Primero incomprendido y después convertido en objeto de culto, Monk es hoy día uno de los compositores más interpretados por los músicos de jazz. Sirva como botón de muestra que en A Coruña hemos podido disfrutar, por ejemplo, del memorable trabajo que el pianista alemán Alexander von Schlippenbach le dedicó en Monk’s Casino o que el repertorio de una formación local, Monkillos, está íntegramente formado por las composiciones del pianista de Rocky Mount. Un aficionado al jazz se podría preguntar si no es el hijo del compositor el mejor habilitado, el más competente –al menos en el plano emocional–, para defender esa obra sobre las tablas. Con franqueza y sin ambages: me hubiese gustado ver otro tipo de espectáculo. La astilla del palo respetó escrupulosamente la fidelidad a las composiciones del progenitor, la reproducción de antiguos arreglos –incluyendo alguna transcripción de sus solos reconvertidos en frases para los metales–, pero descuidó enormemente la originalidad que le caracterizó como intérprete. Ninguno de los miembros del tenteto recogió esa herencia aviesa, incómoda e iconoclasta con la que el homenajeado posaba sus dedos sobre el teclado. El concierto discurrió de forma plana alentado por un continuo ritmo de swing. Los solos que lo trufaron fueron correctos pero cortados por el mismo patrón, exceptuando alguna pincelada del soprano o algunas notas traviesas de un Wallace Roney que, sin embargo, se limitó a bopear sin alterar la escaleta. Esas otras notas estrambóticas, estrafalarias y la pulsión rítmica irregular y angulosa con la que Monk avanzaba a brochazos…brillaron por su ausencia. La velada se convirtió así en una historia previsible en la que se agradecieron las baladas por aportar algo de color y justificar la presencia de tanto músico sobre el escenario.
Texto © 2011 Quinito L. Mourelle
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