Muy buenas, amigos de TomaJazz:
Primeramente, me gustaría agradecer vuestra participación en el concurso que proponía en la primera parte de este relato, El Viaje. He pasado unas semanas de lo más contento, respondiendo a comentarios, preguntas, escuchando sugerencias y, alguna que otra vez, intentando convencer a algún que otro lector de que la trama aquí expuesta es, pura y dura, ficción. Espero que esta segunda parte así lo demuestre y, en caso de no hacerlo, no dudéis y poneos en contacto conmigo ya que tengo la fortuna de tener, entre mis amistades, a excelentes psicólogos, psiquiatras y, también por si hace falta, fisioterapeutas, osteópatas, bailarinas/es y algún que otro camello de poca monta…
Igualmente, quisiera proponer un nuevo concurso. Este es muy fácil. La pregunta: ¿Con qué genial cantante estuvo casado nuestro protagonista? El premio: Os haré llegar un enlace para la descarga de mi último álbum, Broken Artist (el libreto no tiene desperdicio…): podéis participar a través de este enlace.
Finalmente, espero, de corazón, que os guste y divierta esta segunda y última parte. Si fuera así, no dudéis y compartidlo, comentadlo, criticadlo… ¡Ah!, no olvidéis poner algún discazo de Parker mientras lo leéis; a modo de “aliño” (sirve Spotify) Hasta la próxima, gracias.
Marcos Pin
Charlie Parker en el Three Deuces, agosto de 1947. En segundo plano, Miles Davis.
Fotografía por William P. Gottlieb
El viaje. Segunda parte
—Sólo mi madre me llama así —balbuceé, al tiempo que me envalentonaba y, simulando ahuyentar al frío, me recompuse mientras me fijaba en su sonrisa que desvelaba mi fracaso al querer disimular el temblor en mi voz. Se atisbaba maliciosa, ladina, tras la llama de la cerilla con la que encendía un cigarrillo. Carraspeé, sin nada que decir, planeando una huida.
—Lo sé —afirmó al tiempo que abanicaba el fósforo y lo arrojaba, con desdén, sobre la acera. Su tono era de lo más sobrio. Comprendí entonces que en ningún momento había llegado a estar borracho aquella noche. Sólo lo había supuesto. Me sentí engañado, desconcertado, asustado y prejuicioso a la vez.
Dio una calada honda y expiró lento, pensativo, descomponiendo, con el humo, la luz de la farola que observaba meditabundo, sin mirarme.
—Lo sé todo sobre ti —continuó, al tiempo que devolvía el cigarro a sus labios y giraba el rostro buscándome. Me miró de soslayo.
Mis músculos se tensaron y mi corazón cogió el solo a lo Gene Krupa. La adrenalina tomó el mando y dio orden de, si fuese necesario, salir corriendo a la menor brusquedad de movimiento en Parker. No descartaba tampoco la confrontación y, sin que él lo supiese, rebuscaba armas de cualquier tipo en los bolsillos de mi gabán. Sólo atisbé a encontrar los billetes que Dizzy había puesto allí minutos antes y sudor, mucho sudor en mis manos, enterradas en puño.
—¿…Todo? —osé preguntar, temeroso de que fuera cierto.
Sentí como mis piernas dejaban de existir. Dudé si, en caso de tener que hacerlo, me permitirían salir corriendo o el miedo haría de mi una presa fácil.
—Si, todo —respondió sentencioso y su mirada, incisiva y penetrante, avaló la frase.
Los segundos parecieron siglos. Los últimos diez años pasaron ante mí. Sentí derrota, vergüenza y frustración. Pensaba en que mi sueño había muerto cuando Charlie rompió el silencio. Suavizando ambos, rostro y voz, dijo:
—Sé también que no tienes adónde ir —dio una última calada e hizo que la colilla corriese idéntica suerte a la de la cerilla. Pertrechó su alto al hombro y, cogiéndome del codo (rígido de terror), continuó—, Ven conmigo. Sé lo que has hecho. Hablemos.
Me alivió saber que podía caminar aunque mis piernas flaqueasen. Brevemente, sentí el impulso de salir corriendo y perderme en la noche pero el estrés y cansancio del viaje sumados a la intensidad musical de la noche resolvieron que no era una buena idea. Parker lo notó y, de algún modo, decidió calmarme:
—Tranquilo, no voy a hacerte daño —sentí alivio e intriga a un tiempo —. Debes de estar hecho polvo. Ese tipo de viaje no es para cualquiera. Has llegado hoy, ¿verdad?
Asentí.
