La Revelación
«Una buena historia no se cuenta, se vive.»
Diez minutos después, aquella frase aún resonaba en mi cabeza. Fue así como, a pesar de la timidez, pues no soy uno de esos estudiantes que lanzan siempre docenas de preguntas, me atreví a levantar la mano.
—¿Y la alimentación? —soltó de repente el muchacho que estaba sentado a mi lado, interrumpiendo al maestro, que en ese momento se ocupaba en responder «cómo tocar con músicos malos», pregunta anterior que había formulado otro de los asistentes a la masterclass; quien tampoco había levantado el brazo.
—…Es importante, claro —respondió de inmediato, sin terminar de aclarar la pregunta anterior—. Si no comes, te mueres…
El aula estalló en carcajadas. Él también rio. Aunque se notaba que las risas lo habían pillado totalmente por sorpresa.
Entonces me vio y me señaló con el índice. Aguardó pacientemente a que el barullo cesase, antes de decir a todos:
—Ahí tienen una pregunta.
Noté cómo los asistentes giraban sus cabezas y clavaban la vista en mí. El corazón se me puso a mil. Dudé. Me señalé a mí mismo.
—Sí, tú —acreditó el profesor—. Adelante.
—Me gustaría, ¡ejem! —no pude reprimir un gallo. Algunos rieron. Enrojecí. Aclaré la garganta con un carraspeo seco antes de continuar—: Me gustaría preguntar… —tragué saliva— qué se siente…
—¡Hala! —interrumpió bruscamente un chaval regordete y sudoroso, con un grito agudo y exagerado que sobresaltó a más de uno—, ¡otro que pregunta qué se siente al haber tocado con Miles!
Por segunda vez, el aula explotó en una incontenible algarabía que me impidió seguir. El ponente hizo gestos de contención con ambas manos. Cuando el rebumbio se hubo calmado, con tono apaciguador, dijo:
—Me lo preguntan mucho, sí. —Terminó de aplacar el murmullo restante, ahora con una mano. —Y no me importa —aclaró—. Aunque fue hace mucho ya… —Se fijó en que yo levantaba la mano de nuevo, y eso lo retuvo. Aprecié el modo comprensivo en cómo me miró, sonrió y luego dijo—: No era esa tu pregunta, ¿verdad?
Negué con la cabeza.
—No. Mi pregunta es otra. —Tomé aliento— ¿Qué se siente al tocar?
Percibí entonces cómo el aula al completo se sumía en el silencio más absoluto; tan agobiante que me sentí forzado a romper, matizando:
—Quiero decir: ¿qué siente usted cuando toca?
Poco a poco, fue regresando el molesto y acostumbrado barullo. Aunque en esta ocasión no llegó a formarse del todo. Pues se extinguió, de nuevo repentinamente, en cuanto el maestro se puso en pie con brusquedad. Empujando la silla con las pantorrillas, que cayó con estruendo hacia atrás. Sin previo aviso, fijó la vista en mí. Ya no sonreía. Sus ojos, desenfocados, se clavaron en los míos, de tal modo que su rostro me pareció el de otro; alguien muy distinto al de las fotografías. No era el mismo de las portadas en los discos. Descubría, en ese momento, una persona común: a un ser humano.
La inmensa mayoría de los presentes se volvieron hacia mí con gestos de reproche y reprimendas incomprensibles; como si hubiera insultado a un clérigo, o algo peor. «Tierra trágame.» Sentí cierto alivio cuando, poco a poco, regresaron su atención al profesor. Esperábamos sus palabras; pero en vano… En ese preciso instante fuimos testigos de cómo rompía la mirada para llevarla al suelo, permaneciendo así durante un buen rato; un lapso previo a tropezar con la silla —que pareció haber descuidado o no había sentido caer—, de camino al olvido; dejando atrás el aula enmudecida. En ningún momento levantó la vista.
