Jazz. El mundo del jazz a través de Nat Hentoff. Por Julián Ruesga Bono [Artículo de jazz] - Tomajazz

Jazz. El mundo del jazz a través de Nat Hentoff. Por Julián Ruesga Bono [Artículo de jazz]

Jazz. El mundo del jazz a través de Nat Hentoff. Por Julián Ruesga Bono [Artículo de jazz] - Tomajazz

Jazz. El mundo del jazz a través de Nat Hentoff

Nat Hentoff (1925-2017), fue una de las principales voces de la literatura jazzística norteamericana durante la segunda mitad el siglo XX. Muy joven comenzó a escribir sobre la música de jazz y sus músicos. En 1953, tras completar una beca Fulbright en la Sorbona de París, pasó cuatro años como editor asociado en la revista DownBeat, donde comenzó su carrera profesional como periodista de jazz. También fue coeditor de Jazz Review de 1958 a 1961. Trabajó como redactor durante más de 25 años en el New Yorker. Además, escribió novela negra y su trabajo periodístico ha aparecido en publicaciones como New York Times, New Republic, Village Voice, Jazz Times y The Wall Street Journal -donde colaboró hasta su muerte. A principio de la década de 1960 dirigió el sello Candid produciendo sesiones de grabación para algunos de los músicos más representativos del jazz de ese momento -Charles Mingus, Cecil Taylor, Max Roach o Abbey Lincoln entre ellos- con álbumes tan emblemáticos como We Insist! Freedom Now Suite de Max Roach o The World of Cecil Taylor. Además, escribió notas de presentación para decenas de álbumes a lo largo de toda su vida. Su trabajo como historiador y periodista cultural ha sido reconocido como una importante y significativa aportación en el conocimiento y la valoración del jazz en Estados Unidos. En 1985 la Northeastern University de Boston le concedió un doctorado honoris causa.

Su primer libro, en junio de 1955, fue en coautoría con Nat Shapiro, Hear Me Talkin’ To Ya. The Story Of Jazz by the Men Who Made It (1955: Rinehart & Co. Inc.), una historia oral del jazz con entrevistas a 154 músicos de jazz: Louis Armstrong, King Oliver, Fletcher Henderson, Bunk Johnson, Duke Ellington, Fats Waller, Clarence Williams, Jo Jones, Jelly Roll Morton, Mezz Mezzrow, Billie Holiday, Dizzy Gillespie, Paul Whiteman y muchos otros aportan sus recuerdos y reflexiones sobre el nacimiento y desarrollo del jazz. Entre sus libros sobre música están Jazz: new perspectives on the history of jazz (1959: Rinehart), Jazz Country (1965: Harper Collins), Boston Boy: Growing Up with Jazz and Other Rebellious Passions (1986: Faber & Faber), Listen to the Stories: Nat Hentoff on Jazz and Country Music (1995: Da Capo Press), y American Music Is (2004: Da Capo Press).

En español y sobre jazz solo hay dos libros publicados de Hentoff, este que presentamos Jazz. El mundo del jazz a través de sus más importantes interpretes y Jazz, psicología y sociología (1968: Paidos) un libro colectivo que coordinó junto a Albert J. Mc Carthy. A finales de la década de 1980 la editorial Versal publicó traducidas al castellano dos de sus novelas negras.

En 2014 se estrenó un documental sobre su vida y obra, The Pleasures Of Being / Out Of Step: Notes On The Life Of Nat Hentoff, dirigido por David L. Lewis. El documental incluye conversaciones con Hentoff, además de comentarios sobre su trabajo de críticos y escritores de jazz: Amiri Baraka, Stanley Crouch, Floyd Abrams, Aryeh Neier y Dan Morgenstern, así como música de Duke Ellington, Miles Davis, John Coltrane, Charles Mingus y otros músicos.

