La vida. Por Marcos Pin [Relatos de jazz AKA Jazzoligía nórdico-galaica] - Tomajazz - La vida es el título del relato con el que el músico Marcos Pin estrena su nueva sección de relatos de jazz, Jazzoligía nórdico-galaica

La vida. Por Marcos Pin [Relatos de jazz AKA Jazzoligía nórdico-galaica]

Marcos Pin estrena su nueva sección en Tomajazz, Jazzoligía nórdico-galaica, con el relato La vida. Mensualmente, el guitarrista y compositor gallego, nos traerá sus historias en los que mezcla distintos elementos, y que habitualmente tendrán que ver con el jazz.

No es la primera vez que este músico y creador muestra en Tomajazz su capacidad de relatar historias. Hace ya unos años, además de algunos artículos más que interesantes, se estrenó en esta faceta más literaria con El Viaje, La Ruptura, La Undécima, o El Club.

Con muchas ideas en mente, lanza este nuevo hueco en Tomajazz, dedicado a los relatos con temática de jazz.


La Vida

La vida. Por Marcos Pin [Relatos de jazz AKA Jazzoligía nórdico-galaica] - Tomajazz - La vida es el título del relato con el que el músico Marcos Pin estrena su nueva sección de relatos de jazz, Jazzoligía nórdico-galaica

