Mentiría si dijera que conocía a Cifu e igualmente lo haría si sostuviera que éramos amigos entrañables; faltaría a la verdad si contara anécdotas que no están en mi memoria simplemente porque no existieron. Pero diría la verdad si hablara desde la lejanía y las pocas palabras que intercambiamos a la salida de algún concierto. Palabras de inquietud por un amor compartido, yo desde mi humilde afición y él desde su magisterio.
Sin conocernos, nos conocíamos. El nexo de unión era el jazz, que cada uno disfrutaba desde su particular tribuna, desde el color de su cristal y de su sentimiento.
Con el correr de los años todos cambiamos y físicamente nos apagamos cual antorcha se sumerge en el océano.
Esa antorcha que portaba Cifu y que no perderá su luz por mucha oscuridad de la que se rodee.
La luz que Cifu robó a los dioses del jazz fue para ofrecérselo a los melómanos, y éstos la hallarán en el estrellado cielo nocturno en forma de eterno lucero del alba.
© Enrique Farelo, 2015