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Jazz, el libro que presentamos, trata de la naturaleza de la música de jazz y de sus músicos. Hentoff presenta a los músicos a través de los conciertos a los que asistió, de la escucha de sus grabaciones y rememorando encuentros y entrevistas con ellos. Los capítulos sobre la vida y legado de los músicos constituyen la mayor parte del libro: Duke Ellington, Billie Holiday, Louis Armstrong, Teddy Wilson, Gerry Mulligan, Miles Davis, Charles Mingus, Charlie Parker, John Coltrane, Cecil Taylor y Gato Barbieri. Especialmente significativo es el capítulo dedicado a Gato Barbieri -la primera vez que un crítico estadounidense dedica el capítulo de un libro a un músico de jazz no nacido en los EUA. Sobre Barbieri escribe:

«[Gato Barbieri] es de entre los músicos que no son norteamericanos la fuerza jazzística más original desde Django Reinhardt, y como músico de mucha más mayor significación que Reinhardt, porque es quizás el portavoz de una nueva era de la internacionalización del jazz. Reinhardt fue único, pero Barbieri se halla a la vanguardia de un incalculable contingente de músicos de diversas partes del mundo que, cada vez más, parecen capaces de fundir su propia herencia musical con la del jazz, creando así una multiplicidad de lenguajes musicales nuevos que –a no ser por el jazz- no habrían existido, pero que se nutren también de una compleja diversidad de otras raíces culturales.»

También dedica un capítulo a la economía política del jazz. Entre cada capítulo Hentoff intercala, separadas del resto del texto, una corta colección de citas de músicos y críticos comentando la música de jazz y su mundo. A esta sección la llama “El jazz es” como el título de original del libro en su edición en inglés: Jazz is.

El fragmento que ofrecemos es el epílogo final del libro –pags. 267-279. En el sintetiza el contenido general del volumen reflexionando sobre el momento del jazz en el periodo de tiempo en que escribe –primera mitad de la década de 1970.

En la introducción Hentoff hace una declaración de intenciones donde presenta y perfila muy bien el volumen:

«Este libro es un tributo selectivo y una guía para orientarse en la vida del jazz, en sus intérpretes y en su música. No es una historia cronológica completa, sino más bien una exploración personal, hecha a través de diversas figuras importantes, de la naturaleza de la música y de cómo cambia incesantemente. Y toca también a la naturaleza de quienes hacen la música, hombres de temperamentos tan dispares como Louis Armstrong y Charlie Parker. Habla igualmente de la economía política del jazz, de su internacionalización, de las sorpresas interminables de sus fronteras en expansión.

Hace unos treinta años que escribo sobre esta clase de música, y puesto que no soy musicólogo, mi enfoque se orienta a entender el entrelazamiento de vidas y sonidos, de estilos personales y musicales, de la dinámica social y la dinámica del jazz. Y sigue aún pareciéndome totalmente absorbente: la música, sus intérpretes y la sociedad que los considera marginales al tiempo que ellos la iluminan de manera tan penetrante y, a veces, tan mordaz.

Después de todo, el propósito de este libro es dar placer: llevar al lector, si nunca ha estado en ese ámbito, hacia la música de estos intérpretes y compositores, y si ya los conoce, sugerirle quizás una dimensión nueva.»

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Edición en español: (1982): Jazz. Buenos Aires, Editorial Pomaire.
Edición original: (1976): Jazz is. Nueva York, Random House, Inc., & The Ridge Press.

Gran coro final (abierto)  pags. 267-279. Por Nat Hentoff.

La obra de una vida, una música que es la vida del ejecutante, toma la configuración de esa vida, y la configura a su vez. Una obra, un perfeccionamiento continuo. Para algunos, una expansión continua, una búsqueda. Más allá de las notas, hacia los sonidos. Cuando se “piensa sin pensar, instrumento y ejecutante son una sola y misma cosa. El ascenso es duro para el músico «diferente», que después se convierte en la norma, mientras los músicos más singulares aún merodean en las sombras. Una música que es celebración; y parte de lo que celebra es su propia historia, su historia rica, densa, fascinante de músicos que eran faros tanto en su manera de andar como en la de tocar, que eran luces que señalaban en una determinada dirección.

Al tiempo que amplían incesantemente su sonido, los músicos jóvenes de hoy se interesan también, y tal vez más que nunca, por la historia de la música. Leo Smith -un trompetista que durante algunos años fue uno de los elementos fundamentales de la Asociación para el Progreso de la Música Creativa, con centro en Chicago- ha estudiado y escuchado atentamente la música tradicional, y habla con conocimiento de causa de Johnny y Baby Dodds y de Louis Armstrong y de la Banda del Ejército de James Reese Europe durante la Primera Guerra Mundial, integrada sólo por músicos negros.