Pasó tanto tiempo… No volvió a saberse de él. Nada en absoluto de aquel músico magistral que había tocado junto a los más grandes, y merecidamente. Un artista que, hasta el instante de su desaparición, parecía estar viviendo su mejor momento: personal y profesional. Fue como si se lo hubiese tragado la tierra. Un misterio. Incluso Lutero, el famoso y amargado crítico, que tanto lo odiaba —a quién no—, y que siempre que tenía ocasión se ocupaba en ponerlo a caldo en sus artículos —al genio y a cada uno de los proyectos en los que colaboraba—, dejó de malgastar su tinta envenenada en él. Años más tarde, todavía reíamos al recordar la crítica —nefasta, como todas— que escribió a propósito de un concierto que el desaparecido tenía previsto dar en uno de los más conocidos festivales. Un concierto que nunca llegó a celebrarse por culpa del mal tiempo. Dato que Lutero obvió, asegurando en su reseña, al día siguiente, que había asistido a uno de los peores espectáculos en su vida. Siempre despierta carcajadas recordar la anécdota, y más de uno guarda el recorte en algún cajón, pues dicen las malas lenguas que el cronista sufre un extraño temor patológico al mal tiempo.
También es cierto que el otro tiempo, el que verdaderamente da pavor por la gran velocidad a la que transcurre, no sólo pasa para uno, sino que lo hace para todos. En mi caso, una vez finalizado el conservatorio, me mudé a la Gran Ciudad. Los de mi promoción sabíamos que, de existir alguna oportunidad en esto del jazz, aparecería en una urbe de las de verdad, de las de mucha gente: de esas habitadas por millones de personas a las que les importa un bledo esta música. Aunque nosotros, los propios músicos, manteníamos la eterna ilusión: siendo público y concertistas a la vez en garitos de mala muerte, donde tocábamos a cambio de una hamburguesa y, muy de vez en cuando, de los aplausos que turistas perdidos y descolocados repartían sin gran consideración ni demanda artística. Aplausos que siempre surgían sorpresivamente, en una u otra esquina de la sala, erupcionando de entre el volcánico follón de un público que no lo era, pues estaba allí a otra cosa.
Curiosamente, en aquella, mi primera noche como residente con el trío, no había apenas guiris en el local. Aunque sí que había público, y bastante. Músicos, en su inmensa mayoría, a cuyos oídos había llegado la noticia de que el club había cambiado de banda residente. Esa noche se habían acercado a comprobarlo personalmente y, de paso, ver si la cosa ofrecía continuidad o, como acababa de ocurrir, ventajosamente para mí, pudiera haber nuevos cambios; quién sabe, quizá en esta ocasión afortunados para ellos y sus bandas. La semana anterior, cuando el dueño había decidido prescindir de Toni y su grupo, no había apenas gente; era, sin duda, un buen comienzo para el trío.
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—¡Ey, Tim! ¿Cómo va todo? —Fue la primera vez que me dirigió la palabra. Por eso la miré perplejo. Nunca hubiera imaginado que Jessica conociese mi nombre. —¿A qué hora empezáis? —Me regaló una de esas sonrisa suyas que sólo había visto de lejos.
Descolocado, balbuceé antes de poder responder:
—Ahora, en un rato… —Buscaba parecer interesante, y sopesé fingir que desconocía su nombre, pero cedí—, Jessica.
Sonrió otra vez.
—¡Fantástico! Soy muy fan de tu trío —mintió—. ¿Querrás que suba a cantar algo?
La pregunta me pilló por sorpresa; debí haberlo visto venir. Me sentí un aficionado. Estaba arrepentido de haber dicho su nombre. Al hacerlo confesaba que sabía quién era y le evitaba la humillación artística de tener que presentarse. De un modo u otro, revelaba que conocía su trabajo. Lo cual era cierto: la había escuchado cantar. Jessica era una de esas artistas a las que la gente va a ver, pero no a escuchar.
—Vamos viendo —solté banalmente, en un intento por esquivar la situación.
—He traído carpeta de partituras para tus músicos. —Apretó el bolso contra el costado. —¿En el tercer tema te viene bien?
La miré extrañado, y se hizo cargo:
—Que suba —añadió después de agitar la cabellera rojiza—. Me puedes presentar para el tercer tema.
—Mmm… —Esbocé cara de fastidio. —¿Sabes qué pasa…, Jessica? —pensé lo más rápido que pude, y acabé diciendo lo primero que me vino la cabeza—: Que ahí es donde canto yo.
Porque no me lanzó ninguna mirada recriminatoria, supe que jamás había escuchado nada de mi música. Es más, apostaría a que hasta esa misma mañana ni siquiera conocía nombre, que habría preguntado en cuanto llegó a sus oídos lo del cambio de banda. Sonreí, creyéndome victorioso. Lo más probable ahora era que abandonase el local durante el primer o segundo tema. Luego regresaría, al final de la noche, procurando ver al dueño, al que propondría alguno de sus proyectos; exactamente lo mismo que tenía en mente la inmensa mayoría de los allí presentes.