—Lo sabía. Mi primera vez, hizo que permaneciese inconsciente durante días.
—¿Lo has hecho otras veces? —dudé si hablábamos de lo mismo.
—Sólo dos y, créeme, no quisiera repetirlo —soltó mi brazo y rebuscó en el bolsillo de su gabardina—. Hemos llegado, es aquí.
Del bolsillo sacó una llave y abrió la puerta del que, a simple vista, parecía un edificio abandonado, desvencijado.
Entró él primero y, tras empujar bruscamente el cadáver de una bicicleta anciana que atoraba la puerta, pulsó los restos de un interruptor para encender una bombilla que dudaba, en su parpadeo, si valdría la pena alumbrar aquello.
Me indicó que lo siguiera, con un gesto, y alcanzamos un primer piso a través de unas escaleras estrechas que, en tiempos, podrían haber vestido moqueta pero que ahora, únicamente lucían manchas indefinidas de todo tipo. El crujir de la madera en los peldaños ya no ahuyentaba a las cucarachas y, sabiéndose dueñas del inmueble, ignoraban a quien en él entraba. Olía como ellas querían, a cloaca.
Caminamos por un pasillo pasando delante de dos puertas cerradas, cada una de un mal pintado color. Pude escuchar a alguien toser, tos enferma, tras una de ellas. De la segunda, procedía la llamada de auxilio de Schubert.
Charlie abrió los dos candados de su alcoba y empujo la puerta levemente, cerciorándose de que no había nadie dentro. Miró a ambos lados del pasillo y susurró: —Entra.
La luz repentina hizo que algo huyera por un agujero en una esquina. Comprendí la pesadez del aire (cargado de tabaco, humedad y moho) tras atisbar una única ventana, tapiada. Me sorprendió descubrir un pequeño mapa de moqueta púrpura en el suelo, recuerdo de días mejores.
—¿Cuánto llevas aquí? —pregunté al tiempo que buscaba un lugar dónde sentarme. —Tres días. Procuro no quedarme demasiado en el mismo sitio —tras despojarla de una camisa que secaba, me extendió una silla mugrienta—. En cualquier momento podrían localizarte —advirtió.
—¿Cómo lo hacen?
Negó con la cabeza y, tras hacer a un lado unas partituras, se sentó sobre la cama. Pude leer Ornithology.
Posó el saxo donde la almohada (un saco viejo relleno con periódicos) y arrastró su brazo debajo de donde sacó una botella.
—No tengo vasos —me la tendió.
—Dá igual —acepté.
—Tendrás preguntas.
—Muchas…
Dí un sorbo largo a aquel brebaje del que había oído hablar pero que nunca antes había probado. Tosí con fuerza. Hubiese vomitado si hubiera tenido el qué. Sentí como el líquido me quemaba por dentro mientras esperaba a que su legítimo dueño acabase de liar un cigarrillo y así poder devolverle el recipiente. Lo prendió y tomó el whisky. Schubert seguía sonando en la habitación de al lado y a nadie parecía importar que fuera tarde. Apostaría por la sordera o la pérdida de conciencia del vecino tísico.
Parker tomó aliento.
—Pasaron algo más treinta años antes de que pudiesen solventar el problema que tú creaste la noche de tu huída —dio un sorbo, sonrió evocativo y continuó—: Yo era apenas un recién nacido cuando todo aquello sucedió y, ya ves, aquí estamos; en apariencia, de la misma edad. Maldigo el día en que aprendimos a viajar de esa manera.
Asentí, simulando vergüenza.
—No voy a enumerarte los peligros que conlleva, a fin de cuentas, estoy ante el hombre que ha realizado el primero —hizo ademán de brindar y me pasó la botella. La rehusé con convicción—. Si cambias el tiempo, cambia el espacio. Todos lo sabemos. El mínimo cambio puede mutar todo esto, el Universo —su gesticulación ostentosa hizo que la ceniza cayese sobre la cama. No le dio la menor importancia. Prosiguió:
—Y vas tú… Y decides cargártelo todo. ¡Con dos cojones…! —hizo una breve pausa para resumir, incrédulo— ¡Al no regresar…!
Miré al suelo.
—Charlie, yo…
—¡No, no… No! —Me interrumpió bruscamente, alzando el dedo índice en tono amenazador— Déjame acabar… ¡Cojones, me lo debes! —golpeó el suelo con un agresivo taconazo. Schubert, repentinamente, dejó de sonar y un par de cucarachas tomaron nota corriendo hacia la salida de emergencia que era la esquina.
Se recompuso.
—Es lo menos que puedes hacer —dijo calmado —… por haberme jodido la vida.