En una entrevista para Coda, la publicación canadiense de jazz, Smith consigna con orgullo que cuando la banda de James Reese Europe hizo una gira por el continente europeo, se encontró, entre los músicos franceses, con escépticos para quienes la única explicación de la diferencia fundamental que encontraban en la música de los intérpretes negros era la teoría de que los instrumentos habían sido modificados para que sonaran de esa manera. Entonces, cuenta Smith, los músicos franceses y los músicos negros intercambiaron sus instrumentos, pero los franceses siguieron obteniendo el mismo sonido que antes, y otro tanto sucedió con los negros. Bueno, entonces deben ser las partituras, dijeron los músicos franceses, y cambiaron las partituras con los negros, pero los negros hicieron que la música de las partituras francesas sonaran como música negra, y los franceses no pudieron conseguir que la música de los negros sonara hot. Y, por supuesto, no consiguieron imprimirle swing.

El relato de Smith me trae a la memoria los intentos de Pee Wee Russell, hace años, por definir el jazz:

«Se podrían usar palabras de diez sílabas sin que con ellas se llegara a decir nada. Si digo algo que se parezca a una definición, lo mas probable es que un segundo después tenga que desdecirme. No estoy seguro de que esto realmente sirva, pero en cierto sentido viene a ser algo así: un cierto grupo de gente -que no importa de dónde viene- que tienen un sentimiento y un ritmo innegables, un ritmo del cual no se los podría despojar ni poniéndolos en una corporación sinfónica. Independientemente del tipo de música que decidieran tocar, podrían sentir el “beat” que marca el director; podrían sentirlo mejor que alguien que se supiera la partitura de memoria. La manera de tocar de esos hombres no se podría alterar, no importa dónde los pusiera uno ni lo que tratara de enseñarles».

Eso es parte de la cuestión, como lo es también la creación y recreación continua de lo que se considera «aceptable», en el sonido, en la estructura, en la definición misma de todos los elementos de la música. Los primeros intérpretes, los de instrumentos de viento, movidos por su urgente necesidad expresiva, iniciaron las coloraciones, las formas de fraseo y las «bending notes», las extensiones tonales y otras mil permutaciones sonoras que jamás se habían oído antes. Y desde entonces, las cosas han seguido así.

«Si se hace necesario una técnica más amplia para expresar lo que intento decir, la uso -insiste el trombonista Grachan Moncur III-. Y si tengo que golpear una cacerola con un palo, también lo hago.»

O, como dice el flautista James Moody:

«Para mí, cualquier sonido tiene sentido. Cualquier ruido. Si uno cae al suelo, eso tiene sentido. Te has caído, ¿no? Pues se supone que la música expresa un sentimiento».

Por eso, los músicos posteriores al bop, aunque de una complejidad musical mucho mayor que la de sus antepasados previos al jazz, siguen todavía ligados a aquellos músicos negros sureños de la época posterior a la Guerra Civil, que no estudiaban música y, por ende, hacían de los instrumentos de viento extensiones de la voz humana, incierta, gangosa, ronca, gimiente. El difunto Eric Dolphy, uno de los más osados, entre los jóvenes experimentadores del jazz, se quedó una vez atónito y sorprendido al tener la súbita vivencia de ese vínculo que le ligaba de algún modo al pasado. Mientras participaba en un festival de jazz en Washington, D.C., Dolphy oyó por primera vez a la Eureka Jazz Band, de Nueva Orleans.

«Me quedé ahí, en medio de esos viejos -recordaba Dolphy-, y no encontraba mucha diferencia con lo que yo hacía, salvo que la manera de tocar de ellos era tonal, pero con una gran libertad. ¿Sabes una cosa? Ellos fueron los primeros músicos de la libertad.»

Y como la libertad de la que gozan los seres humanos nunca es suficiente, el jazz ha sido la historia de generaciones de músicos de la libertad. Ornette Coleman, por ejemplo, que en sus comienzos -al igual que Cecil Taylor, como otros que han escuchado acerca de posibilidades que exceden la imaginación de los músicos consagrados- fue, durante largo tiempo, objeto de escarnio. Hubo un director que le pagó para que no tocara; en las jam sessions, cuando Ornette subía a tocar, poco faltaba para que los demás músicos se bajaran. Pero él siguió, obstinadamente, trabajando en la música que, en su sentir, tenía que nacer.

«La música es para nuestros sentimientos -dijo Ornette allá por el año sesenta y tantos-. Creo que el jazz tendría que intentar expresar una mayor gama de sentimientos de los que ha expresado hasta ahora. Por ejemplo, hay algunos intervalos que transmiten una cualidad humana si se interpretan con el tono correcto. Con un instrumento de viento se puede obtener el sonido de una voz humana, si de verdad uno oye e intenta expresar la emoción de una voz humana.»