—¡¿Hola?!
—…
—Ho… ¡¿Hola?!
—Sí. ¿Quién es?
—Ho… ho… hola, buenas tardes… ¡Buenas noches!, mejor. A estas horas ya…; je, je, je…
—¡Sí…! ¿Quién es?
—¡Ah, sí, perdón! Soy Tim, el músico. Estuve ahí…, tocando hace un par de semanas… en el local…
—En el club…
—Sí, eso, en el club…
—No caigo. Programamos mucho.
—Sí, sí, lo sé. Fui a sustituir a Toni…
—¿Qué Toni?
—Toni, el del cuarteto… Toca todos los miércoles.
—Ah, sí, Antonio, el sobrino de Miro. ¿Tocaste con él?
—No, no. Toni estaba enfermo. Tienes que acordarte: me llamaste para sustituirlo…
—¡¿Yo?!
—Si, sí. Me dijiste que era urgente, que estaba todo vendido y que, yendo a tocar, te sacaba de un lío, que…
—¿¡Todo vendido?! ¿¡El cuarteto de Antonio?! Mira, muchacho, lo primero —escuché cómo inspiraba profundamente por la nariz—, no me gusta que me tuteen —dijo con la exhalación.
—Lo sé, lo sé; me lo dijiste, pero… el miércoles me pidió que no lo tratara de usted. Yo no…
—¡¿Te dije eso?! ¡¿Yo?! ¡Raro, muy raro! —exclamó con enfado antes de entonar—: ¡Imposible! Mira, chaval, estoy esperando una llamada importante.
—Sí, sí, disculpe. No le robaré mucho tiempo. Le he estado llamando toda la semana. ¿Se acuerda que el pasado miércoles me dijo que lo llamara al día siguiente?, pero…, pero no he podido localizarle… hasta hoy —Se produjo un silencio incómodo que me sentí obligado a romper, por eso continué hablando—: bueno, como me dijo que lo llamara, pues…, yo…
—Bueno, a ver, dime. Pero sé breve.
—Sí, sí… Nada…, la noche del concierto me dijo que lo llamara cuando quisiera —tuve la sensación de que no había nadie al otro lado, sentí que aquel hombre había dejado el teléfono sobre la mesa, sin atender—, como dijo que le había gustado mucho el bolo y eso…, pues…, era por ver si podríamos hacer una fecha con mi trío, que…
—Sí —interrumpió de repente—, te escucho. Un trío, ¿no?
—Sí, sí, señor, el mío.
—Mándame algo, y miro a ver…
—Sí, ya… Le he enviado… al día siguiente ya, ¿se acuerda? Con el disco que me dijo que tenía tantas ganas de escuchar, la bio, fotos…
—¡Ah, sí, hombre, sí! Ya caigo. ¡Sois tantos! Bueno… Sí, bastante bueno…
—¡¿Lo ha escuchado?!… ¡Gracias!
—Por encima, un poquito, sí… Tenéis una buena cantante.
—Es instrumental.
—¿Seguro?
—Bueno…, sí.
—¡Aj! Sois tantos, muchacho, que os confundo. Bueno, mira, es que espero una llamada importante. Ayer tuvimos una banda buenísima… Escucha, envíame enlaces de redes, si tenéis, claro; vídeo…, vídeo sí, ¿verdad? Y miro a ver qué puedo hacer. ¿Vale? Venga, muchacho, bien… ¡Venga, venga! Un saludo. ¡Chao, Chao!
¡Clonc!
El primer pase del grupo de Toni estaba para las diez. Bueno, al menos eso era lo que decía el único cartel, tamaño folio, en blanco y negro y medio escondido, que anunciaba a la banda en la puerta de entrada al bar. Yo llegué alrededor de las once, y aún no habían empezado. En la sala no había casi público. Una pareja de jubilados y un guiri con camisa floreada ocupaban un par de mesas del centro. Acodado en la barra, un cuarentón encorvado no despegaba la mano, ni la vista, de un vaso de güisqui más triste que él, si cabe. Nada más verme, Toni saludó levantando un brazo desde la esquina más oscura de la sala. Le gustaba especialmente aquel sitio. Siempre que alguien preguntaba por él, no era extraño escuchar: «¿Has mirado allí?», a la vez que señalaban el punto de penumbra.