Quise hablar pero no pude.
—Treinta años buscándote en los libros. Esos libros cambiantes que son los de historia desde que el imbécil de Einstein consiguió con sus ecuaciones que inventasen esa mierda —prosiguió. Al principio creyeron que tu plan era ese, que no era otro que el de cargarte al científico de los cojones y evitar así que se llegase a inventar La Máquina. Fue entonces cuando comenzaron a entrenarme, como habían hecho contigo, de niños, convirtiéndonos en viajeros —ambos recordamos, por separado, amargos momentos que podrían resumirse en el mismo—… Tu caso me lo asignaron hará veinte. Debía encontrarte, viajar cuando el logaritmo que quebraste hubiese sido recompuesto y —hizo una breve pausa—, matarte.
—¿Qué sabes?, ¿hice algo…? —de repente, me asaltó la preocupación, convencido, tras escuchar sus palabras, de que gente inocente podría haber sufrido por mi culpa—. Mi intención sólo era…
Volvió a interrumpirme bruscamente, negando con la cabeza.
—Nada de eso, nada de eso, no… —sentí cierto alivio—. Tras haberme sido asignada la misión, comencé a buscarte en los libros de historia. Como sabes, muy pocos teníamos acceso a ellos. Sé que tus tiempos fueron duros pero, créeme, treinta años después de que te fueras, en los míos, todo se había endurecido mucho más —noté amargura en su voz—. Consiguieron acabar con todas las artes. Yo ni siquiera supe qué era aquello (libros, discos, películas, partituras, pintura…) hasta que me designaron el trabajo de perseguidor . Tu perseguidor.
Solicité la botella extendiendo mi brazo. Me la pasó diciendo:
—Fue ahí dónde comencé a saber de ti: De tu boda con una cantante a la que escuché y se me saltaron la lágrimas de emoción; de tu música junto a nombres que la humanidad ignora (Quincy Jones, Barney Kessel, Milt Jackson… ); de tus composiciones para cine, televisión… De cómo descubriste a una tal Krall…
Por supuesto, yo ignoraba todo aquello que Charlie, mi perseguidor, contaba pues no había sucedido todavía. Lo escuchaba atónito. Yo… sólo acababa de llegar. El primer hombre en hacer aquel viaje.
Al igual que él, mi entrenamiento había transcurrido durante algo más de dos décadas. Fue así como descubrí la música (primero el trombón y luego el contrabajo), como Charlie, en las sesiones de estudio (Investigación e Inmersión en la Historia Antigua, así lo llamaban) que nos obligaban a realizar en lugares ocultos y prohibidos a la población. Escondía audio, libros, películas y las disfrutaba luego a escondidas, practicando música. Practicando y soñando con aquello que había existido en el pasado [presente ahora]; del que ya nadie sabía ni había oído hablar de porque, eran sabedores, haría del mundo un lugar mejor.
Fue por amor al Jazz que decidí escapar de aquello. Viajar al pasado y quedarme. Destruir La Máquina. Que nadie pudiese jamás encontrarme. Aquella noche junto a Dizzy, Parker y Roach había sido pago, más que suficiente, por todo el riesgo y esfuerzo. Había valido la pena. Lo hubiese hecho otra vez.
Recordé:
—Dijiste que habías viajado, ¿dos veces?
—Si, la primera creí haberte localizado en una Jam. Fue la primera vez que sentí el inmenso poder de hacer música con otros. Como tú esta noche —sonrió de oreja a oreja, feliz— pero yo aún no estaba preparado y me echaron. Pude convencer al mando para que programasen el destino de mi segundo viaje para dos años después de eso. Había practicado, a escondidas, como un loco obseso. Como tú, quería tocar y comencé ahí — hizo una pausa para resolver—, mi huída… Sabía que llegarías hoy, Raymond Matthews Brown, y brindo por ello y nuestro viaje en el tiempo.
Alzó la botella, ya vacía, y yo hice lo propio con un vaso imaginario.
—¿Habrá otros perseguidores? —me asaltó la duda pero no llegué a escuchar la respuesta. El sueño me había vencido.
El teléfono sonó.
—Hola Ray —reconocí la voz de mi ex esposa.
—Hola, ¿qué tal todo?
—Tengo malas noticias.
—¿Cómo?
—Bird ha muerto —silencio—. Un ataque al corazón. Provocado, dicen, por la risa; en casa de la baronesa.
Palidecí. ¿Quién muere de risa…?
Fin
Tomajazz. Texto e idea: © Marcos Pin, 2018 www.marcospin.com