Además de sus sensacionales avances texturales, Coleman -lo mismo que Miles Davis, John Coltrane y otros, cada uno a su manera- ayudó también en los primeros intentos de arrojar por la borda el lastre de la base armónica tradicional para los improvisadores. Sin tener que tocar base continuamente dentro de un marco armónico preestablecido, sus melodías se remontaban y oscilaban con una libertad sin precedentes, creando diferentes tipos de conexiones internas-, relaciones de tono, de emoción y de ritmo.

La forma en que Coleman usa el ritmo fue otra de las influencias de peso sobre lo que llegó a ser el nuevo jazz de los años setenta (aunque la mayoría de los músicos negros lo llamen «música negra» o «música creativa»). Escuchar a Coleman es una de las maneras de empezar a entender y a sentir la liberación rítmica que todavía sigue su curso.

«Mi música -señaló una vez Ornette Coleman-, no tiene un tiempo real, un tiempo métrico. Tiene un tiempo, pero no en el sentido de algo que se puede medir. Es algo mas parecido a la respiración, un tiempo más natural y más libre. La gente se ha olvidado de lo hermoso que es ser natural. A mí me gusta más el “spread rhythm”, un ritmo que tiene una gran libertad, que el “netted rhythm”, que es más convencional. En el caso del spread rhythm, uñó puede seguirlo un rato con los pies, después detenerse, para luego volver a marcarlo. De otra manera, es tanto lo que se marca con los pies, que uno se olvida de lo que oye, y ya no oye más que el ritmo.»

Desde el punto de vista rítmico, el nuevo jazz está abierto a un mayor número de posibilidades todavía. Es raro que -el beat se enuncie explícitamente. En cambio, las secciones rítmicas producen estratos que continuamente se desplazan, se superponen, se entretejen de la manera más compleja. Es posible que el oyente tenga la sensación de verse sumergido en vórtices de pulsaciones que se oponen y chocan, y darse cuenta de lo que sucede -y responder ante ello- puede exigirle tanta concentración como la que se espera de los músicos que están tocando.

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Y el contrabajista Eddie Gómez, conocido internacionalmente por su trabajo con Bill Evans, predice:

«Apenas si estamos en el nivel superficial de lo que se puede hacer. Si se rompe esa superficie, debajo se encontrará muchísimo más. No hay un ritmo básico que lo resuelva todo; hay que ser todo un mundo dentro de uno mismo.»

En conjunto, la configuración del nuevo jazz es algo que puede resultar enormemente estimulante para quien lo escucha, o bien puede sumirle en una confusión desalentadora; todo depende de la medida en que el oyente se abra a lo inesperado y de lo dispuesto que esté a seguir escuchando hasta que emerja la coherencia. Claro que a veces no existe tal coherencia, porque algunos intérpretes de la «forma libre» son simples buscavidas: músicos haraganes o sin condiciones, que abrigan la esperanza de que sus chillidos y gritos pasen como parte de la nueva libertad. Pero como decía hace varias décadas Jo Jones, en jazz no hay dónde esconderse. Si algunos oyentes se dejan embaucar, los innovadores auténticos no se dejaran engañar; y, como siempre en la historia del jazz, perdurarán los músicos que, tarde o temprano, sean elegidos por los inconfundibles y auténticos iniciadores para que toquen con ellos. Así John Coltrane dio el salvoconducto a músicos más jóvenes; del mismo modo, actualmente, los graduados de la Asociación para el Progreso de la Música Creativa (y otros músicos posgraduados como Marión Brown), al elegir con quiénes tocan, indican a quiénes vale la pena prestar atención. Y siempre hay que hacer más caso a los músicos que a los críticos.

Y algunos músicos tendrán que hacerse valer completamente solos, como fue el caso de Cecil Taylor. Pero incluso en este caso, hubo siempre algunos músicos que reconocían el valor incomparable de su obra.

En la actualidad, es frecuente que el nuevo jazz se exprese en densas espesuras de sonido. A veces resulta imposible escuchar líneas melódicas, en el sentido habitual, en los pasajes colectivos. Pero esos torrentes de sonido, desbordantes de emoción, adquieren cohesión si se escuchan de diferente manera.