—Tim, ¡qué tal! —dijo—. ¡Buf!, deberíamos estar tocando ya. No hay nunca manera de llegar temprano a casa. —Hizo como que miraba un reloj que nunca llevaba—. ¿Te animas a tocar algo luego?
—Por qué no… —respondí.
Toni siempre me ofrecía subir al escenario, pero después nunca me llamaba. Alguna que otra noche me fui antes de que acabara el bolo, y al día siguiente me telefoneaba indignado para decirme que no me había visto entre el público y lo mal que se sentía por no haber podido tocar conmigo uno o dos standards. Pero, en realidad, jamás había llegado a invitarme a través del micro, ni nunca habíamos tocado juntos.
—¡Puta madre! —exclamó enérgicamente— ¿Te sabes Love Me?
—¿Love Me Do? —pregunté en broma. Pero no me pilló:
—¡No, hombre! Love Me or Leave Me.
No quise explicarme. Simplemente asentí. Hoy estaba allí específicamente porque la semana pasada lo había sustituido y nadie me había pagado. Tampoco sabía cuánto tenía que cobrar. Toni nunca iba al grano. En ese sentido, daba igual si le preguntabas directamente por el dinero o cualquier otra cosa, él era capaz de dar vueltas y vueltas sobre cualquier asunto banal. A veces aprovechaba para hablarte del capitalismo más demoledor, y no era extraño el día en que acababa describiendo el físico de la más popular de las actrices porno del momento. La cosa es que lo hacía de tal manera que nunca llegaba a profundizar en nada, ni a aportar nada en firme, y siempre conseguía que desistieras de hacer preguntas, por temor a que se extendiera aún más con cualquier tema variopinto o absurdo, muy distante de llegar a ser relevante. Era un embaucador de los buenos. Pero, de cualquier forma, en aquel momento yo estaba decidido y a punto de insistir en lo de la pasta, que realmente necesitaba, cuando apareció de repente desde atrás, a mis espaldas, el dueño del local.
—¡Antonio, cojones! —exclamó iracundo, sin saludar—. ¡Todos los días igual! ¿Se puede saber a qué hostias esperáis? A poder gorronear más copas, ¿no? Como siempre. ¡Cojones! ¿Empezáis de una vez o qué hostias?
—Ahora mismo —atendió Toni—. Esperaba a unos amigos que prometieron venir… —Me señaló como si yo fuera uno de ellos.
—Ya, ya. Siempre pasa algo, chico. ¡Venga de una puta vez a hacer ese ruido que hacéis! ¡Cojones!
Toni salió disparado hacia el escenario, donde esperaba el resto de la banda, que llevaba allí ya un buen rato, tocando cualquier cosa, a modo de calentamiento, por encima y debajo del hilo musical: sonaba la triste Norah Jones. El dueño se me quedó mirando, como si acabara de percatarse de mi presencia.
—¡¿Y tú qué cojones miras?! —dijo en un grito contenido.
En un principio no supe qué responder, pero me atreví a decir:
—¿Qué tal está? —Y extendí la mano, que no estrechó. Sin mediar palabra, se dio la media vuelta y marchó con movimientos precisos, y un tanto cómicos, entre mesas y sillas; la marcada obesidad no se lo ponía nada fácil.