—Empezáis ya, ¿no, Tim? —preguntó un desconocido que, rozándome el hombro al pasar en dirección a la barra, y sin apartar la vista de Jessica, venía desde atrás con pasos cortos, esquivando la muchedumbre. Portaba en alto un tubo de cerveza mediado y anunciaba una sonrisa absurda en la cara. Ella apartó la mirada. Yo me giré, abriendo paso, al tiempo que asentí, afable, pero sin soltar palabra. Evidentemente, le traía sin cuidado la hora del concierto, y no se esforzaba lo más mínimo en ocultar su interés por Jessica. Por mi parte, en un intento de abstracción, procurando librarme del atosigamiento que el barullo convenía, apunté la vista al fondo, evasivo.
—¿Me estás escuchando, Tim? —la cantante me trajo de vuelta a una conversación que yo ya había dado por terminada. —¿Estás sordo?
—Disculpa —dije—. Se me ha ido…
—¡Y tanto!
—Es que me ha parecido ver a alguien… ¿Qué decías?
—Te estaba hablando de hacer un dueto.
Pude leer perfectamente en sus ojos que mi expresión me había delatado. Desarmado, se me escapó, condescendiente:
—¡¿Un dueto?! —Aparté la vista, volviéndola a fijar en aquella zona oscura al fondo que era mi lugar favorito del local, donde en ese momento intuía la sombra de un perfil familiar.
—¡Un dueto, sí! ¡Un dueto! —no ocultó su enfado—. ¿No decías que cantabas?
Sucedió entonces que, con el deseo inmediato de concluir de una vez por todas aquella conversación, arrojé lo primero que me vino a la cabeza:
—No tienes el nivel.
—¡Vete a la mierda! —estalló—. ¡Creído de los cojones! —Si en aquel instante la hubiese mirado, vería una Jessica que contenía las ganas de escupirme y propinarme un buen puñetazo a la cara. Antes de dar media vuelta y desaparecer entre la multitud, exclamó, con un enojo mayúsculo—: ¡Fantasma!
«Fantasma… —caí—. Eso es…»
—Un fantasma —susurré.
Aquella noche el camarero y yo fuimos los últimos en salir del club.
—¡Menuda nochecita! —dijo, burlón, mientras pasaba la llave a la verja oxidada y chirriante—. ¡Nada mal, para ser miércoles! En días así, vendría bien un camarero más. —Con dos dedos, sacó de un bolsillo del pantalón un paquete de cigarrillos, y en su lugar dejó caer el manojo de llaves. Rechacé con un gesto el que me ofreció, y le seguí la corriente:
—Pues sí, hasta la bandera.
Resopló con ironía. Llevó el mechero a la cara y prendió el cigarro.
—Hasta donde yo sé, nunca antes habían venido tantos músicos en la misma noche —dijo, mordaz, exhalando el humo luego de una primera calada, y continuó—: Se ve que no hay mucho trabajo.
Asentí con la mueca de arquear las cejas, resoplando. Tomé mi turno:
—Se ve que el jefe no lo vio venir —mientras hablaba, me abotonaba la chaqueta. Aquella no era una noche de las más frías, pero noté el contraste de temperaturas dentro fuera—. Igual por eso no dio señales de vida. Creí que estaría en la oficina.
—Estaba.
Su respuesta me pilló por sorpresa.
—¡¿En serio?! —exclamé— ¿Sigue dentro? —Era evidente que no. Si así fuera, el camarero no hubiese pasado la llave. Pero no quise quedarme con la duda. No había cobrado. —¿Lo dejas… encerrado?
Rio, y fue aquella carcajada la que con toda seguridad provocó el ladrido de un perro en la distancia.
—¡Que va! El local tiene otra salida desde el despacho. —Se me quedó mirando extrañado. —¿No lo sabías? Hace ya rato que se fue. Justo después de recordarme que cerrase a la hora. Dijo, «Si fuera necesario» —bajó el tono de voz, que puso grave y mandona—, «no dudes en echar a esa chusma de aquí a patadas. Que no se van ni con agua caliente» —rio nervioso antes de continuar imitando al jefe—: «No toman… ni un puto café, ¡los muy muertos de hambre!». —Carcajeó de nuevo, pero el perro no ladró. Y, volviendo a su voz, entre caladas, dijo—: Lo cual es cierto. Hoy la caja ha sido una basura; a pesar de haber estado hasta arriba.