«No hay que concentrarse siempre en las notas, en la secuencia que formarían si uno las anotara -aconseja Don Ayler. el trompetista hermano del difunto Albert Ayler, saxofonista de enorme influencia-. Hay que intentar, en cambio, volver la imaginación hacia el sonido. Seguir el sonido, los tonos, los colores (así hay que ver cómo se mueven. Hay que tratar de escucharlo todo junto.»

Naturalmente, también el músico tiene que escuchar así, todo en conjunto. Hace algunos años, el vibrafonista Bobby Hutcherson describía el grado de concentración que se exige a los intérpretes de la nueva música:

«Para mí no hay nada más estimulante que ser parte de lo que sucede actualmente en el jazz. Uno puede descubrir realmente hasta que punto se es creativo, y cuánta música sabe. Uno está ahí y sabe que no hay una estructura de acordes que le permita decir: “Bueno, sobre este acorde de séptima en re menor voy a tocar…” o “Claro, ya conozco esta frase, puedo resolverla de tal manera y después…” La cosa no es así. Uno está allí, y tiene que escuchar. Debe tener los oídos lo más atentos que pueda, escuchando todo lo posible, y al mismo tiempo hay que estar concentrado en lo que uno intenta hacer. Esto hace que uno se sienta mucho más involucrado en lo que está pasando, y si uno llega a pensar siquiera en algo que no sea la música, se lo pierde todo… Y es perderse muchísimo.»

Igualmente comprometidos están, todavía, muchos de los músicos de jazz más viejos, aquellos de quienes Cecil Taylor ha dicho:

«Son los que establecieron tanto la tradición como la ley, y las normas estéticas que ellos consolidaron al tocar en cualquier clase de circunstancias, son las que nosotros perpetuamos. Ellos han llegado a ser parte de nuestro compromiso».

Como en el Preservation Hall de Nueva Orleans, donde en la primavera de 1975 escuché a Jim Robinson, que contaba entonces ochenta y cuatro años, tocando un deslumbrante y gruñón solo de trombón, durante el cual el instrumento parecía una extensión de él, que seguía los movimientos de su cuerpo. Y Robinson sonreía mientras el público sonreía y le aplaudía. Dentro de ese hombre viejo había un músico joven, que poco antes había dicho:

«Me gusta ver feliz a la gente. Si todo el mundo está en un estado de ánimo alegre, ese espíritu me llega y puedo hacer que mi trombón cante. Si mi música hace feliz a la gente, entonces procuro darles más; es un estímulo para mí. Quiero estar siempre rodeado de gente, porque eso me llega al corazón y se trasluce en la música. Cuando toco música “sweet” trato de transmitir mis sentimientos a los demás; eso lo tengo siempre presente. Y es algo que todos en el mundo deberían saber».

Toda la Preservation Hall Jazz Band desbordaba de ese espíritu. Aunque la mayoría de sus integrantes pasaban de los sesenta y aun de los setenta, su música llegaba confiada, con soltura, tanto a los chicos como a los padres de esos mismos chicos, que llenaban el recinto. Y cuando ellos mismos fueron niños, los en aquel entonces futuros músicos de Nueva Orleans habían formado parte de un ambiente musical que Danny Barker describió en una ocasión como una aurora boreal sonora

«Un grupo de chiquillos, mientras estábamos jugando, de pronto oíamos sonidos. Los sonidos de hombres que hacían música. Se oían con gran claridad, pero a veces no sabíamos bien de dónde venían, y echábamos a correr. “¡Es por aquí! ¡Es por allá!” Y a veces, después de correr un rato de un lado a otro, no nos habíamos acercado en absoluto a la música. Pero esa música podía llegarle a uno, en cualquier momento de esa manera. La ciudad estaba llena de sonidos musicales».

No puede extrañar que, como ha contado otro de los ancianos músicos de Nueva Orleans, «la mayor tristeza que podía sentir un muchacho en Nueva Orleans era estar en el aula, en la escuela, estudiando, y oír que se aproximaba una “brass band”, desbordante de swing, que pasaba frente a la escuela y se perdía a lo lejos»

El jazz es el flautista de Hamelín de la música. Una vez que se ha adueñado de uno, el embrujado jamás tendrá suficiente, ni como oyente ni -con más razón- como intérprete. Roy Eldridge, por ejemplo, seguía tocando de manera tan apasionada, tan competitiva, como lo hacía décadas atrás, cuando superaba a todos los que llegaban a las jam sessions, hasta que Dizzy Gillespie le destronó.