La vida. Por Marcos Pin [Relatos de jazz AKA Jazzoligía nórdico-galaica] - Tomajazz - La vida es el título del relato con el que el músico Marcos Pin estrena su nueva sección de relatos de jazz, Jazzoligía nórdico-galaica

Mientras el grupo tocaba me apoyé en la barra, lo más cerca que pude de la puerta que llevaba a la oficina del dueño, por donde lo había visto desparecer tras marchar bamboleante. En aquel momento me pareció grosero llamar, pedir permiso para entrar y preguntar por el dinero. A fin de cuentas, suponía que eso era cosa de Toni, que fue a quien había sustituido. Sí que pensé, también, en aprovechar e insistir en mi trío, del que había hablado por teléfono con él esa misma mañana, cuando me había dicho, otra vez, que le enviara la información. La semana pasada, justo al acabar el bolo, me asaltó para decirme lo mucho que le había gustado, lo endeudado que se sentía conmigo por haber podido sustituir a Toni con tanto apremio, lo mucho que le gustaría volver a tenerme en el club, que, por favor, eso sí, lo tratase de tú, que había confianza, que le enviara mi música; «¡y sin falta!», me dijo; que lo que quisiera… Aquella noche preparé todo nada más llegar a casa, antes de meterme en cama, y lo envié a primerísima hora de la mañana, medio dormido.
La pareja de jubilados esperó por educación a que la banda terminara la segunda de sus piezas para irse. Podía leerse perfectamente en sus caras que aquel no era el estilo musical que esperaban escuchar. Por el contrario, el guiri tamborileaba con el dedo índice a destiempo sobre la mesa. Otras veces me he preguntado por qué será que los yankis consumen su propia música en países extranjeros. La mayor parte de las veces llego a la conclusión surrealista de que ha de ser porque allí ya no queda, que se la han cargado. No puedo evitar pensar que los propios estadounidenses sienten nostalgia al respecto; quién sabe, quizá el estilo les evoque tiempos mejores.
La música de Toni me aburría. Llevaban un buen rato perdidos en la forma. Estaba a punto de golpear con los nudillos la puerta del despacho —«Puede que, con mi trío, los abuelos no se hubieran ido», pensé— cuando el hombre abatido en la barra, a un par de taburetes de distancia, balbuceó algo de manera ininteligible; supuse que, o hablaba solo, o era a mí a quien se dirigía.
—¿Perdón? —quise saber respetuoso. Di un paso al frente, acercándome a él.
El hombre giró la cabeza con lentitud hasta conseguir apuntarme con sus ojos tristes, desenfocados y ojerosos.
—¡Es una mierda! —exclamó con dificultad antes de regresar a su postura inicial.
No mostré sorpresa, otras veces me las he visto con personas en ese estado de embriaguez.
—La vida — respondí categóricamente, medio en broma, medio en serio, a lo que, sin serlo, había tomado por una pregunta.
—¡¿Qué cojonesh la vida?! —replicó al instante con un gesto de enfado, antes de hacer tintinear el vaso con el poco hielo que quedaba dentro contra el cristal. Luego añadió—: ¡El jash!…
No supe qué decir. Pensé que, si fuera mi trío el que estuviera sonando, igual no hubiera pensado así. Abrí la boca para ofrecer algún comentario pertinente, pero la puerta del despacho del jefe se abrió, lo que hizo que me girase, apartándome de la breve conversación. Pude ver cómo el dueño salía de la oficina. Me miró.
—¡Estás aquí, muchacho! —exclamó sonriente.
Experimenté cierto desconcierto.
—¿Aún están tocando? —preguntó ante la obviedad.
—Sí… —respondí con timidez—. Sí, señor.
El dueño miró el reloj de su muñeca y luego negó con la cabeza, sin llegar a apartar la vista del escenario. Después echó un vistazo general a toda la sala; para acabar centrando la mirada en al único espectador, que, cansado de tamborilear, ahora movía adelante y atrás la pierna izquierda, cruzada sobre la derecha.
—… me sale caro.
Entendí con dificultad parte de lo que dijo; la música sonaba alto.
—¿Me dice a mí, señor? —osé preguntar.
—¡Qué señor ni qué demonios! —alzó la voz de tal manera que el guiri lo escuchó e hizo ondear su camisa floreada grácilmente al girarse en la silla para mirarnos. —¿Pero no te dije yo a ti la semana pasada que me trataras de tú? —sonrió de nuevo, ahora paternalmente.
Ahora sí, estaba más desconcertado que nunca. Pensé primero que bromeaba. Luego miré a ambos lados para cerciorarme de que no había nadie más a quien se estuviera dirigiendo. Supe con total certeza que hablaba conmigo cuando añadió:
—Te decía que el sobrino de Miro —lanzó una nueva mirada fugaz al escenario, antes de acabar la frase— me sale caro. ¿Recuerdas lo que hablamos la semana pasada?
—¡¿Yo?!
Ambos nos miramos atónitamente.
—Sí, claro, ¡coño!, tú. ¿Quién va a ser? ¡Qué raro estás, muchacho!
Miré de reojo al borracho de la barra, seguía absorto en su vaso de güisqui, ahora sin hielo. Observé después al dueño, que no apartaba la vista del escenario. Por un instante pensé en la absurda posibilidad de que existieran dos hermanos gemelos propietarios de aquel club.
—No mezcles nunca la amistad con los negocios —advirtió.
Sacudí la cabeza, dando a entender que no entendía qué quería decirme. Se hizo cargo:
—Miro…, el tío del figura —señaló con el pulgar al grupo que tocaba—, y yo fuimos compañeros de pupitre en el colegio.
Asentí ahora en señal de comprensión.
—No supe decirle que no. Y ahora, ¡mira tú!, palmo todos los miércoles. Si se pone malo otra vez, probamos con tu trio, ¿te parece?
—¡¿Mi trío?!
—Sí, claro, ¿qué trío va a ser? ¿Los mosqueteros? Te noto un poquito fuera de lugar, chaval; ¿tú has cenado?…
Aunque no daba la impresión de ser una pregunta retórica, opté por no responder. Retomó la palabra:
—En cuanto surja la ocasión, probamos con tu grupo. Y si Miro se mosquea, ¡pues que le den! Mucha amistad, mucho favor, ¡mucha gaita!, pero jamás ha puesto un pie en este local; ni siquiera para venir a escuchar al sobrinito. —Apuntó la mirada por enésima vez al escenario. Tomó aliento y dijo—: ¡Es una mierda!
—¿El jazz? —me salió de dentro, sin haberlo pensado.
Me miró severamente.
—No, hijo, no…, la vida. Tim, ¿se puede saber qué carajo te pasa hoy?

Tomajazz: © Marcos Pin, 2025
Imágenes generadas con Sora, basadas y derivadas a partir del relato La Vida. Prompt Engineer Pachi Tapiz.  © Tomajazz, 2025

Más información sobre Marcos Pin

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