lester…
—Los mejores teatros, las mejores chicas…
Thelonious, hijo, aquello me asustó; y mucho… Pero, ni así, llegó a convencerme, pues yo no soy ese tipo de hombre. La trompeta es mi vida, hijo. O eso creía hasta que cambió el discurso y argumentó en contra:
—Tu hija…
—Miseria… Dolor…
—Tu nieto… muerte, desolación…
—¡NO SIGAS! ¡PARA! —lo interrumpí. No quise seguir oyendo, aquellas, sus amenazas.
Rió como nunca he oído reír a nadie.
Aceptaría el trato.
En ese momento, sollozando; cabizbajo, rendido, me disponía a ceder y decir «Sí» cuando y, créeme: sentiré el peso de esta maldita culpa mientras viva… en ese momento, desde atrás, alguien me asió del hombro. Me giré, desconcertado y asustado como estaba. No podía creer lo que mis ojos veían. Allí estaba Liza. Sonriendo como un ángel. Sujetándome del hombro, tranquilizante. Me miró fijamente. Se acercó a mi oído y, dulce como era ella, me dijo con un tierno susurro: «No lo hagas».
Fue la última vez que la vi.
Fue en ese momento que lo supe: tu abuela había muerto.
5
—Despierta, vago —sentí una patada en las piernas—. O pagas, o hasta aquí da tu dinero, jipi de mierda.
—¿No podría, por favor…?
—¡Abajo! —ordenó, al tiempo que cogía con rabia mi petate y lo lanzaba a la intemperie— ¡Fuera del autobús!
Era el único pasajero; en la que, apostaría, era la noche más oscura, fría y lluviosa del siglo. El dinero sólo me había alcanzado para llegar hasta aquella parada. Me dirigía de vuelta a la ciudad.
Paré en la puerta delantera, intentando guarecer la trompeta entre mis ropas antes de salir a la intemperie. El conductor perdió la paciencia y, de un empujón, me sacó fuera.
—¡Oiga! —protesté, tras recuperar el equilibrio.
—¡A tomar por culo! ¡Payaso!
Apretó el botón que cerró la puerta y, bruscamente, se puso en marcha. A toda velocidad.
Caminé en la oscuridad, bajo el aguacero, sin poder ver por donde iba. No sabía si en la dirección correcta o contraria. Levanté la vista y pude ver una tenue luz en la distancia. Anduve algún kilómetro más hasta encontrarme parado en lo que parecía un cruce de caminos. El camino de la derecha conducía a la luz que había visto antes. Pude vislumbrar el contorno de un pueblo. De inmediato, recordé la historia que, años atrás, mi abuelo me había contado durante mi última visita al sanatorio. Jamás, a nadie se lo conté: el que mi abuelo había hablado.. De cualquier forma, nadie me hubiese creído. Después de aquello, regresó a su mundo de autismo, frente a la ventana.
Escuché campanas.
A punto estaba de tomar aquel camino cuando alguien me asió del hombro.
Mi abuelo había muerto.
Tomajazz: © Marcos Pin, 2018
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