Cuando Roy tenía cincuenta años, comenté una sesión de grabación en la que participó con Charles Mingus, y de la cual yo había sido el productor. Al término de la grabación Roy dijo a Mingus, con quien hasta entonces jamás había grabado

«Me alegro de haberlo hecho. Quería saber en qué plano te mueves, y ahora sé que estás en el buen camino. Ahora muchos se preocupan tanto por su instrumento que se olvidan de lo fundamental, y no llegan a meterse en la música. Pero tú te has metido, muchacho. Es bueno saberlo. Somos pocos los que seguimos en eso».

Por entonces, Roy estaba tan pasado de moda que un par de semanas después de la sesión de grabación, cuando apareció la encuesta de 1960 realizada por Down Beat entre sus lectores, no figuraba siquiera en la lista de los trompetistas, aunque para figurar en ella no habría necesitado más que quince votos. Jamás me comentó cómo se había sentido en ese momento, pero siguió negándose a refugiarse sin pena ni gloria en el limbo, siguió tocando y haciendo swing con intensidad, con exaltación a veces.

En esa sesión de grabación con Mingus habían estado presentes en el estudio varios jóvenes músicos de jazz moderno. Uno de ellos, discípulo de Dizzy Gillespie, sacudiendo la cabeza escuchaba lo que tocaba Eldridge, y cómo lo tocaba.

«Es posible que no sea hip -comentó después-, pero por Dios, cómo domina el instrumento.»

Pocos minutos después, terminado un solo increíblemente restallante y vehemente, ferozmente hot, Eldridge, riendo, señalaba al muchacho, preguntándole:

«Seguimos en forma, ¿no es verdad?»

Y quince años más tarde, en el Montreux Jazz Festival, con Dizzy Gillespie, Roy aún seguía en forma. Como escribió el periodista británico Benny Green:

«…Roy había estado tocando mientras Dizzy descansaba, y llegó un momento en que Roy, pletórico de ambición, atacó en los registros más altos de su instrumentó, como en las mejores épocas de su juventud, y acercándose lo bastante al original como para que un oyente avisado captara la alusión; y en ese momento Diz, que había estado pasando frente al monitor de TV colocado en el recinto de la banda, tomado de sorpresa a mitad de camino por el espectáculo de su antiguo héroe, que no dejaba de ser heroico, se volvió hacia todos los otros músicos que seguían la escena, con esa sonrisa peculiarmente significativa que suelen usar los profesionales cuando quieren decir algo así como:  “Bueno, ¿qué os parece?”»

Roy, «Little Jazz», amante ardiente del jazz, como Jim Robinson en Nueva Orleans, bailando con su trombón y gritando a la banda: «¡Vamos, muchachos!». Como Cecil Taylor, que salva de un salto los precipicios que su propia imaginación le abre, cada vez que toca. Todos ellos son el jazz.

Un reportero de Izvestia se acerca a Norman Granz, que está en compañía de Oscar Peterson, durante una gira por la U.R.S.S., y le pregunta cuál es el músico que, en su opinión, tipifica mejor el jazz. Granz relata:

«Oscar me susurraba por lo bajo: “Tatum, Tatum. Dile que es Tatum.” “No”, dije yo, “es Roy Eldridge el que encarna todo lo que es el jazz. Es un músico para quien es mucho más importante atreverse, intentar ascender a una cumbre determinada -aunque se despeñe en el intento- que tocar sobre seguro. Y eso es el jazz”».

Siempre lo ha sido, y sigue siéndolo. Claro que no hay una única personificación del jazz, pero hay, creo, una definición quintaesencial de lo que es el jazz, el de todas las épocas y todos los estilos, pasados y futuros. Recuerda el trompetista Jimmy McPartland:

«La gente solía pedir a Bix Beiderbecke que tocara una pieza tal como la había grabado, pero él no podía. “Es imposible”, me dijo una vez. “No puedo sentir dos veces de la misma manera. Esa es una de las cosas que me gustan del jazz, muchacho, que no sé qué es lo que va a pasar luego. ¿Y tú?”».

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Tomajazz: © Julián Ruesga Bono, 2024
Extracto «Gran coro final (abierto)»: © Nat Hentoff, 1982

Más información sobre Nat Hentoff

https://en.wikipedia.org/wiki/Nat_Hentoff

https://www.tomajazz.com/web/?s=nat+hentoff&submit=Search

Julián Ruesga Bono en Tomajazz

https://www.tomajazz.com/web/?cat=17854

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