—Ya —dije simplemente. Sabía a qué se refería. Yo mismo apenas disponía de calderilla en aquel momento. No es necesario decir que esa noche contaba con la pasta del bolo para ir tirando. Sin llegar a empatizar realmente con él, pensé en Toni y en el dinero que aún me debía por haberlo sustituido. Ahora le creía cuando decía: «Tim, tío, en serio, es que aún no me ha pagado». Mañana sería mi turno. Me tocaría a mi hacer y recibir llamadas. Y copiar el guion, repitiendo exactamente lo mismo, pero a mis músicos, quienes se habían quedado después del bolo, merodeando un buen rato por la sala, a la espera de que les fuese con la buena nueva, que no había podido ser. —Ya nos vemos, compañero —me despedí.
—Volvéis la semana que viene, ¿no?
—Salvo novedad, aquí estaremos. —Aunque pensaba regresar al día siguiente, por lo del cobro. Con un simple gesto, para no tener que decir «adiós», nos despedimos. Y caminamos en direcciones opuestas. Yo tenía aún un largo paseo a casa por delante.
Al rato de patear esas calles iguales de las afueras, inmerso en el silencio que da la noche, tuve la inquietante sensación de no estar solo. Sin detenerme, contuve la respiración y agucé el oído, por si otros pasos se pronunciaban a la contra de los míos. Y acabé por confortarme con un «¡Tonterías!, estás cansado», que me trajo unas enormes ganas de llegar y quitarme de los zapatos. Afortunadamente, no tardé en sumergirme de nuevo en la profundidad de mis monólogos mentales. En una de esas abstracciones, irrumpió deliciosamente la maravillosa y rojiza estampa de Jessica. Fantaseé entonces con que, oculta entre haces de luz, de portal en portal, me seguía desde las inmediaciones del club. Indecisa, dominada por el profundo e intenso deseo, la muchacha anhelaba el momento y la valentía oportunos para emerger de entre las sombras y arrojarse, desvalida y apasionadamente, a mis brazos. Suplicante, víctima de un incontenible deseo carnal, me rogaba venir a casa. Lo sé, es cierto que el cansancio acostumbra a causar estragos. Así fue como, en ese instante, creí en los cuentos de hadas —aunque, sinceramente, me vi más como actor porno que como el príncipe encantador—: al ver como a escasos metros al frente, poco a poco, más y más a medida que se iba estrechando la distancia entre ambos, se dibujaban los trazos de la silueta perfecta de aquella mujer tremenda. En el estómago, sentí los mismos nervios de antes de subir al escenario, y, bajo el pantalón, una ligera presión que aumentaba a medida que la veía acercarse.
Me detuve en seco. En cuanto tuve la decepcionante certeza de que aquella figura no era la de Jessica. La presión del pantalón cedió por completo, y mi corazón tomó el relevo: palpitaba amedrentado. Sentí correr la adrenalina en mis venas, preparándome para poner pies en polvorosa —mis pobres pies—, ante el menor atisbo de peligro o arma.
En cuanto aquella sombra se hubo acercado lo suficiente, precavido, llevé la pierna izquierda atrás. Y así descubrí, bajo el halo de luz amarillento de la farola, que lo que había imaginado ser la cascada, rojiza y rizada melena de Jessica, no era sino una vulgar capucha deportiva que cubría el rostro de aquel hombre. Estaba a punto de salir corriendo cuando sus palabras me lo impidieron:
—Hola, Tim. —Sin duda, leyó en la expresión de mi rostro que no sabía quién era. Arrastrando la capucha, desnudó la cabeza, y añadió un cortés «cuánto tiempo».
La boca se me abrió sola. ¡Era él!… Pero más viejo. ¡Mi músico favorito! ¡Era él! Después de tantos años…
—¿Me recuerdas?
Asentí, sin poder aún cerrar la boca.
—Ya lo tengo —dijo, mientras yo lo observaba fijamente, con una mezcla de desconcierto y admiración—. La he encontrado.
Abrí los ojos hasta no dar más de sí. Él miró al suelo como lo había hecho aquel día de la masterclass, antes de haberse ido para siempre, y pareció reflexionar de igual modo. Por el contrario, en esta ocasión alzó la vista al frente y pronunció solemnemente:
—La tengo, Tim… La tengo. Tuve la revelación.
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Imágenes generadas con Sora, basadas y derivadas a partir del relato La Revelación. Prompt Engineer Pachi Tapiz. © Tomajazz, 2025
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